Eran los tiempos de la ardilla. Mi tía Elisa me trajo una de su pueblo, un animalito común, con una cola más grande que su propio cuerpo. Apenas la tuve en mis manos juré no separarme de ella jamás. Para eso tenía que lograr que mi padre no supiera siquiera que la ardilla existía. Nunca pude entender por qué odiaba que yo tuviera contacto con animales. Todas las mascotas que me había regalado la tía Elisa habían muerto o habían desaparecido de manera misteriosa. Una tortuga, una paloma, un sapo y hasta un gato y un perro habían dejado de ser mis mascotas por capricho de mi padre. La tía Elisa, la hermana de mamá, lo odiaba con toda la furia y sabía que no le gustaba que trajera animales. Por lo tanto, no había visita en la que no trajera un animal más o menos raro, difícil de conseguir.
Pero con la ardilla fue diferente. Ya conocía el modo de conducirse de mi padre, y estaba dispuesto a defenderla de él hasta las últimas consecuencias. La mantuve oculta durante más de dos meses. Conseguí una caja de madera y un taladro con el que le hice muchísimos agujeros. La instalé en el segundo piso de la casa, en el desván que estaba junto a la terraza en el que mi padre casi nunca entraba. Cuando la tía Elisa volvió a visitarnos se sorprendió de que todavía estuviera viva. Me las ingeniaba para estar con la ardilla todo el tiempo que papá trabajaba. Muchas veces la llevaba conmigo hasta la puerta secreta del consultorio, y la mantenía en mi mano mientras miraba por la cerradura. Únicamente por mi amor a la ardilla yo me arriesgaba al brutal ataque de furia de mi padre, agravado esta vez por el secreto, y pretendía ignorar que tarde o temprano él iba a descubrir la caja de madera. Una mañana mientras dormía percibí forcejeos en la puerta de mi habitación. Alguien pugnaba por entrar y mamá se lo impedía. Mamá apenas podía contener los gritos. Según pude enterarme después, una de las canillas del baño del consultorio comenzó a perder agua y mi padre subió al desván a buscar una llave. Yo me preocupaba todas las mañanas de levantarme temprano y de colocar la caja con la ardilla debajo de mi cama. Pero precisamente esa mañana me había quedado dormido y ahora que estaba aletargado podía comprender que mi padre había descubierto la ardilla y que seguramente ésta ya estaba muerta. La lucha continuó durante unos segundos más y finalmente mi padre dejó a mi madre tirada en el suelo, entró en mi habitación y descargó sobre mi cuerpo una paliza feroz. Yo no atiné siquiera a gritar o a llorar pero eso no detuvo a mi padre que me dejó los dedos marcados en la cara, las piernas, el tórax y el abdomen. Nunca se me borró el llanto de mi madre, un llanto en el que intercalaba insultos y amenazas. Cuando mi padre decidió quer era suficiente se fue caminando lentamente, con dificultad. Recuerdo que mientras cruzaba la puerta con su cuerpo algo encorvado, su calva y su barba grisácea, yo lo vi viejo y sentí lástima por él y un odio inagotable. El fijó sus ojos en mi madre que con el pelo revuelto y la cara desfigurada por el llanto (el maquillaje se le había corrido por completo) le devolvía desde el suelo la amenaza de su mirada mientras trataba de incorporarse. Mi padre se encerró en su consultorio. Mi madre vino a mi cama, recorrió mi cuerpo con sus manos durante un tiempo prolongado, me puso bajo la ducha, me vistió y me llevó a pasear con la tía Elisa. Mi padre permaneció encerrado los tres días que siguieron. La ardilla no volví a verla nunca más.
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