Mi tía ya no exhibía su sonrisa burlona cuando a las nueve nos sentamos a la mesa para cenar con mamá. Ella jamás se enteró de nuestro encuentro en el consultorio y eso me hacía pensar que el juego había sido verdaderamente serio, pues si la tía Elisa se lo ocultaba era porque mamá no se lo iba a perdonar. Había traspasado un límite y de alguna manera estaba en mis manos. Pero yo no tenía coraje para contarle semejante cosa a mamá y además sentía gran amor por mi tía. Sin embargo, ella no era una persona que se daba por vencida ante el menor peligro: iba a volver sobre mí. Todavía nos quedaba por delante otra reunión secreta, última y definitiva. Yo adivinaba que Elisa no iba a permanecer mucho tiempo más con nosotros. Y aunque tardó unos dos meses en dejarnos, finalmente se fue y no volvió por tres años, período fundamental de mi vida en el cual se decidieron una gran cantidad de cosas para mi futuro.
Desde la muerte de mi padre mamá hizo lo posible para que yo no me sintiera desamparado. Y aunque mientras él vivió nunca me había faltado nada que ella pudiera darme, ahora que había muerto ella se deshacía por cumplir mis menores caprichos. Se presentaba ante mí casi como una esclava que no pensaba sino en aquello que me sería provechoso. Mi padre nunca ignoró -ni yo tampoco- que a pesar de todos sus esfuerzos para retenerla en la casa ella se las ingeniaba para salir con otros hombres. No obstante, jamás pudo comprobarlo, lo que quizás le llevaba a creer que las presuntas aventuras de mamá no eran sino el resultado de su imaginación febrilmente celosa. Sólo una vez mamá se vio verdaderamente en peligro, una tarde en que salió con el pretexto de ir a la modista y mi padre logró seguirla sin que lo notara. Ella entró en un garage con cocheras para cientos de autos, en uno de los cuales, un viejo Peugeot, la estaba esperando un amante ocasional. Mi padre cometió el error de bajarse del auto para entrar en el garage a pie. Ella lo vió apenas salieron en el Peugeot. Mi madre comprendió inmediatamente que mi padre la había seguido, le explicó todo a su compañero y lo obligó a que la dejase en la casa de la modista. Cuando papá llegó, mamá hacía rato que fingía preparar la comida en la cocina. Mi padre le preguntó dónde había estado y mamá con total tranquilidad le respondió que había estado con la costurera. Mi padre, furioso, le relató inmediatamente que la había seguido y la acusó de mentirle de manera descarada. Mamá, con delicada ironía le insinuó que había seguido a otra mujer y llamó a la modista para que hablara con él. Sorprendida, la modista le relató los cambios en el escote y en la falda que mi madre le había encargado, además de la confección de un vestido nuevo en una seda de color azul. Mi padre vaciló pues conocía a la costurera y no podía suponer que una persona tan seria como esa estuviera en complicidad con mamá. Después de ese día mamá tuvo muchísimo más cuidado en los pasos que daba y elaboró estrategias mucho más complejas para encontrarse con sus amigos.
Sin embargo, ahora que mi padre ya no existía, mi madre no mostraba ninguna urgencia por salir, sino que, según me decía, deseaba estar conmigo todo el tiempo que pudiera. Suponía que la muerte de mi padre me había afectado y creía que no debía separarse de mí. En esos tiempos comenzó mi pasión por la lectura. Mi madre me compró una enciclopedia enorme que yo asimilaba con avidez. Leía todo lo que tuviera que ver con la biología, la mecánica, la química, la medicina, algo de arte. Pero lo que verdaderamente acaparaba toda mi atención era la geometría. Me fascinaba desde chico encontrarme con las formas perfectas de las figuras, los cuerpos en el espacio, los planos. Me parecía una cosa extraordinaria que con breves fórmulas se pudieran pensar extensiones y dimensiones en apariencia tan complejas. Mi madre no podía entender que con diez años yo me preocupara por temas tan abstractos y difíciles. Y que además lograra una comprensión bastante profunda, al punto que antes de cumplir doce años yo había logrado un conocimiento en la materia equivalente al que puede tener ahora cualquier estudiante secundario avanzado. Muchas veces la oí decir (sin que supiera que la estaba escuchando) que yo era un superdotado, adelantado para mi edad en la mayoría de las cosas, incluso en mi desarrollo físico. En verdad yo era mucho más grande y fornido que mis compañeros de curso y prácticamente parecía un adolescente. Mamá nunca había visto en mí a un niño sino a un hombre pequeño, el cual iba acercándose cada vez más a su propia figura de adulto aunque sin sufrir transformaciones. Mi condición física fue determinante en el vínculo que llegué a establecer con ella. Muchas veces me encontraba con el libro sobre la mesa, se arrimaba a mí y me acariciaba la cabeza con una especie de admiración melancólica. A la tía Elisa tampoco le parecía un chico común aunque por otras razones. Como me confesó algunos años después ella percibía en mí algo que la impulsaba a erotizarse, pero no podía precisar si era algo en mi manera de mirarla o en mi boca o en mi cuerpo robusto, pero evidentemente ella gozaba enormemente cuando se veía desnuda delante de mí. Una noche entró en mi habitación con el pretexto de que tenía algo para contarme. A través de las transparencias de su camisón yo podía adivinar que estaba absolutamente desnuda y por lo tanto sospechaba que algo iba a pasar esa noche entre ella y yo, como las veces anteriores. Se acostó junto a mí y me contó que se iría dentro de pocos días a Colombia, donde unos amigos la esperaban. Pero mientras hablaba, y con la mayor naturalidad, se había sacado el camisón y apoyaba, como la última vez en el consultorio, mis manos en sus tetas. Pasados cinco minutos la tía había cesado de hablar, excepto para decir que moviera mis manos más despacio. Tuvo un impulso de llevar sus manos a mi sexo, y de hecho lo llegó a acariciar, pero se detuvo como quien recuerda un límite sagrado y retiró su mano rápidamente. Yo estaba esa noche más animado que de costumbre y me atreví sin pensar demasiado a bajar la mano derecha desde sus tetas a su vientre hasta alcanzar su nutrida mata de pelos. En vez de detenerme, como yo temía, la tía Elisa me alentó con la exhalación de un gemido grave y contenido. Cuando alcanzaba a colocarme la boca sobre el cuello, la puerta se abrió. Pudimos ver que una silueta a contraluz se plantaba delante de nosotros. Mi madre no emitió sonido, iluminó la habitación y ordenó con la mirada a la tía que se vistiera y se fuera. Elisa obedeció y no trató de dar explicaciones. Esa noche estuvieron discutiendo hasta las tres de la madrugada. Mi madre conservaba una voz calma y prudente. En cambio la tía exhalaba algunos gruñidos justificatorios. Nunca pude enterarme de qué fue lo que se dijeron. Pero al día siguiente, la tía Elisa dejó la casa después de darme un beso a mí y despedir con un abrazo a mamá. Nunca más las volví a ver juntas.
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