5 de febrero de 2012
Foucault. Poder y derecho. Segunda parte.
Segunda parte
Como ampliaremos más abajo, Foucault afirma contra la teoría jurídico-política de la soberanía que el poder no se da ni se cambia: se ejercita y no existe más que en acto; y contra el marxismo sostiene que el poder es una relación de fuerza: no principal ni fundamentalmente mantenimiento o reproducción de las relaciones de producción. Foucault cree que es necesario liberar el análisis de la cuestión del poder de estas dos variantes de “economicismo” para comprender cabalmente su funcionamiento.
Habíamos observado que con el surgimiento de la idea de infracción constitutiva del derecho feudal, el daño que un individuo provoca a otro lesiona al mismo tiempo el derecho de aquel que invoca la ley, es decir el monarca. En la edad clásica se considera que el delito ataca al soberano de dos maneras: lo ataca personalmente, ya que la ley vale por la voluntad del soberano; y lo ataca físicamente ya que la fuerza de la ley es la fuerza del príncipe. Por lo tanto, el castigo del delito es una réplica directa contra el delincuente por parte del rey. Su intervención implica por un lado la reparación del desorden instaurado por el infractor y por otro la venganza de una afrenta que ha sido hecha a su persona. Estas son dos buenas razones que justifican la existencia del suplicio como castigo. El suplicio es una pena corporal dolorosa y atroz. Es una técnica que produce una cantidad de sufrimiento en el condenado. El suplicio debe ser comprobado por todos como el triunfo de la justicia (el exceso de violencia es uno de los elementos de su gloria). El suplicio desempeña una función jurídico-política. Su objetivo consiste no tanto en restablecer un equilibrio como en poner de manifiesto la omnipotencia del soberano. La ejecución de la pena se realiza para dar el espectáculo del desequilibrio y el exceso que signifiquen una afirmación enfática del poder y de su superioridad intrínseca. La ceremonia del suplicio es aterrorizante con el fin expreso de hacer sensible a todos, sobre el cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano. El suplicio no restablece la justicia, sino que reactiva el poder. La ejecución pública deja en evidencia la victoria sobre aquellos que reduce a la impotencia, los criminales.
A mediados del siglo XVIII se generaliza la protesta contra los suplicios en tanto pena para los delitos. El suplicio descubre la tiranía del poder, la crueldad y el exceso. Reduce a la desesperación a la víctima, ubicándola en una posición vergonzosa. Por lo demás, el suplicio representa un peligro desde el momento en que puede enfrentarse a la violencia del rey la violencia del pueblo, si este decide rebelarse en favor del condenado. Pero, por sobre todas las cosas, quienes emiten las protestas, los reformadores del siglo XVIII, buscan eliminar una mala economía del poder de castigar en la que este se distribuye de una manera desordenada y discontinua. Consideran que con la mecánica de los suplicios, al exceso de los castigos va unida una irregularidad en la penalidad. El exceso de poder se puede observar no sólo en el monarca, sino en la gente que lo rodea, en los jueces, en las jurisdicciones inferiores. En todos los ámbitos la justicia se administra arbitrariamente, formulándose penas demasiado severas o demasiado indulgentes con las consiguientes exageraciones o lagunas. Para los reformadores, la mala economía del poder tiene su fundamento en un exceso central: el sobrepoder monárquico (con la contracara de los ilegalismos populares tolerados). En consecuencia sostienen que la reforma posibilitará una nueva economía del poder bien distribuido en circuitos homogéneos de modo tal que se vuelva más regular, más constante, más eficaz, al mismo tiempo que se disminuirá su costo económico y político. El objetivo de la nueva economía de poder de castigar es hacer del castigo una función regular, coextensiva a toda la sociedad. Se trata no de castigar menos sino mejor, con mayor intensidad. Se trata de introducir el poder de castigar más profundamente en el cuerpo social. (El principio que rige dicha economía consiste en la posibilidad de calcular el poder con un mínimo de dispendio y un máximo de eficacia). Una función fundamental de la nueva economía penal propuesta es hacer entrar en el código todas las infracciones, de manera tal que los ilegalismos de los bienes -que se hacen intolerables para la burguesía naciente que precisa proteger sus materias primas, herramientas y objetos fabricados- puedan ser rigurosamente reprimidos. La reforma del siglo XVIII propone, pues, una nueva tecnología del poder de castigar expresada en el sistema teórico de la ley penal, el cual reposa sobre cuatro principios básicos: 1)la infracción no tiene relación con la falta moral o religiosa. La figura de la infracción supone la existencia de un poder político y la formulación explícita de una ley (la infracción no puede existir si la ley que se infringe no ha sido formulada). 2)La ley positiva no debe retranscribir en términos positivos los contenidos de la ley religiosa, natural o moral. Debe simplemente representar lo que es útil para la sociedad y reprimir lo que es nocivo. 3)El crimen es definido de manera clara y simple como un daño a la sociedad. No debe ser emparentado con el pecado y la falta. 4)El criminal es definido como un enemigo social, como aquel que rompe el pacto que teóricamente había establecido con la sociedad. La nueva tecnología del poder que la reforma penal representa tiene como objetivo lograr que la ley penal sirva para reparar el mal ocasionado por el individuo a la sociedad e impedir que se cometan males semejantes, sea a través de la reincidencia, sea a través de la imitación. Para ello conciben una técnica de los signos punitivos que sea un medio económico, eficaz, generalizable a través de todo el cuerpo social, capaz de cifrar todos los comportamientos y por lo tanto de reducir el campo difuso de los ilegalismos. Esta semiotécnica, que se propone castigar lo suficiente como para impedir, reposa sobre seis reglas:
1) Regla de la cantidad mínima: se debe vincular a la idea de crimen un perjuicio mayor que la ventaja se suponía iba a lograrse al cometerlo. Se trata de lograr que haya mayor interés en evitar la pena que en arriesgar el delito.
2)Regla de la idealidad suficiente: lo que debe llevarse a cabo es la representación de la pena, no su realidad corporal. El cuerpo es más un objeto de representación que un sujeto de sufrimiento.
3)Regla de los efectos laterales: la pena debe obtener su efecto más intenso de aquellos que han cometido la falta.
4)Regla de la certidumbre absoluta: a la idea del delito debe estar asociada como su consecuencia necesaria la de castigo. Para ello, las leyes que definen los delitos deben prescribir también las penas correspondientes de un modo absolutamente claro. Esto significa que el monarca debe renunciar a su derecho de gracia, para que la idea de la pena asociada al delito no quede atenuada por la esperanza de dicha intervención. La esperanza de impunidad quiebra el aparato de las leyes.
5)Regla de la verdad común: la realidad de un hecho vituperable debe ser establecida con toda evidencia según unos medios válidos para todos. Los criterios de verificación del crimen son los mismos que los utilizados para el establecimiento de toda verdad. El juez utiliza la misma razón que todo el mundo (y ya no las formas rituales del complejo inquisitorial).
6)Regla de la especificación óptima: necesidad de reunir, definir y clasificar todas las infracciones y fijar las penas correspondientes para cada una. Se hace imperiosa la necesidad de un código exhaustivo, totalizador, específico y explícito.
En función de estas reglas los reformadores proponen cuatro tipos posibles de castigo: 1)La deportación: sustentada en la idea de que quien se coloca fuera de la legalidad debe ser ubicado fuera del espacio social donde esa legalidad funciona. 2)La exclusión o el aislamiento dentro del espacio moral, psicológico, público constituido por la opinión. Esto implica la invención de mecanismos que provoquen vergüenza y humillación. 3)El trabajo forzado: se obliga a las personas a realizar una actividad útil para el Estado o la sociedad con el objeto de compensar el daño ocasionado. 4)La ley del Talión: para inducir en el individuo repugnancia hacia el crimen cometido se mata a quien mató, se confiscan los bienes de quien robó.
Sin embargo estos proyectos de penalidad concebidos por los reformadores son sustituidos por una pena que casi no había sido tenida en cuenta por los mismos: el encarcelamiento o la prisión. Esta forma de penalidad no pertenece al proyecto teórico de la reforma del siglo XVIII. La prisión surge en el siglo XIX y se generaliza en el curso del mismo como una institución de hecho, casi sin justificación teórica. También la legislación penal sufrirá una profunda inflexión en relación con lo proyectado por los reformadores. Ya no intentará señalar aquello que es socialmente útil, sino que tratará de ajustarse al individuo. De manera cada vez más insistente la penalidad del siglo XIX tiene en vista ya no la defensa general de la sociedad sino el control de las actitudes y el comportamiento de los individuos. No la verificación sobre si lo que hacen está de acuerdo o no con la ley, sino el control sobre aquello que pueden o son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a punto de hacer. Por ende, a partir de ese momento la institución penal no puede estar en manos de un poder autónomo. El control de los individuos no puede ser efectuado por la justicia, sino por una serie de poderes laterales, que existen al margen de la misma: toda una red de instituciones de vigilancia y corrección: la policía para la vigilancia y las instituciones pedagógicas, psiquiátricas, criminológicas, médicas y pedagógicas para la corrección. En el siglo XIX se desarrolla alrededor de la entidad judicial una gigantesca maquinaria de instituciones que encuadrarán al individuo a lo largo de su existencia. Este es el momento en el que se ingresa en la era del control social, de la sociedad de vigilancia cuyo modelo había sido ya esbozado por Jeremías Bentham con su invención del Panóptico.
El panóptico de Bentham es una figura arquitectónica cuyo principio es el siguiente: “en la periferia, una construcción en forma de anillo; en el centro una torre, esta con anchas ventanas que se abren en la cara interior del anillo. La construcción periférica está dividida en celdas, cada una de las cuales atraviesa toda la anchura de la construcción. Tienen dos ventanas, una que da al interior, correspondiente a las ventanas de la torre, y la otra, que da al exterior, permite que la luz atraviese la celda de una parte a otra. Basta entonces situar a un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar. Por el efecto de contraluz, se pueden percibir desde la torre, recortándose perfectamente sobre la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia. Tantos pequeños teatros como celdas, en los que cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible. El dispositivo panóptico dispone unas unidades especiales que permiten ver y reconocer al punto”. (MICHEL FOUCAULT, “VIGILAR Y CASTIGAR” p. 203). Este dispositivo está construido de manera tal que cada individuo que está encerrado en una celda puede ser visto por el vigilante, pero no tiene ninguna posibilidad de contactarse con sus compañeros. Es visto, pero no ve. Es objeto de una información pero nunca sujeto en una comunicación. La multitud, masa compacta de prisioneros, locos, enfermos, niños, obreros, se anula en beneficio de una colección de individualidades separadas. Desde el punto de vista del guardián, es sustituida por una multiplicidad enumerable y controlada. Desde el punto de vista del detenido, por una soledad secuestrada y observada. El mayor efecto del Panóptico consiste en inducir en el detenido un estado conciente y permanente de visibilidad. Y esta conciencia garantiza entonces el funcionamiento automático del poder. El detenido es el portador de una relación de poder en la que se halla inserto. Bentham sienta el principio de que el poder debe ser visible (el detenido tendrá sin cesar ante su propia vista la torre desde donde es espiado) e inverificable (el detenido no sabe jamás en qué momento se lo está observando y siempre tiene conciencia plena de que puede ser observado). El Panóptico disocia la pareja ver-ser visto: en el anillo periférico se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central se ve todo sin ser jamás visto. De esta manera, el poder se automatiza y se desindividualiza: quien está sometido a un campo de visibilidad, y es conciente de ello, hace jugar las relaciones de poder espontáneamente sobre sí mismo, es decir, se convierte en el principio de su propio sometimiento. De suerte que el poder externo tiende a aligerar cada vez más su peso físico. Y cuanto más se acerca al límite de lo incorpóreo, más constantes, profundos y prolongados son sus efectos. El Panóptico puede incluso constituir un aparato de control sobre sus propios mecanismos. Pero el aspecto más importante: el Panóptico no es un modelo cerrado sobre sí mismo, intransferible e ideal. Por el contrario, debe ser comprendido como un esquema generalizable de funcionamiento, como una manera de definir las relaciones de poder con la vida cotidiana de los hombres. El Panóptico es una figura de tecnología política que se puede desprender de todo uso específico. Es un modo de implantación de los cuerpos en el espacio, de distribuirlos en función de una jerarquía, es una manera de disponer los centros y los canales de poder, de definir los instrumentos y los modos de intervención. El esquema panóptico puede utilizarse en las escuelas, los hospitales, los talleres, las prisiones. Es una forma de perfeccionar el ejercicio del poder, ya que reduce el número de los que lo ejercen y aumenta el de aquellos sobre quienes se ejerce. Permite intervenir a cada instante y la presión constante que ejerce actúa aún antes de que las faltas, los errores, los delitos, se cometan. Su fuerza estriba en no intervenir jamás y en ejercerse espontáneamente y sin ruido. El esquema panóptico intensifica los efectos de cualquier aparato de poder: garantiza su economía, su eficacia, su funcionamiento y la automaticidad de sus mecanismos. El panoptismo logra que el ejercicio de poder se filtre sutilmente en las funciones sobre las que influye.
El esquema panóptico está destinado a volverse una función generalizada: su poder de amplificación tiene como objetivo preciso vigorizar las fuerzas sociales (aumentar la producción, desarrollar la economía, difundir la instrucción). El panoptismo es el principio general de una nueva anatomía política cuyo objetivo no son las relaciones de soberanía, sino las relaciones de disciplina. Foucault define la disciplina como “el procedimiento técnico unitario por el cual la fuerza del cuerpo está con el menor gasto reducida como fuerza ‘política’, y maximizada como fuerza útil”. (MICHEL FOUCAULT, “VIGILAR Y CASTIGAR” p.224). Se trata de hacer funcionar las disciplinas de manera difusa, múltiple, polivalente, en el cuerpo social entero. Según Foucault se opera durante la época clásica toda una generalización disciplinaria cuya prueba evidente la constituye la multiplicación de las instituciones de disciplina, con su red que comienza a cubrir una superficie cada vez más amplia y a ocupar un lugar cada vez menos marginal. Pero es el mismo autor quien se ocupa de aclarar que estos fenómenos de extensión de las instituciones disciplinarias no son sino el aspecto más visible de procesos más profundos: 1)La inversión funcional de las disciplinas: si antes se esperaba de ellas que tuvieran un papel negativo (v. gr: neutralización de los peligros, asentamiento de poblaciones agitadas y numerosas) ahora se les pide el desempeño de un papel positivo induciendo en cada uno de los individuos un aumento de la utilidad posible (en el taller, en el ejército, en la escuela). Las disciplinas funcionan cada vez más como técnicas que fabrican individuos útiles. De ahí que se liberen cada vez más de la posición marginal inicial y tiendan a implantarse en los sectores más centrales y productivos de la sociedad. 2) La enjambración de los mecanismos disciplinarios: las disciplinas macizas y compactas tienden a desinstitucionalizarse, a descomponerse en procedimientos flexibles de control, transferibles y adaptables, y los procedimientos disciplinarios tienden a difundirse a partir de focos de control diseminados en la sociedad (v.gr: los mecanismos de control efectuado por grupos religiosos y asociaciones de beneficencia en Inglaterra comienzan a expandirse al resto de la sociedad). Por último: 3) La nacionalización de los mecanismos de disciplina: la policía se transforma en un aparato coextensivo al cuerpo social entero, no sólo por los límites extremos que alcanza sino por las minucias de los detalles de que se ocupa: “el polvo de los acontecimientos, de las acciones, de las conductas, de las opiniones”. El poder de la policía es lo infinitamente pequeño del poder político. Y para ejercerse, este poder necesita apropiarse de instrumentos de vigilancia permanente, exhaustiva, omnipresente, capaz de hacerlo todo visible a condición de volverse invisible. En suma, la policía del siglo XVIII añade a su papel de auxiliar de la justicia en la persecución de criminales una función disciplinaria. Une al poder absoluto del monarca las más pequeñas instancias de poder diseminadas en la sociedad. La policía forma cuerpo con la sociedad de tipo disciplinario mucho más que la instancia judicial.
Las disciplinas en tanto formas de poder no reemplazan a las demás sino que se infiltra en ellas, les sirve de intermediaria, las prolonga y permite conducir los efectos de poder hasta los elementos más sutiles y más lejanos, garantizando así una distribución infinitesimal de las relaciones de poder. Las disciplinas tienen un triple objetivo: 1) Hacer el ejercicio del poder lo menos costoso posible; 2) Hacer que los efectos de poder alcancen su máximo de intensidad y se extiendan lo más lejos posible, sin soluciones de continuidad; 3)Ligar el crecimiento económico del poder con el rendimiento de los aparatos en el interior de los cuales se ejerce. Este triple objetivo responde a una coyuntura histórica en que vienen a coincidir el gran impulso demográfico del siglo XVIII y el crecimiento del aparato de producción de manera cada vez más extensa y compleja. Las disciplinas intentan ajustar la correlación entre ambos fenómenos históricos, instaurando técnicas elementales de poder que permiten acoplar la multiplicidad de los hombres con la multiplicación de los aparatos de producción (no sólo de producción económica, sino también de producción de saber y de aptitudes).
Con la sociedad disciplinaria se instala una nueva mecánica de poder “que se apoya más sobre los cuerpos y sobre lo que estos hacen que sobre la tierra y sus productos. Es una mecánica de poder que permite extraer de los cuerpos tiempo y trabajo más que bienes y riqueza. Es un tipo de poder que se ejerce incesantemente a través de la vigilancia y no de una forma discontinua por medio de sistemas de impuestos y de obligaciones distribuidas en el tiempo; supone más una cuadriculación compacta de coacciones materiales que la existencia física de un soberano; y en fin, se apoya en el principio según el cual una verdadera y específica nueva economía del poder tiene que lograr hacer crecer constantemente las fuerzas sometidas y la fuerza y la eficacia de quien las somete”. (MICHEL FOUCAULT, “MICROFÍSICA DEL PODER” p.149).
Este nuevo tipo de poder, el poder disciplinario, ya no puede transcribirse en los términos de la teoría jurídico-política de la soberanía, ya que por su naturaleza es radicalmente extraño al poder soberano. El poder disciplinario ha sido una herramienta fundamental en la constitución del capitalismo industrial y del tipo de sociedad que le es correlativa. (Por los efectos del poder disciplinario el tiempo de los hombres se ajusta al aparato de producción, este puede utilizar el tiempo de vida, el tiempo de la existencia de los hombres, el cual es llevado al mercado, cambiado por un salario y convertido en tiempo de trabajo). Sin embargo, aunque la teoría de la soberanía ya no puede dar cuenta de las nuevas relaciones de poder, persiste como ideología y como principio organizador de los grandes códigos jurídicos. Foucault sugiere dos hipótesis explicativas de tal persistencia: por un lado de la teoría de la soberanía ha sido en el siglo XVIII y aún en el siglo XIX, un instrumento crítico contra la monarquía y contra los obstáculos que podían oponerse al desarrollo de la sociedad disciplinaria. Pero por otro lado tanto esta teoría de la soberanía como el código centrado en ella permitieron sobreponer a los mecanismos de disciplina un sistema de derecho que ocultaba el funcionamiento de los mismos y garantizaba a cada cual el ejercicio de sus propios derechos soberanos.
La teoría jurídico-política de la soberanía privilegia en su concepción del poder la fuerza de la prohibición: identifica el poder con una ley que dice no. Foucault considera que la teoría que servía para representar la mecánica del poder como derecho del soberano (en la que la noción de represión jugaba un papel fundamental) es ahora totalmente inadecuada para describir la mecánica del poder disciplinario ya que no alcanza a dar cuenta de lo que hay de productivo en el mismo. Se puede observar que la reducción de los procedimientos del poder a la ley de prohibición juega varios papeles importantes:
-permite validar el mismo esquema de poder a cualquier nivel en que uno se sitúe y en cualquier dominio: familia, Estado, relaciones de educación o producción.
-Obliga a pensar el poder únicamente en términos negativos: rechazo, delimitación, barrera, censura. El poder es aquello que dice no. Y todo enfrentamiento con el poder aparece como una transgresión.
-Permite pensar la operación fundamental del poder como un acto de palabras: el enunciado de la ley, el discurso de la prohibición (cuya forma pura consiste en el “no debes”).
Foucault sostiene que haciendo del poder la instancia del no, se está abocado a una doble subjetivación: del lado en que el poder se ejerce es concebido como un Gran Sujeto Absoluto que articula la prohibición; del lado en que el poder se sufre, se tiende igualmente a subjetivarlo determinando el punto en que se efectúa la aceptación o el rechazo de la prohibición, el punto en el que se dice sí o no al poder.
Si el poder no es una mera prohibición, entonces no puede ser identificado con un conjunto de instituciones y aparatos de Estado que aseguran la sujeción de los ciudadanos. Tampoco puede ser asimilado a un modo de sujeción que tiene la forma de la ley o del derecho. No puede ser concebido como un sistema general de dominación ejercida por un grupo sobre otra o una clase sobre otra, y cuyos efectos atravesarían el cuerpo social entero. Por el contrario, Foucault sostiene que el poder es una multiplicidad de relaciones de fuerza inmanentes y propias del dominio en que se ejercen, las cuales son constitutivas de su organización. El poder es el juego de estas relaciones de fuerza, que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las transforma, las refuerza, las invierte. El poder implica los apoyos que estas relaciones de fuerza encuentran unas en otras formando sistemas o cadenas (o, al contrario, los corrimientos o contradicciones que aíslan a unas relaciones de otras). El poder puede, por último, identificarse con las estrategias que tornan efectivas las cadenas de relaciones, estrategias cuyo dibujo general toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales. En otras palabras, el poder se produce a cada momento en todos los puntos o más bien en toda relación de un punto con otro. El poder concebido como foco único y central no es otra cosa que el efecto de conjunto que se dibuja a partir de todas esas movilidades. Foucault afirma la necesidad de ser nominalista: “el poder es un nombre”, el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada. No es ni una institución, ni una estructura, ni una potencia de la que algunos estarían dotados.
Contra la visión economicista del poder de la teoría jurídico-política indicada más arriba, Foucault sostiene que el poder no es algo que se arranca o comparte como una propiedad o un bien. El poder se ejerce a partir de innumerables puntos y en el juego de las relaciones móviles, no igualitarias.
Las relaciones de poder no están en posición de exterioridad respecto de otros tipos de relaciones (económicas, de conocimiento, sexuales) sino que son inmanentes a las mismas. Son a un mismo tiempo efectos inmediatos de particiones, desigualdades, desequilibrios, que se producen y condiciones internas de tales diferenciaciones. No se hallan en simple posición de superestructura. Desempeñan un papel productor dondequiera que actúen.
El poder viene de abajo. Es preciso tener una concepción ascendente del poder. Las relaciones de fuerza que actúan en los aparatos de producción, las familias y las instituciones sirven de soporte a amplios efectos de escisión que recorren todo el cuerpo social. Estos efectos de escisión forman una línea de fuerza general que atraviesa los enfrentamientos locales y los vincula. Las grandes dominaciones son los efectos hegemónicos sostenidos continuamente por todos estos enfrentamientos. Las relaciones de poder son al mismo tiempo intencionales y subjetivas. No hay poder que no se ejerza sin una serie de miras y objetivos, pero esto no significa que el poder resulte de la opción o decisión de un sujeto individual. La racionalidad del poder es la racionalidad de las tácticas que, encadenándose unas con otras, implicándose mutuamente dibujan finalmente dispositivos de conjunto. Son las estrategias las que coordinan dichas tácticas.
Donde hay poder hay resistencia. Las relaciones de poder no pueden existir más que en función de puntos de resistencia, los cuales están presentes por todas partes dentro de la red de poder. Las resistencias constituyen el otro término en las relaciones de poder. Ellas son el irreductible elemento enfrentador y están distribuidas irregularmente en el tiempo y en el espacio. Sus localizaciones móviles y transitorias introducen en la sociedad líneas divisorias que se despliegan rompiendo unidades y suscitando reagrupamientos, abriendo surcos en el interior de los propios individuos, rebanándolos y recomponiéndolos.
La formación del enjambre de los puntos de resistencia surca las estratificaciones sociales y las unidades individuales. Es la codificación estratégica de estos puntos de resistencia lo que torna posible una revolución. Foucault analiza el poder en términos de guerra. Sostiene, invirtiendo el principio de Clausewitz, que la política es la guerra continuada con otros medios, es decir que la política es la corroboración y el mantenimiento del desequilibrio de fuerzas que se manifiesta en la guerra, desequilibrio que es reinscrito constantemente en las instituciones, en el lenguaje, en los cuerpos.
Respecto de las relaciones de saber y poder Foucault señala que entre las estrategias de poder y las técnicas de saber no existe exterioridad alguna. Poder y saber se articulan en el discurso. Esto no significa que se pueda imaginar un universo de discurso dividido entre el discurso aceptado y el excluído, o entre el dominante y el dominado. El discurso no debe ser concebido sino como una multiplicidad de elementos discursivos que pueden actuar en estrategias diferentes. Los discursos no están de una vez por todas sometidos al poder o rebelados contra él. Es necesario admitir un juego complejo e inestable donde el discurso puede ser simultáneamente instrumento y efecto de poder, pero también obstáculo, tope, punto de resistencia y de partida para una estrategia opuesta. El discurso transporta y produce poder; lo refuerza, pero también lo mina, lo torna frágil, lo expone y permite detenerlo. Los discursos son bloques tácticos en el campo de las relaciones de fuerza. Puede haberlos diferentes o contradictorios en el interior de la misma estrategia; por el contrario, también puede circular sin cambiar de forma en estrategias opuestas. De acuerdo con esto es posible entender cómo el poder disciplinario provoca en su funcionamiento el nacimiento de una serie de saberes -del individuo, de normalización, correctivos- que se multiplican induciendo el surgimiento de las ciencias humanas, la constitución del hombre como objeto de ciencia y la consolidación de un tipo absolutamente nuevo de sujeto de conocimiento. El examen disciplinario es para las ciencias humanas lo que la indagación fue para las ciencias empíricas. Pero el examen, a diferencia de la indagación que logró separarse de su modelo jurídico-político, ha quedado muy cerca del poder disciplinario que lo formó. Es aún (y según Foucault, siempre será) una pieza intrínseca de las disciplinas. Las técnicas disciplinarias, aunque parecen haber sufrido una depuración especulativa en el momento de integrarse a ciencias como la psiquiatría y la psicología bajo la forma de interrogatorios, conversaciones, tests, etc. tales técnicas no hacen sino remitir a los individuos de una instancia disciplinaria a otra y reproducen en forma concentrada o formalizada el esquema de poder-saber propio de toda disciplina. El examen, que ha servido de matriz a las ciencias humanas, sigue inscrito en la tecnología disciplinaria.
Héctor Levy-Daniel
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