9 de junio de 2014

CUADERNO INFANCIA 64

Una mañana vienen unos vendedores de libros al Colegio Maimónides, donde yo, que todavía no he cumplido los ocho años, acabo de ingresar para cursar tercer grado. Vienen a ofrecer la enciclopedia “Cosmos”. Veo desde la última fila las tapas de los tomos de la enciclopedia que nos muestran y me desespero por tenerlos. Estos visitadores matinales han encontrado un comprador potencial. A la tarde llego entusiasmado a casa y por la noche, durante la cena, le cuento a papá de la visita de los vendedores, le muestro el folleto de la enciclopedia y le pregunto si me la puede comprar. Yo espero una negativa o, en el mejor de los casos, algún tipo de postergación. Sin embargo, para mi total sorpresa y felicidad, papá consiente en comprármela sin oponer ninguna resistencia.
La enciclopedia “Cosmos”, de veinte tomos, me acompaña durante años y me llena de inquietudes. Mientras curso la primaria, a pesar de que mi desempeño en la escuela es bastante pobre, nunca me desanimo a la hora de imaginar un futuro para mí. Mis notas son casi permanentemente bajas, pero nunca pierdo la confianza. La enciclopedia me sirve de refugio y de consuelo, contiene información sobre todo tipo de temas. Gracias a la enciclopedia, yo sueño con ser un científico, y por lo tanto siempre voy a intentar poner en práctica gran parte de los experimentos que figuran allí y que sirven para afianzar los conceptos tratados. Por lo cual, con el tiempo también logro que me compren un microscopio y un juego de química. Mi fantasía específica es ser un químico y un biólogo y no puedo dejar de observar, cada vez que abro uno de los tomos de la enciclopedia, a las celebridades que allí figuran con su retrato, su descubrimiento principal y su fecha de nacimiento y muerte. Los “experimentos” se hacen cada vez más habituales, por lo cual una de mis preocupaciones principales es conseguir tubos de ensayo, que se rompen y deben ser siempre sustituidos por unos nuevos. Por esa razón, voy muy seguido a la farmacia ubicada en la esquina de Avenida Avellaneda y Emilio Lamarca, a poco más de una cuadra de mi casa. Abrir la puerta de esta farmacia es para mí una experiencia que no tiene comparación. El local entero sumergido en sombras solo matizada por una ligera luz que proviene del ventanal que da a la avenida. La obligatoria balanza junto a la entrada. Los olores de una cantidad de drogas mezcladas que dan como resultado un único olor, profundo y embriagador Y el dueño de la farmacia, un hombre bastante joven con una calvicie que comienza a insinuarse y que él disimula como puede con un peinado con raya.
Una tarde, entro en la farmacia y me acerco al mostrador, que está exactamente a la altura de mi pecho. Vengo a realizar mi compra periódica de tubos (que no son del todo buenos, ya que son más frágiles que los demás y las bases no son lo suficientemente cóncavas, pero a mí esos detalles no me interesan). Cuando le pido dos tubos de ensayo, como tantas otras veces, el hombre de la farmacia se decide a sorprenderme: viene con una caja de cartón. Me cuenta que esa caja contiene muchos tubos y que él no me los va a vender más. En otras palabras, a partir de ese momento ya no tengo que volver a la farmacia para comprar tubos ya que él me los va a regalar todos, todos los que están en la caja. Yo lo miro sin entender: no sé si el hombre se está burlando de mí o se volvió loco y está delirando. Vacilo, trato de preguntarle si lo que está diciendo es verdad. El hombre insiste en que son míos y me los puedo llevar en ese mismo momento. Con la condición, claro, de que se los reparta a mis amigos, cada vez que los necesiten.
Salgo de la farmacia con una alegría tan inmensa que apenas puedo respirar. Los tubos son todos míos y ni siquiera tengo que compartirlos, ya que a mis amigos no les interesan ni la química ni los experimentos. Llego a casa y no puedo dejar de mirar los tubos dentro de la caja y agradecerle una y otra vez al farmacéutico por ese gesto tan extraordinario. Los saco de la caja, los cuento: son más de cien. Consigo un enorme trapo que corto en tiras y, para protegerlos, envuelvo cada uno de los tubos con una tira.
Nunca he podido comprender que fue lo que motivó a ese hombre a realizar una acción tan maravillosa, que fue lo que decidió a regalarme todos los tubos. Ahora, a una enorme distancia en el tiempo, tengo la plena certeza de que esa alma buena no buscó otra cosa que la satisfacción de ver feliz al chico que entonces era yo.
Los experimentos de la enciclopedia “Cosmos” y la ilusión de ser un científico ilustre me siguen acompañando a través de toda mi infancia. Pero ya nunca volveré a comprar un tubo de ensayo.

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