A la memoria de mi
primo Chiche.
Hay un muchacho muy joven que vive a la vuelta, sobre la
calle Aranguren, a unos treinta metros de Emilio Lamarca, la calle donde está
mi casa. Se llama Carlos y la madre, una señora ya grande, arrugada y miope, es
conocida de mi mamá. Muchas veces las he visto saludarse o conversar. Carlos
tiene una moto, una Siambretta de color gris, con ruedas pequeñas. Es difícil
verlo sin su moto, él y su Siambretta son como un solo cuerpo. Carlos es alto,
morocho y con patillas.
En una ocasión, mi primo Chiche y yo salimos de casa,
caminamos por Emilio Lamarca y doblamos por Aranguren, hacia la calle
Concordia. Mi primo Chiche me lleva unos siete años, es más bien gordo, fuerte,
de pelo crespo y a pesar de su volumen se mueve sin dificultad. Es casi de
noche, aunque todavía no llegó la hora de cenar. Por más que quiero recordar
adónde íbamos, no puedo. No puedo ahora imaginarme por qué estamos mi primo y
yo juntos y solos, por qué salimos de casa, por qué caminamos por esa calle,
adónde nos dirigimos y quién nos está esperando. Sin embargo, tampoco estoy
seguro de que lo supiera entonces. Ya en Aranguren, avanzamos unos treinta
metros. Y entonces sucede: mi primo Chiche observa la moto estacionada sobre la
vereda de enfrente, en la puerta de la casa de Carlos, y se detiene como
fulminado por la idea que se le acaba de ocurrir. No duda. Me dice “esperá acá”
y me ubica en la oscuridad del marco de la puerta de una de las casas. En
realidad, cuando me ordena que lo espere allí lo que en verdad me está diciendo
es: “fijate, mirá lo que voy a hacer”. Yo así lo entiendo. Y me preparo. Mi
pequeño cuerpo de ocho años, o tal vez menos, es fácil de esconder y mi primo cuenta
con eso de manera instintiva. Obedezco sin vacilar. Desde mi refugio a oscuras
lo observo mientras me da la espalda. No alcanzo a imaginar qué es lo que está
preparando. Chiche cruza con decisión hacia donde está estacionada la Siambretta,
la toma por el manubrio y golpea el pedal. La moto se enciende con un estruendo
fenomenal. Mi primo apura tres o cuatro pasos y logra esconderse con gran
habilidad en el marco de una puerta, también amparado por la oscuridad. Sin
embargo, desde mi lugar en la vereda de enfrente puedo sentir la tensión con la
que espera. No puedo creer lo que veo, no entiendo qué es lo que quiere lograr,
no llego a imaginarme cómo se atreve a correr semejante riesgo. Chiche tiene la
cara pegada contra la pared y los ojos pendientes de lo que está por suceder.
En pocos segundos veo que Carlos, el dueño de la moto, vestido con camisa
blanca y pantalón, corre a toda velocidad por el pasillo que lo conduce desde
su casa a la calle. Carlos cruza el umbral y mira con desesperación para un
costado y para otro, no puede controlar su respiración agitada. La calle
Aranguren está totalmente vacía pero sigue tratando de visualizar a alguna
persona. Yo observo la escena desde mi escondite en la vereda de enfrente, no
puedo creer que todo eso esté realmente sucediendo. Sin embargo, en ningún
momento siento miedo. Mi primo está oculto aunque no del todo: su cuerpo se
mantiene en penumbra pero la luz del farol que cuelga sobre la calle a mitad de
cuadra ilumina su cara. Sus dos ojos clavados en la misma dirección, su cuerpo
enorme invadido por la tensión desde la cabeza a los pies, los brazos
frenéticamente pegados al cuerpo. Carlos sigue tratando de desentrañar qué fue
lo que sucedió y se mantiene en medio de la vereda, sin dejar de mirar hacia un
lado o hacia el otro, sin lograr aquietar su tremenda inquietud. Mi primo
Chiche, a menos de un metro, tiene los dos ojos clavados en él, que ni sospecha
su presencia tan cercana. La tensión se vuelve insostenible. Carlos revisa la
moto, vuelve a buscar con la mirada sin ver a nadie. Fascinado, me pregunto si
mi primo está loco ya que se ha ocurrido hacer algo semejante. Toda la
situación me provoca una risa que debo contener con gran esfuerzo. Por fin,
Carlos deja la moto y entra nuevamente en su casa. Chiche se relaja, confirma
con cuidado que Carlos ya se fue, sale de su escondite, cruza la calle, se me
acerca y me dice “vamos”. Como si esto
que acaba de suceder no hubiese sucedido nunca, Chiche y yo seguimos nuestro
camino hacia un lugar que nunca voy a poder saber cuál es.
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