21 de junio de 2010

El relato del Mariscal. Capítulo 1.

Mi padre era médico y mamá no estaba enamorada de él. Ella era algo así como una Madame Bovary que siempre necesitaba pensar en un hombre que no fuera su marido. Cuando a los trece o catorce años leí Madame Bovary, no podía desprenderme de la idea de que Emma era mamá y le adjudicaba al personaje el rostro de ella.
Mi padre tenía el consultorio en la misma casa en la que vivíamos. Aunque estaba aislado, se podía llegar a él si se recorría el pasillo que lo comunicaba con los demás ambientes. El consultorio tenía dos puertas: una que daba a la antesala, por la cual se llegaba al centro de la casa. Y otra que daba al pasillo. La puerta de este acceso era pesada y eso me daba una gran tranquilidad en los momentos en que yo me dedicaba a a espiar. Sabía que mi padre no podía abrir la puerta con gran facilidad y así yo podía escabullirme en la oscuridad del pasillo en dos o tres segundos. Y al mismo tiempo tenía una ventaja adicional: una cerradura gigantesca que precisaba de una llave absurdamente grande. El peso de la puerta y el tamaño de la cerradura fueron dos factores que de algún modo marcaron mi primera infancia.
Sé que papá sospechó siempre de mí pero jamás pudo sorprenderme y nunca me preguntó si yo lo espiaba. Si alguna vez papá me hubiera atrapado, yo jamás lo habría vuelto a intentar y de tal modo me habría privado de una experiencia fundamental.
Yo me dedicaba a espiar a los que llegaban al consultorio casi siempre a la hora de la siesta, y a esa hora el noventa por ciento de los pacientes eran mujeres. Y a través del ojo de la cerradura experimenté por primera vez lo que se siente ante la desnudez de una mujer. No siempre mi papá las hacía desvestir por completo, algunas veces les exigía quitarse la blusa o la pollera y luego las obligaba a acostarse en la cama para la revisación. Pero cuando yo veía que la mujer no se detenía sino que lentamente se iba despojando de todas sus prendas difícilmente podía contener, mientras acompañaba cada una de las acciones de la mujer, mis ruidosas agitaciones. Yo tenía unos nueve o diez años y en materia de sexo estaba bastante adelantado con respecto a mis compañeros de colegio. Por eso, mis músculos se estiraban al límite cuando llegaba el turno de la revisación, es decir, aquellos momentos en que mi padre mantenía un contacto firme y decidido con el cuerpo de sus pacientes. Yo adivinaba que la voluptuosidad latente en los modos correctos de mi padre emergía sin pudores en esos roces y aproximaciones. De ninguna manera podía figurarme que a él esas mujeres le fueran indiferentes y que se lanzara sobre ellas sin la pasión que delataban sus manos. Hasta tal punto presentía su ansiedad que me imaginaba que quien estaba en la camilla no era otra que mamá y yo asistía a una sesión de amor entre ambos.
Un día mamá me descubrió. Sentí que una mano firme se plantaba sobre mi hombro. Me dí vuelta aterrado y me encontré con ella, que sonreía. Me tapó la boca y miró brevemente por el ojo de la cerradura. Una corriente helada me atravesó el pecho, la figura de mi madre se me hizo lejana, turbia. Hubiera querido llorar pero me era imposible. Mi madre me llevó de la mano por el pasillo hasta el comedor. Se sentó en una silla, apoyó uno de los codos en la mesa y me miró seria. Luego, como si no hubiese podido seguir conteniéndose, largó una carcajada, me preguntó si siempre lo hacía. Como yo no contestaba, dejó de reírse y se mantuvo callada por varios minutos. Me miraba con una severidad que su sonrisa imborrable desmentía. Sabía que ella no me iba a dejar hasta que yo no le contestara. Seguía con la intención de llorar pero me era imposible: había algún aspecto en toda esta situación que a mí me excitaba. Hasta tenía ganas de reírme. Cuando no pude más y solté algo parecido a una risa ella rió conmigo, los dos nos reímos intensamente durante un buen rato. Volvió a preguntarme si lo hacía siempre y yo le contesté que sí. Y entonces comenzó un pequeño interrogatorio por el cual ella se enteró que a mi me fascinaba ver a través de la cerradura a mujeres desnudas en manos de mi padre. Seguramente ella sabía en qué momentos yo iba por la oscuridad a espiar, aunque después de ese día nunca más volvió a encontrarme en el pasillo.

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