12 de marzo de 2011

El relato del Mariscal. Capítulo 6

Después de que la tía se fue, comencé a tener pesadillas en las que el protagonista principal era mi padre.
Pasados seis meses desde su muerte, mamá resolvió muchas de las cuestiones legales que le impedían disponer de una cantidad de bienes de los que ignoraba su existencia. Para no incentivar la avidez de mamá, mi padre se había ocupado de realizar sus negocios en el más absoluto secreto. Aunque ella siempre lo sospechó nunca pudo comprobarlo hasta tener en sus manos las escrituras de compra, apenas acabaron de enterrarlo. Así fue que descubrió que mi padre tenía, entre otras, una casa frente al mar en una ciudad balnearia. Ese mismo día decidió que la íbamos a usar todas las veces que nos fuera posible, es decir siempre que yo no fuera al colegio. Por eso, después de que mamá tomó posesión de la casa, fuimos allá un día antes de que comenzaran las vacaciones de invierno y nos quedamos las dos semanas. Para mí se presentaba como un tiempo maravilloso en el que iba a estar cerca del mar sin tener que soportar -como siempre que fuimos de vacaciones- el malhumor y la ira de mi padre. Eran las primeras vacaciones que iba a pasar sin él y la idea me llenaba de felicidad, sin contar con que iba a estar durante todo ese tiempo solo con mi madre en un lugar bien alejado. Mamá me había permitido llevar los tomos favoritos de mi enciclopedia y yo proyectaba revisar una cantidad de artículos que siempre tenía preparados pero nunca conseguía leer.
Mamá manejó durante unas seis horas. Salimos a la madrugada de un viernes antes de las cinco de la mañana y al mediodía ya estábamos instalados. Ayudé a mamá a poner la ropa en los armarios y a preparar el almuerzo. Después de comer bajamos a la playa. Era un día soleado, primaveral y yo quería meterme en el mar pero mamá sólo me dejaba caminar por la orilla. A la noche cenamos en un restaurant repleto de gente. Nos parecía raro que la ciudad estuviera tan vacía y en ese lugar las personas se amontonaran para comer. Nos sentamos a una mesa junto a la ventana desde la cual podíamos ver los giros permanentes de la luz de un faro. Mientras yo me perdía en mis pensamientos sobre quienes manejaban el faro, cuántas personas habría dentro, en qué momento lo irían a apagar, mamá recibía complacida la mirada perseverante de un hombre joven, vestido con un pantalón azul, una remera blanca y zapatillas. Aunque trataba de concentrarse en lo que yo le decía mamá no podía dejar de prestarle atención a su pretendiente desconocido. Yo fingía no darme cuenta de la complicidad que se había establecido entre ambos, pero el hombre de la remera había pagado hacía un buen rato y no se decidía a levantarse para irse. Evidentemente esperaba alguna oportunidad para acercarse a mamá, pero no le era muy fácil si yo estaba presente. Entonces simulé ir al baño que estaba en el primer piso. Mientras subía la escalera observé como el hombre joven se incorporaba y fijaba la vista en mi madre. Yo me metí en el baño y desde la puerta entreabierta pude ver sin temor a que me descubrieran que él se acercaba sonriente, que mamá le devolvía la sonrisa, que él depositaba en sus manos una tarjeta y se iba. Cuando volví mamá tenía una mirada radiante.
Al día siguiente después del desayuno mamá me anunció que a la tarde iba a hacer compras en el centro. Me dejó en claro que no necesitaba de mi compañía, y por lo tanto podía quedarme solo en casa haciendo lo que se me antojara. No me dio ninguna posibilidad de protestar. Se fue a las tres de la tarde y yo no ignoraba qué tipo de compras tenía planeadas. Se había comunicado al número de la tarjeta antes de que yo me levantara a desayunar. Seguramente la cita era para las dos o las tres de la tarde. Sentado a la mesa frente a uno de los tomos de la enciclopedia no podía dejar de imaginarme a mi madre y al hombre joven desnudos en una cama angosta, en una habitación con poca luz. Mamá volvió a las siete, el rostro iluminado como la noche anterior, pero con ciertas marcas que denotaban fatiga. Esa noche fuimos a dormir temprano. Y fue esa misma noche que comenzaron las pesadillas, en realidad, la pesadilla: en el consultorio de mi padre, yo revolvía los armarios, buscaba objetos, cuadernos, y alguna otra cosa. Mi padre, vestido con todo el traje roto me miraba desde la entrada. Yo giraba mi cuerpo, me encontraba con él y quería gritar pero sentía que una mano invisible me abrasaba la garganta. Él no cesaba de mirarme pero de pronto me ordenaba que lo siguiera y entonces iba por el pasillo detrás de él, que se desplazaba a toda velocidad, aunque sin correr. Entonces llegaba a la habitación matrimonial, abría la puerta, se abalanzaba sobre mamá dormida mientras adoptaba la silueta de un anciano. Yo no podía hacer nada para separarlos y mamá se sometía a él, que la violaba brutalmente. Ella me miraba con tristeza mientras lanzaba pequeños gritos ahogados. Mi padre a su vez mantenía su mano amenazante sobre el rostro de mamá. Una vez que llegaba a un orgasmo bestial, se echaba sobre mí y alternativamente me desvestía y me golpeaba. Este sueño horroroso me sigue acompañando hasta ahora. Por supuesto, siempre hay pequeñas variaciones, pero en esencia se mantiene sin cambios. De todos modos, como tantas otras veces, no concluía ahí. Cuando me desperté con mis propios gritos desesperados, tuve ante mí la imagen de mi padre que parado junto a mi cama me ordenaba que debía vengarlo. Con ojos inyectados me recriminaba que todavía no supiera quién lo había matado. Mamá entró y la imagen ya se desvanecía. Cuando llegó hasta mí yo no podía explicarle nada de lo que había visto y soñado y sólo repetía febrilmente “papá”, “papá”. Mi pijama estaba empapado de sudor y no podía dejar de toser. Como mas tarde me contó, mi madre estuvo a punto de llamar a una ambulancia pero se tranquilizó cuando mi respiración se hizo más regular. Durante dos horas no pude hablar una palabra. Y cada vez que tomaba impulso para contarle lo que acababa de vivir entre sueños, rompía a llorar. En un momento mi madre fue a buscarme un vaso de agua y yo no pude reprimir un alarido pues tenía la certeza de que mi padre iba a volver a sentarse delante de mí para repetir la escena. Mamá volvió con el vaso de agua en la mano. Me preguntaba qué había visto, qué había pasado, por qué había vuelto a gritar. Recién a la mañana siguiente pude contarle a mamá que había soñado con “él”. No le conté los detalles del sueño, ya que me daba pudor tener que revelar que mi padre buscaba que lo vengaran. Después de esa noche las pesadillas se repitieron una yo otra vez. Mamá no volvió a dejarme solo, excepto por una tarde, horas antes de volvernos.

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