Cuando ya habían pasado dos meses desde las vacaciones casi no me acordaba de la pesadilla con mi padre. Sin embargo, fue entonces que comencé a tener las primeras alucinaciones. Generalmente las precedía una sensación de peligro, como si un riesgo inminente me acechara en cualquier rincón de la casa. Me dominaba el pánico. Sentía que irremediablemente algo me iba a pasar, algo que me arrancaría de la tranquilidad para conducirme a una zona oscura, abismal. Esos accesos de terror duraban aproximadamente una hora durante la cual mi cuerpo quedaba virtualmente paralizado. En esos casos, cuando yo presentía que el ataque iba a venir me sentaba en una silla y ahí permanecía hasta que se terminara. El ataque significaba la invasión de una corriente ininterrumpida de imágenes horrorosas y sonidos ensordecedores, silbidos malignos, animales con ojos humanos, mezclados con colores brillantes y hedores intolerables. Todo esto se diluía en un instante y entonces aparecía mi padre. Siempre tenía alguna recriminación para hacerme, la mirada severa, y la mayoría de las veces me preguntaba si ya sabía quién lo había asesinado. Con un aire profundo de amenaza me exigía que confesara quién era la persona que lo había matado. Se ocupaba de dejarme bien en claro que él lo sabía perfectamente pero que quería oírlo de mi propia boca. Después me anunciaba las grandes penas que iba a sufrir si me atrevía a desobedecer sus órdenes. Siempre, sin excepción, me daba un fuerte tirón en el pelo para irse con una expresión de furia. Cuando la visión se evaporaba yo permanecía en silencio todavía cinco o diez minutos. Jamás le conté a nadie acerca de ninguna de mis visiones, ni siquiera a mamá. No quería que me creyeran anormal y me llevaran al médico o, en el peor de los casos, a un manicomio, al que yo me figuraba como un lugar repleto de personas preparadas para vejarme y torturarme de las peores maneras. Por eso aunque el terror era descomunal yo prefería soportarlo sin suspirar. Creía equivocadamente que con el correr del tiempo las alucinaciones iban a dejar de atormentarme.
No fue así. Nunca me pude librar del todo de ellas. Aunque no me pasaba muy a menudo, sabía que cada tres o cuatro semanas iba a encontrarme con la imagen perversa de mi padre que tenía siempre preparada una amenaza contra mí. Estas mismas imágenes se repetían de manera idéntica en los sueños, aunque en estos casos mi padre permanecía junto a mí un tiempo más prolongado y yo juntaba el coraje para responderle que mamá y la tía Elisa lo habían matado, ante lo cual él se mostraba escéptico e insistía en que yo debía seguir con la investigación. Poco a poco su presencia se me volvió habitual y aunque nunca dejó de parecerme peligroso poco a poco logré dominarme cada vez que aparecía. Sus exigencias no eran siempre las mismas. A veces se animaba con algunas preguntas. Por ejemplo, qué pensaba hacer cuando terminara el colegio primario o si ya me gustaría tener mi primera experiencia sexual. Yo contestaba como podía, pues aunque era un sueño, sentía mucho pudor de tocar semejantes temas con él. Una imagen se repetía mucho. Yo volvía del colegio y él me esperaba para cenar junto con mamá. La mesa ya estaba servida, aunque todavía no era de noche. Había un montón de platos fríos y mamá me avisaba que ya podía empezar a comer. Mientras comía ambos me recordaban que era mi cumpleaños. Después de eso mamá se esfumaba y me era imposible encontrarla. Yo me desesperaba porque no quería quedar solo con él. Mi padre me miraba, sonreía y me daba un paquete que significaba su regalo de cumpleaños: una caja envuelta en papel de regalo de colores chillones y una cinta roja. Yo rompía con mucho temor el papel, abría la caja y con profundo alivio comprobaba que estaba vacía. Mi padre fingía pedirme disculpas y me decía que se había olvidado de poner el regalo. Entonces metía la mano en el bolsillo de su saco, sacaba la ardilla muerta y me la tendía.
A pesar de mis cuidados para mantener en secreto todas estas vivencias y alucinaciones, mamá comenzó a percibir en mí un estado de hipersensibilidad que se manifestaba ante todo en mi apariencia física. Yo siempre había sido un alumno excepcional y mi rendimiento no se había perjudicado. Pero mamá se daba cuenta que tenía un sueño liviano e inquieto, tardaba mucho para dormirme, me levantaba temprano y comía mucho menos que de costumbre. Yo tenía un cuerpo fuerte y grande que por mi edad anunciaba un desarrollo generoso y por lo tanto no podía dejar de comer bien sin que mis energías se resintiesen. Aunque me negué todo lo que pude mamá concertó una entrevista con el médico que me examinó sin encontrar nada fuera de lo común. Por el contrario, se mostró admirado por mi robustez y vitalidad. Para calmar los ánimos de mi madre me recetó unas vitaminas que servían, según él, para abrir el apetito. Iba a cumplir once años. Aprendía a conocer mi cuerpo y a descubrir mis fantasías.
Una noche mamá salió y yo me quedé solo con Lucía, la mucama. Me fui a dormir a las diez y decidí esperar a mamá despierto. Después de tres o cuatro horas llegó acompañada por un hombre que esperó en el living cuando mamá entró en mi habitación. Yo cerré los ojos y quedé inmóvil. Ella se inclinó sobre mi cama y sentí cómo me cubría la cara de besos. Estuve a punto de abrir los ojos y sonreír para revelar mi juego pero me controlé. Mamá creyó dejarme dormido y yo la entreabrí los ojos para observarla mientras se iba. Después me levanté y me acerqué a la puerta de entrada al living. Veía dos pocillos de café vacíos iluminados por una luz tenue. Evidentemente mamá había movido sólo una de las llaves de luz para generar el clima adecuado. Alcanzaba a oír una charla continua pero apagada. El hombre poseía una voz ronca y segura, reconocible entre mil. Decía cosas que evidentemente a mamá le gustaban, ya que a cada momento dejaba escapar pequeñas carcajadas. De pronto las palabras y las risas fueron reemplazadas por suspiros y frotes de telas. Yo quería escuchar algo más. Durante los diez minutos permanecí pegado a la puerta pero los sonidos eran siempre los mismos. De pronto mamá gimió apagada, sutilmente. Y el hombre exhaló un sonido seco, áspero que se transformó en pocos segundos en una especie de canto afónico. Mamá a su vez transformó sus gemidos en gritos desenfadados. Verlos a los dos era lo que más deseaba en el mundo. Por eso asomé mi cabeza por la puerta entreabierta con la plena conciencia de que me iban a ver. Mamá estaba totalmente desnuda. Sentada sobre el hombre frente a frente, impulsaba su cuerpo en un lento vaivén. Mamá miraba hacia la puerta de entrada y el hombre le daba la espalda. Por la manera en que se habían dispuesto, mamá podía verme pero el hombre no. Y mamá me veía. Pero en ningún momento pensaba en detener su acto sino que me miraba y repetía su vaivén. Es más, creo que mi presencia la trastornó más al punto que llegó inmediatamente el clímax sin quitarme la vista un solo instante. Por su parte el hombre también, pero mamá ya no se ocupaba de él. Yo me fui inmediatamente a mi habitación. Sabía que mamá iba a despedir rápido a su hombre para venir a verme. Y en menos de diez minutos el hombre se había ido y ella estaba acostada junto a mí. Los dos estuvimos callados un buen rato. Mamá no sabía cómo empezar a hablar y a mí no me importaba decir nada. Lo único que quería era tenerla conmigo en mi cama en ese momento. De pronto se animó a preguntarme si me sentía bien y yo asentí con la cabeza. Inmediatamente después dejé escapar un profundo sollozo. Ella me abrazó y lloró conmigo. Mi cuerpo comenzó a vibrar con ligeras convulsiones. Mamá entendía que eran espasmos nerviosos y se dedicó a repasar sus manos seguras sobre mi cuello, mi pecho y mis piernas. En uno de sus masajes palpó azarosamente mi sexo y descubrió que estaba extraordinariamente excitado. Retiró su mano sobresaltada y fingió no advertir nada. Yo no podía parar de llorar y la torpeza de su reacción me consternó todavía más. La empujé y le pedí que me dejara solo. Mamá me pidió por favor que la dejara estar al lado mío. Tomó mis manos y las pasó alrededor de su cuello. Como yo me resistía, una de mis manos fue a parar justo encima de uno de sus senos. Mamá no se había preocupado por ponerse nuevamente el corpiño. Evidentemente se había colocado la camisa para despedir al hombre ronco y había subido directamente a mi habitación. Cuando sintió el contacto de mi mano, mamá no se alarmó. Colocó una de sus manos sobre la mía para retenerla en el lugar. Como observaba que yo no tenía ninguna intención de quitarla, tomó mi otra mano y la colocó sobre su otro seno. Sin decir ni una palabra comenzó a mover mis manos sobre sus pechos. Me preguntó si me gustaba y yo en vez de responder escondí mi cara en la almohada. Mamá largó una carcajada, retiró mis manos y se desabrochó la camisa. Sus grandes senos quedaron al descubierto. Los acercó hacia mí. Sin ninguna indicación yo acerqué mis dedos temblorosos. Mamá tenía una expresión de ternura que jamás le había visto. Era la más bondadosa de las sonrisas y una mirada radiante. Mamá se incorporó para que yo pudiera ver sus senos en toda su desnudez. Yo tendí mis manos hacia ellos y mamá se acercó. Así estuvimos un rato muy largo. Pronto pude ver cómo una luz azulada muy leve se colaba por las rendijas de las persianas. Mamá no dejó de acariciarme en ningún momento. Nunca pude recordar en qué momento ella detuvo su mano sobre mi calzoncillo, introdujo su mano en la bragueta y se apoderó de mi sexo. Lo que nunca olvidé fue su caricia suave, cada vez más firme. Nunca olvidé como me alentaba su voz en el momento del paroxismo. Cuando me desperté era ya el mediodía y mamá me esperaba para almorzar.
4 de mayo de 2011
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