Se enteró esa misma noche. Pero yo no estaba presente en el momento en que la tía Elisa se lo contó. Después de que me creyeron dormido me planté detrás de la puerta de la habitación de mamá. Podía oír las risas de las dos, pero sobre todo la de mamá. Sólo dejaba de reír para insultar levemente a la tía Elisa o para regañarla. Cuando estuve con el oído pegado a la puerta pude enterarme de que en realidad no le reprochaba la escena de esa tarde. Mamá me compadecía y deseaba haberme visto la cara. Yo no comprendía no se enojase con la tía Elisa, suponía que otras madres en casos semejantes habrían reaccionado de modo muy diferente. Pero mamá todo lo tomaba con ese aire despreocupado y contento, no creía que alguna experiencia que me fuera grata pudiera ser nociva. Y evidentemente estaba convencida de que esa vivencia me había resultado deliciosa. A mí el diálogo me llenó de gozo ya que presentí de inmediato que mi tía volvería a probar el juego y yo podría entregarme a contemplar su desnudez sin tener que preocuparme por nada. Cada vez estaba más contento de que papá estuviese muerto.
A la mañana siguiente la tía Elisa había borrado su expresión socarrona. Mamá no dejó de dirigirme gestos dulces y caricias prolongadas y solo se detuvo para servirme mi desayuno. Yo comía mis tostadas y tomaba el café, varias veces alcancé a detectar entre ellas una instantánea mirada de complicidad. Mamá me anunció que esa tarde me llevaría al cine. Mientras mamá me relataba el programa doble, la tía Elisa le preguntó a mi madre si podía ir con nosotros. Mi madre a su vez me preguntó a mí si yo quería que la tía nos acompañe. Yo miré a los ojos a mi tía y asentí. Después de unos instantes, como para enfatizar mi afirmación, le dije que quería que viniera. La tía Elisa rió a carcajadas, me prometió amor eterno, se abalanzó sobre mí y me llenó la cara de besos. Comenzábamos a funcionar como un trío. Esa tarde fuimos al cine, después tomamos el té y volvimos a casa a eso de las ocho. Mi madre y la tía Elisa se comportaron como una madre y una tía de esas que uno puede encontrar en cualquier barrio de cualquier ciudad.
Dos días después mi madre anunció que esa tarde iría a hacer las compras. Invitó a la tía Elisa, quien después de pensar bastante decidió no acompañarla. Mi madre me dedicó una ojeada rápida y casi al mismo tiempo la miró con severidad. Pero luego dejó escapar una sonrisa. Mi pulso se aceleró. Quizás la tía Elisa se quedaba con un propósito muy concreto y mamá lo sabía. Era posible que se repitiera la misma escena de tres días atrás. Mi madre insistió para que Elisa la acompañara pero fue inútil. La tía llegó a la conclusión de que estaba cansada y no tenía ningún interés en sofocarse en la calle una tarde de febrero.
Después de comer yo entré en el consultorio de mi padre y comencé a revisar todos los cajones y armarios. Jamás me habría animado a pedirle a mi padre que me dejara jugar con aquellos objetos que él ya no usaba porque estaban viejos o rotos. Y mi padre jamás me los habría ofrecido. Era la primera vez que entraba en el consultorio en mucho tiempo -fueron contadas las veces que entré mientras mi padre vivía- y no iba a dejar de llevarme nada que me interesara, fuera nuevo o viejo. Así, en uno de los armarios encontré una cantidad descomunal de muestras médicas que se elevaban en desorden hasta la altura de mi cabeza. Apenas abrí la puerta del armario gran cantidad de sobres se me vinieron encima y terminaron en el suelo. No me preocupé de ordenarlos sino que ocupé de forzar la otra puerta para descubrir lo que había detrás. Allí depositados en orden encontré jeringas, instrumentos quirúrgicos, bisturíes, jeringas, estetoscopios, manómetros, sobres con radiografías viejas, tubos de ensayo, retortas, pipetas, mecheros de Bunsen y algunos otros objetos. Pero esa zona del armario contaba con un doble fondo mal disimulado por una tabla cubierta de hule. Esta tabla tenía sobre uno de los bordes una muesca en la que uno podía introducir un dedo para levantarla. Y eso fue lo que hice. Las bisagras que la sostenían produjeron un chirrido desagradable. Aparentemente había pasado mucho tiempo sin que nadie la moviera. Un potente olor a amoníaco me obligó a dar unos pasos atrás. Ligeramente mareado me acerqué de nuevo y metí la mano. Saqué cuatro instrumentos de formas muy singulares. Nunca pude comprender cómo lograba mi padre utilizar esos hierros retorcidos para examinar el interior de sus pacientes mujeres. El aspecto de los instrumentos que él mismo fabricaba era sencillamente aterrador. Mi padre no sólo tenía en la casa un consultorio. También había logrado construir en la terraza un pequeño laboratorio. Allí desarrollaba experimentos personales con animales diversos y con determinadas sustancias orgánicas que sus compañeros profesores de la facultad le proveían periódicamente. Como buen investigador consignaba los resultados de sus ensayos en diversos cuadernos forrados de terciopelo gris que numeraba a partir de la primera página. Jamás sus colegas mostraron demasiado interés por esos escritos, que mi madre donó a la facultad de medicina. Y no sólo realizaba experimentos. También diseñaba sus propios instrumentos y con ayuda de un técnico los fabricaba en un taller que quedaba a unas cuadras de casa.
Sin embargo, lo que más me impactó entre todo lo que descubrí en ese armario fue un hueso humano, un fémur que según mamá había pertenecido al cuerpo de una mujer, treinta o cuarenta años atrás. No supo decirme por qué mi padre había conservado ese hueso durante tanto tiempo ni qué uso pensaba darle. A medida que examinaba los instrumentos los iba depositando sobre una mesada de mármol que las pacientes utilizaban para colocar sus pertenencias. La mesada estaba al lado de la camilla justo frente a la puerta por la que yo espiaba. Y por esa razón yo estaba de espaldas ocupado en clasificar los objetos cuando entró la tía Elisa. Me saludó diciéndome “buenas tardes, doctor”. Giré la cabeza y me encontré con su sonrisa burlona y voluptuosa. Sólo atiné a emitir el sonido de una risotada torpe y breve. Me daba cuenta de que el juego se iba a realizar de nuevo y probablemente íbamos a llegar más lejos. Atenta al curso de los pensamientos que se dibujaban en mi rostro ella comenzó a detallarme los síntomas imaginarios de una enfermedad no demasiado grave. Me contaba de sus dolores en el vientre y de un malestar que le comenzaba en las piernas y culminaba en el pecho. Yo recuerdo todo esto pero en ese momento no podía comprender ninguna de las intenciones que sus palabras ocultaban. Me preguntó si la iba a revisar y como yo no hablaba me suplicó que le examine el abdomen. Comenzó a desvestirse. Como en esta ocasión yo estaba mucho más asustado que la vez anterior tuve que contener un impulso de escaparme. La tía lo adivinó en mi mirada porque después de observarme interrumpió su tarea para correrse hasta la puerta y cerrarla. Entonces supe que la apuesta sería mucho más fuerte esta vez, mi respiración se hizo mucho más difícil, mi pulso alcanzó el ritmo de una locomotora y mi frente se cubrió de transpiración. Una ola nauseosa ascendía desde mi estómago hasta mi garganta. Elisa me debió notar muy pálido porque suspendió su representación. Se acercó, recorrió mi cuerpito con sus manos, me cubrió la cara de besos y recomenzó su juego apenas los colores me volvían y mi respiración se hacía menos traumática. Con gran destreza se quitó la blusa y la pollera. Luego se recostó sobre la camilla con los zapatos puestos. Todavía le quedaba por sacarse la bombacha y el corpiño que hacían juego, pues los dos eran negros y estaban bordados con los mismos dibujos. Comenzó a quejarse de un leve dolor en el abdomen, tomó mi mano y recorrió con ella toda la extensión de su vientre firme y vigoroso. Ahora que había dominado mi malestar, yo podía fascinarme con el contacto. Aunque muchas veces había tenido la fantasía de un acercamiento semejante nunca pensé que me produciría semejante placer. La tía Elisa percibía mi excitación, sin embargo no se daba ninguna prisa. Mantenía mi mano en su lugar pero ya no fingía ser mi paciente. Apliqué masajes al vientre de mi tía durante unos diez minutos. Ella dibujaba en su rostro una expresión de placer que a mí me resultó inolvidable. Con la mayor naturalidad se quitó el corpiño y cuando advirtió que mis manos se resistían a subir donde me acababa de insinuar, ella misma las tomó y las puso sobre sus tetas. Me pidió que la tocara despacio, que las mirara bien. Yo podía observar ahora con mucha más tranquilidad que la vez anterior pues ahora me sentía el dueño de la situación al tener sus senos en mis manos. La punta de sus pezones estaban mucho más erguidas que en el último juego. Permanecimos en esta situación durante mucho tiempo. Yo me lamentaba de que en algún momento el juego se fuera a cortar y me consolaba con la idea de que mamá no vendría hasta la noche y además todavía faltaba que la tía se quitara la bombacha. Pero esa vez no se la quitó y obviamente yo no se lo recordé. Cuando mi excitación alcanzó dimensiones de intenso dolor, mi tía decidió cortar el juego con un “bueno, doctor, se lo agradezco , ahora que me revisó me siento mucho mejor”. Y rápidamente se colocó el corpiño, la blusa y la pollera. Salió del consultorio antes de que yo pudiera darme cuenta de que el juego había terminado. Quedé nuevamente solo frente a la mesada de mármol. Miraba sin ver los instrumentos quirúrgicos de mi padre mientras me preguntaba si el juego volvería a repetirse. Aunque pueda parecer extraño, desée no verla nunca más.
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