No
fue Mariátegui ni el primero ni el único de los pensadores que contribuyó antes
de 1930
a la
introducción del pensamiento marxista en América Latina y a la educación y
organización política de la clase obrera en el marco del socialismo
revolucionario. En Argentina Ponce y Codovilla, en Chile Recabarren, Mella en
Cuba, por dar sólo algunos nombres, actúan en la misma época que el escritor
peruano. Sin embargo, a cien años de su nacimiento, la figura de Mariátegui
conserva su vigencia e incita a hacer una lectura atenta de sus escritos.
Según Alonso Quijano ( José Carlos Mariátegui, Reencuentro y debate, p. XLIV) fue
el peruano quien logró apropiarse del marxismo más profunda y certeramente como
“marco y punto de partida para investigar, conocer, explicar, interpretar y
cambiar una realidad histórica concreta, desde dentro de ella misma”. Mariátegui
logra traducir su ideología marxista al lenguaje de la realidad
peruana para su comprensión y transformación.
Sin embargo, el pensamiento de Mariátegui abreva en
muchas otras fuentes bien diversas y hasta opuestas al marxismo. Este trabajo
tiene como objetivo precisamente definir los marcos dentro de los cuales el
escritor peruano generó un pensamiento marxista propio y original, que nunca se
dejó aprisionar por una supuesta “ortodoxia” esterilizante. Cómo con este mismo
pensamiento fabricado con tan diferentes elementos se dedicó a reflexionar
sobre su propia realidad nacional, penetrando en las capas que él trata como
las más fundamentales de su constitución.
Mariátegui expone desde sus primeras
manifestaciones intelectuales un desprecio profundo por lo que él considera “la
civilización burguesa” y reniega de la
Razón y la
Ciencia , que juzga fundamentales derivaciones intelectuales de
esa civilización. Desde su punto de vista el racionalismo ha conducido a la
humanidad a la convicción de que la
Razón no puede
proporcionarle ningún camino. Mariátegui prefiere reemplazar la “Razón” por la
“razón”. Es aquella la que ha desacreditado a ésta. Es aquella la que ha
extirpado del alma de la civilización burguesa todo vestigio de los antiguos
mitos, dejándola vacía. Y a esto se debe que esta civilización haya caído
en el escepticismo que caracteriza la época postbélica que le toca vivir al
escritor peruano. La
Razón , La
Ciencia constituían
la base fundamental de “la antigua superstición del progreso”.
Desvanecida esa ilusión, la burguesía no encuentra salida. Luego de la
Primera Guerra Mundial,
sin poder evitar semejante aturdimiento, sólo se preocupa por la
“normalización”, que significaría “la vuelta a la vida tranquila, el
desahucio o sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo
de derecha y de izquierda” (José Carlos Mariátegui, Textos Básicos, “Dos
concepciones de la vida”, p.7). Contra esta normalización, Mariátegui
cita nada menos que a Mussolini, quien incita a “vivir peligrosamente”.
El escritor peruano juzga que la esencia de la vida consistía para la
civilización burguesa en el pensamiento. La imposibilidad de este mismo
pensamiento de satisfacer la necesidad de infinito que hay en el hombre
lo condujo al nihilismo y al escepticismo. Pero según su punto de vista,
determinado por las nuevas circunstancias, la vida es mucho más que
pensamiento, es acción, combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe,
y esta es una fe combativa. En los tiempos por los que él transita ya no hay
posibilidad de vivir dulcemente, lo cual constituía el ideal de la sociedad
burguesa prebélica. Por el contrario la vida se manifiesta en toda su plenitud
cuando se toma la decisión de vivirla peligrosamente. Para Mariátegui tanto los
fascistas como los bolcheviques tienen en común la cualidad de concebir su
misión como una empresa épica y heroica y tanto unos como otros dejan
translucir el ejercicio de una voluntad y una fe combativas.
(Posteriormente Mariátegui variará sus puntos de vista respecto del fascismo,
cuando observe que la empresa épica y heroica se transforma en mera acción
policial). Retomando una idea fundamental del sorelismo, sostiene que
sólo el mito podrá satisfacer la necesidad de infinito en el hombre. Para
comprender qué es lo que Mariátegui entiende por mito es conveniente recurrir a
la concepción que el mismo Georges Sorel (que tanta influencia ejerciera
sobre el peruano) tenía de lo que era un mito. Para este autor los mitos
son cuerpos de imágenes que apelan a los sentimientos, no a la razón. Los mitos
son construcciones anticipatorias “que reúnen las tendencias más fuertes de un
pueblo, un partido o una clase y que, además de revelarse al espíritu con la
fuerza de los instintos, en todas las circunstancias vitales dan aspecto de
completa realidad a las esperanzas de acción inmediata por las cuales -con
mucho mayor facilidad que por cualquier otro método- los hombres pueden
reformar sus deseos, sus pasiones y su actividad mental” (Alberto Ciria: George
Sorel, con antología de textos, p.75). Para Sorel el mito es un medio de
obrar sobre el presente. No se debe confundir el mito con la utopía, la cual es
el típico desarrollo de un mecanismo intelectual. El mito se basa, por el
contrario, en una construcción antiintelectual, no susceptible de críticas
articuladas según los métodos racionales de análisis. Según Mariátegui,
la civilización burguesa se encontró a sí misma impedida de operar sobre su
propio presente desde el mismo instante en que constató su carencia de un mito.
Es el mito lo que mueve al hombre en la historia, y sin el mito la
existencia no tiene sentido histórico. ¿Ahora bien, cuál es el mito capaz de
reanimar nuevamente el espíritu de los hombres? Es indispensable encontrar un
nuevo mito y no intentar resucitar mitos pretéritos que estarían de antemano
condenados al fracaso. (Por ejemplo, el fascismo, que cree representar el
espíritu de la
Contrarreforma , así como otros trabajan por un retorno al
Renacimiento y al ideal clásico). Porque si la burguesía se ha vuelto
incrédula, escéptica y nihilista por la falta de un mito, es la fe en un mito
-el mito de la revolución social- lo que más clara y netamente distingue al
proletariado de la burguesía. La fuerza del proletariado, en tanto sujeto
revolucionario, está en su fe, en su pasión, su voluntad. Esta fuerza tiene
como motor al Mito: es por lo tanto una fuerza de índole religiosa,
espiritual. Ahora bien, el gran interrogante es cómo se logra conjugar esta
concepción, en la cual el mito actúa como motor de la acción, y el
marxismo, del cual difícilmente se puede negar un ascendiente vinculado en
mayor o menor medida al racionalismo, a tal punto que Henri de Man, el filósofo
revisionista con el cual Mariátegui polemizará una y otra vez, lo considera un
producto del racionalismo del siglo XIX. Para responder es indispensable
indicar el modo mariateguiano de asumir el marxismo. Mariátegui sostiene que
“el materialismo histórico no es, precisamente el materialismo metafísico o
filosófico, ni es una filosofía de la historia dejada atrás por el progreso
científico. Marx no tenía por qué crear más que un método de interpretación histórica
de la realidad”. Y más adelante cita a Croce, quien afirma que “el
presupuesto del socialismo no es una Filosofía de la
Historia , sino una concepción histórica determinada por las
condiciones presentes de la sociedad y del modo como ésta ha llegado a ellas”.
El marxismo se ocupa concretamente de la sociedad capitalista, pero de ninguna
manera puede juzgársela como una simple teoría científica, ya que su función
primordial consiste en guiar y movilizar a las masas en su acción
revolucionaria. Tenemos pues un método de interpretación histórica y una teoría
científica de la sociedad y de la historia, cuyas funciones no terminan en el simple
acercamiento intelectual a la realidad que nos circunda, sino que sólo
adquieren verdadero sentido cuando sirven para la transformación revolucionaria
de esa misma realidad. (Precisamente el mito en la concepción mariateguiana es
el gozne fundamental que convierte el discurso revolucionario sobre la
transformación en acción concreta). Pero como señala Alonso Quijano (Op. cit.
P.XLV) en el modo de asumir el marxismo de Mariátegui hay también una filosofía
de la historia que está en una tensión no resuelta con aquel método y aquella
teoría de la sociedad. Esta filosofía de la historia posibilita la recepción de
otras vertientes filosóficas que contribuyan a la permanencia y el
fortalecimiento de la acción revolucionaria. El autor peruano juzga necesario completar
la obra de Marx y para ello apela a otras fuentes filosóficas; y propone como
modelo a Sorel, que se animó a reconsiderar el pensamiento revolucionario a la
luz de la filosofía de Bergson. En el movimiento intelectual marxista ninguna
corriente fillosófica ha quedado al margen, todo ha sido aprovechado:
vitalismo, pragmatismo, relativismo. Sin embargo, Mariátegui rechaza sin dudar
el positivismo. Esta escuela filosófica es para él la última y más acabada
expresión del modo de pensar del capitalismo; por lo tanto deben impugnarse
enérgicamente los intentos de asimilación del marxismo al positivismo, tarea
que realizan tanto el revisionista Henri de Man como el líder de la escuela
futurista italiana, Marinetti, quien junta en una misma rama a Marx, Darwin,
Spencer y Comte. Por el contrario, se le debe hacer justicia al marxismo,
observando atentamente que la bancarrota del positivismo no compromete en
absoluto su posición. El marxismo se apoya en la ciencia, pero no en el
cientificismo. Lo cual significa que el marxismo mariateguiano no sostiene una
posición anticientífica, sino que cree que la metodología utilizada en el campo
de las ciencias naturales tiene que remitirse exclusivamente a ese
terreno y no debe tratar de colonizar otros universos de saber. Un modo
eficaz de asimilar el marxismo al positivismo es exageradamente el determinismo
en la concepción materialista de la historia. De ese modo los críticos del
marxismo (entre los que se cuenta el revisionista Henri de Man) se habilitan
para declararlo un producto de la mentalidad mecanicista del siglo XIX. El
rechazo del determinismo que exhibe Mariátegui tiene clara raíz soreliana, lo
cual nos otorga un marco de análisis de las implicancias de tal impugnación.
Una de ellas tiene que ver con el progreso. Cuando el peruano señala las
diferencias que se dibujan entre las concepciones de la vida pre-bélica y
post-bélica, menciona explícitamente a Sorel como aquél que denunciaba las
ilusiones del progreso. La idea del progreso es propia de la democracia gracias
a la cual la burguesía se sentía vivir en un mundo consolidado para siempre,
asegurado contra toda posibilidad de cambios, al tiempo que las masas
socialistas y sindicales se complacían con sus conquistas fáciles y graduales,
“orgullosas de sus cooperativas, de su organización, de sus ‘casas de pueblo’ y
de su burocracia” ((José Carlos Mariátegui, Textos Básicos, “Dos concepciones
de la vida, p.6). La idea de progreso, pues, anula la capacidad de lucha
del proletariado adormeciendo su voluntad, al tiempo que satisface plenamente
las aspiraciones burguesas. Otra de las ideas ligadas directamente al
determinismo tiene que ver con la concepción que sostiene que una sociedad debe
transitar necesariamente por las etapas históricas que estarían prefijadas para
arribar a la forma socialista. De tal modo el capitalismo sería un paso
necesario en la transición al socialismo. Este punto es vital para comprender
la visión mariateguiana de interpretación y transformación de la realidad de su
propio país: Mariátegui rechaza enérgicamente el etapismo y así relativiza el
papel central atribuido al modo de producción capitalista como punto de
referencia central y necesario en la comprensión de la realidad
histórico-social desde una perspectiva totalizadora. Una tercera idea ligada
directamente al determinismo se refiere a la cuestión de cuál es el papel que
se asigna a la economía en el pensamiento mariateguiano. Desde el punto de
vista del escritor peruano, el hecho económico constituye el sustrato o
fundamento de las formaciones histórico-sociales y un planteo que se autodefina
como realista y moderno no puede dejar de tenerlo en cuenta. Pero esto no
autoriza a tratar de clarificar, a través de la economía, la totalidad de un
fenómeno y sus consecuencias. Es decir, se rechazan todos los ensayos
reduccionistas que suponen que los fenómenos socio-políticos son un mero
reflejo de la estructura económica que le sirve de base. Tenemos pues que
antiprogresismo, antietapismo y antieconomicismo confluyen en la misma senda antideterminista
diseñada por Mariátegui. Este afirma que “el marxismo, donde se ha mostrado
revolucionario –vale decir donde ha sido marxismo- no ha obedecido nunca a un
determinismo pasivo y rígido” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos, “El
determinismo marxista”, p.
27) y denuesta a los críticos de la
Revolución Rusa que, asentados sobre
una concepción determinista la señalan como “una tentativa racionalista,
romántica, anti-histórica, de utopistas fanáticos”. El determinismo conlleva el
conformismo, pues se anula en la conciencia socialista la tendencia a forzar la
historia a través de la lucha de clases. Sin embargo, no hay que exagerar desde
nuestro punto de vista los alcances de su oposición al determinismo. Mariátegui
no lo rechaza de plano; más bien lo relativiza, le atribuye límites dentro de
los cuales hace su aparición la acción revolucionaria. Por eso, para terminar
de definir cómo es que se concibe el determinismo nada mejor que considerar
como contrapartida la voluntad socialista. Y aquí arribamos a la cuestión de
cuál es el papel que se le asigna a la voluntad en el proceso revolucionario.
Mariátegui cita a Adriano Tilgher, quien afirma que tal voluntad “no se agita
en el vacío, no prescinde de la situación existente, no se ilusiona de mudarla
con llamamiento al buen corazón de los hombres, sino que se adhiere sólidamente
a la realidad histórica, mas no resignándose pasivamente a ella”. ” (José
Carlos Mariátegui: Textos
básicos, “El determinismo marxista”, p.
28). Es decir, la voluntad verdaderamente socialista no espera que los
acontecimientos se produzcan (como quien espera la gestación de algún hecho
natural, físico o biológico), sino que trata de forzar el orden dado de las
cosas para generar hechos nuevos. En síntesis, el socialismo tiene un fondo
determinista (pues necesariamente tiene que tratar con la realidad): éste es el
aspecto que los críticos del marxismo más han subrayado, ya que de tal manera
se facilita su asimilación al positivismo y su posterior rechazo. Pero
Mariátegui resalta sobre todo el carácter voluntarista del socialismo, el que
según su punto de vista la crítica no ha terminado de comprender. Si se observa
el desarrollo del movimiento proletario desde los orígenes de la
Primera Internacional hasta la
Revolución Rusa , se advierte en ese proceso que “cada acto del
marxismo tiene un acento de fe, de voluntad, de creación heroica y creadora,
cuyo impulso sería absurdo buscar en un mediocre y pasivo sentimiento
determinista” ” (José Carlos Mariátegui: Textos
básicos, “El determinismo marxista”, p.
28). Sin embargo, valorar el papel de la voluntad en el proceso revolucionario
no significa de ningún modo reivindicar el romanticismos y el utopismo propio
de la concepción paradisíaca rousseauniana. El proletariado no debe renegar de
la obra realizada por el capitalismo, sino que percibiendo el agotamiento y la
decadencia de la clase burguesa (la cual ha dejado de ser una fuerza de
progreso y de cultura), debe sucederla en la empresa civilizadora. El marxismo
no tiene sino un objetivo histórico fundamental al cual subordina todas las
estrategias y todas las luchas llevadas adelante por el proletariado: la
construcción de la sociedad nueva, la sociedad socialista. No se preocupa por
especulaciones altruistas y filantrópicas que nada tienen que ver con la
edificación de aquel orden social superior. No atiende necesidades
meramente subjetivas; su tarea tiene que ver con la modificación objetiva del
orden de cosas establecido. Para Mariátegui el socialismo ético, humanitario,
que se trata de oponer al socialismo marxista no es otra cosa que el ejercicio
lírico de una burguesía fatigada y decadente. Esto no habilita a sus críticos
para hablar de una supuesta anti-eticidad del marxismo. Por el contrario, como
sostiene Croce “…es evidente que la idealidad y lo absoluto de la moral, en el
sentido filosófico de tales palabras, son presupuesto necesario del socialismo.
¿No es, acaso, un interés moral o social, como se quiere decir, el interés que
nos mueve a construir un concepto de sobrevalor? (” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos, “Ética y socialismo”, p. 21). La función ética del
socialismo debe ser buscada en “…la creación de una moral de productores del
propio proceso de la lucha anticapitalista”. La moral de productores (la idea
es una vez más de Sorel) se forma en la lucha de clases librada con ánimo
heroico, con voluntad apasionada. Y es en esta lucha donde hay que buscar el
sentimiento ético del socialismo, no en los sindicatos aburguesados cuyos
trabajadores están satisfechos de su bienestar material, ni en los grupos
parlamentarios, asimilados al espíritu del enemigo al que combaten con
discursos y mociones. Como señala Gobetti, en la fábrica el individuo se
acostumbra a sentirse parte de un proceso del cual es al mismo tiempo parte imprescindible
e insuficiente. La fábrica es la mejor escuela de orgullo y humildad, de
autoestima y solidaridad. El materialismo marxista, pues, contra quienes desde
una posición crítica le niegan aptitudes para producir grandes valores
espirituales, compendia todas las posibilidades de ascensión moral, espiritual
y filosófica. Hasta aquí hemos intentado mostrar la manera en que Mariátegui
elabora su particular concepción de la teoría marxista, contando con los
elementos de su propia formación intelectual. Sin embargo, hace un uso concreto
de esa teoría: la utiliza para pensar la realidad de su propio país. Y para
ello juzga imprescindible examinar la estructura económica que constituye la
base explicativa a la que debe remitir la consideración de los fenómenos
históricos. Es preciso aclarar que en ningún momento Mariátegui cae en un
reduccionismo economicista. Pero, en tanto marxista, no se el escapa la
importancia del hecho económico como razón de la realidad histórica.
Sólo a través de esta fusión constituyente del
sujeto revolucionario podrá concebirse la construcción del socialismo, sólo a
través del socialismo podrá pensarse la transformación del Perú en una nación
verdaderamente orgánica. Señala Mariátegui (”Siete ensayos…”, p.134): “La unidad peruana está
por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y convivencia,
dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados
o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo,
porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o
regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la
invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha
conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla”.
Héctor Levy-Daniel
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