Uno de los puntos de la teoría épica que con mayor énfasis puede reivindicarse actualmente es el que se refiere a la impugnación del teatro de ilusión. Ante todo se sabe que hay un teatro que ha tenido un profundo arraigo a lo largo del siglo XX, que trabaja fundamentalmente con el objetivo de producir una ilusión sobre el escenario y que para ello tiene reprimir la conciencia de ser teatro. En otras palabras, debe fingir que los límites entre la escena y realidad no existen y que la calidad ontológica de lo que la escena representa y la calidad ontológica de realidad cotidiana son una y la misma. De alguna manera la actitud impugnadora de la ilusión sostenida por el teatro épico significa para mí la ocasión para desarrollar brevemente mi visión del teatro como metáfora.
Meyerhold impugna el teatro de ilusión con el argumento de que lo dice todo y no deja nada librado a la imaginación. De esta manera el teatro se transforma en mera ilustración de las palabras del autor. Pero para Meyerhold el teatro no debe buscar la ilustración de una cosa, sea ésta cual fuere. Por el contrario, el auténtico hombre de teatro se mueve en un solo universo, el del espacio escénico. Y nunca crea un mundo que no sea inaceptable fuera de este espacio. En esta dirección, contraria al teatro de ilusión, y siguiendo a Sartre (1979) podemos sostener que la representación es una desrealización: la representación dramática tiene un carácter perfectamente ilusorio, irreal. O, para expresarlo mejor, de una realidad gobernada por un tiempo y un espacio propios, que nada tienen que ver con el espacio y el tiempo cotidianos. La representación escénica debe asumir su calidad ontológica particular, debe explotarse a sí misma hasta las últimas consecuencias como negación de la realidad cotidiana y no como imitación de la misma. En este sentido, de lo que se trata es, no de afirmar una continuidad entre realidad y representación, como propone el naturalismo, sino precisamente de reconocer los límites que existen entre ambas, y de poner tales límites al servicio del artista. De tal modo, el espacio, el tiempo, los gestos, aparecen como condiciones sin las cuales no puede haber teatro. Son los límites más allá de los cuales el teatro no puede ir. Y por lo tanto la tarea del hombre de teatro reside en darle a estas condiciones un tratamiento tal que las diferencie de las condiciones de la realidad cotidiana y multiplique así sus posibilidades: el espacio, el tiempo, los gestos, tienen que ser asumidos como límites y ser convertidos en espacio teatral, tiempo teatral, gestos teatrales que pueden ahora ser explotados por nosotros en múltiples sentidos para conformar el contexto de una realidad de jerarquía ontológica diferente, con reglas propias: la realidad de la representación. A partir de ahora ya no importa cuánto se parece una figura escénica a una figura real, sino cuán coherente es el contexto en el que la figura escénica se desarrolla, independientemente de cualquier referencia a la realidad cotidiana. La generación de una realidad autónoma, con cualidades propias, que se gobierne de acuerdo con sus propios cánones es una de mis obsesiones como dramaturgo y director. Y creo que de los cánones que sirven para constituir la materia escénica, aquél que debe considerarse en primera instancia como condición de posibilidad de toda la nueva realidad que se desea obtener es el del tiempo. Creo que el tiempo es la coordenada básica y no hay ninguna posibilidad de generar una realidad teatral autosuficiente sin examinar, manipular, modificar tal coordenada. El gran problema de la dramaturgia del texto y de la dirección reside en ejecutar en escena ese tiempo de naturaleza particular que late a través de toda la sustancia de la obra teatral. Creo que en todas mis obras me he preocupado de dar un tratamiento específico al tiempo como modo de ordenar la materia escénica de modo diverso al de la realidad cotidiana. Por ejemplo, ya en mi obra “Rommer, los últimos crímenes”(estrenada en 1994 en el Teatro Arte Belgrano de Buenos Aires) utilicé un tiempo ficcional, que me permitía no sólo recorrer grandes tramos de tiempo en contados minutos reales (en el prólogo, que no tiene una duración real de más de siete minutos, transcurren veinte años durante los cuales se modifica el vínculo entre Juliana y su falso padre, un represor que se la apropió ilegítimamente) sino que hacía posible la inclusión en el relato de hechos y espacios que generaban un contexto bien diferente del de la realidad cotidiana (la guerra civil, el prostíbulo unido a un laboratorio del que las prostitutas no sospechan la existencia).
Pero aunque la realidad de la obra así obtenida tiene un modo de ser bien diferente a la de la realidad cotidiana, de ninguna manera corta sus lazos sino que siempre de algún modo se refiere a ésta. Esto no significa que la obra sea un reflejo de la realidad: no cumple el papel de un espejo que se ocupa de detectar y registrar los detalles más insignificantes para incluirlos dentro de sí. La obra es metáfora, en el sentido utilizado por Max Black, quien la define como filtro que suprime algunos detalles de la realidad y acentúa otros: de tal modo permite que se preste atención exclusivamente a aquello que la metáfora quiere mostrar e impide que el interés se disperse en otros matices que para el caso son irrelevantes. La metáfora así entendida organiza de otro modo nuestra visión de la realidad.[1] Y por lo tanto, si teatro es metáfora, entonces también se puede afirmar que el teatro selecciona y organiza nuestra visión de la realidad de acuerdo con sus propios cánones.
Por lo tanto tenemos que a la concepción ilusionista del teatro podemos oponer la de la obra teatral como ente de cualidades ontológicas bien diferentes a las de la realidad cotidiana que en tanto metáfora selecciona y organiza nuestra percepción de la realidad de acuerdo con sus propios reglas.
Otra de las herramientas básicas del teatro épico que he tenido posibilidad de aplicar en mi práctica teatral es el de la interrupción. Independientemente del problema de la pretensión brechtiana de provocar o no el asombro como efecto dramático, creo que actualmente el procedimiento de la interrupción tal como opera en el teatro épico es un recurso fundamental para la constitución de una realidad escénica que traicione el criterio de correspondencia con la realidad cotidiana y se rija por reglas propias. Mi experiencia en el manejo del recurso de la interrupción, tanto en el terreno de la dramaturgia del texto como en la de la dirección, invariablemente me ha dado como resultado una relación fragmentada, no lineal, que me permitían el manejo de tiempos y espacios paralelos como así también el tratamiento de acciones simultáneas, las cuales podían confluir en una acción única predominante o permanecer disociadas. En mi obra “Memorias de Praga” (estrenada en 1997 en el Centro Cultural San Martín de Buenos Aires) el recurso de la interrupción permitía al personaje Tomás transitar continuamente entre la Praga de los años 1938-39 y la Argentina actual. Aunque la interrupción producía necesariamente una serie sucesiva de escenas que tenían lugar en diferentes espacios y tiempos, el efecto percibido por el espectador era el de simultaneidad de esos tiempos y esos espacios: es decir, Tomás viviendo al mismo tiempo en la Praga anterior a la segunda guerra y en la Buenos Aires contemporánea. De la misma manera, en mi proyectada puesta de mi obra “El usurpador”, (basada en algunos hechos de la vida del impostor Arthur Orton, a estrenarse en el teatro IFT de Buenos Aires en octubre de este año), el recurso de la interrupción y de la figura de dos narradores me permite, además de trabajar varios personajes con pocos actores, realizar múltiples pasajes en el tiempo y en el espacio, de modo tal que aunque la acción-eje transcurre dentro de un tribunal, se puede seguir el recorrido del protagonista tanto a través de su infancia como de su propio presente.
Pero un ejemplo del uso radicalizado de la interrupción en un texto post-brechtiano es el de “Máquina Hamlet” de Heiner Müller. En los seminarios dictado por Dieter Welke sobre el “El rol del dramaturgista”[2] y “Distintas etapas en el trabajo dramatúrgico”[3] éste sostuvo que el uso de la interrupción en la escritura, de la fragmentación en “Máquina Hamlet” era para su autor una manera de expresar la situación en la que Hamlet se encuentra, que es la de una contradicción lo más aguda posible. Pero al mismo tiempo, dado que para Heiner Müller en la forma está incluido el sentido (“Function follows form”) la fragmentación como forma en ese texto constituía una manera de expresar la desintegración, la destrucción de la continuidad en la historia alemana del siglo XX.
“Function follows form”: esto quiere decir que la fragmentación tiene en “Máquina Hamlet” por un lado un sentido interno al texto, que sirve para expresar las contradicciones en medio de las cuales se encuentra Hamlet, y por otro lado un sentido externo que intenta expresar a través de la forma del texto la naturaleza propia de la realidad histórica del siglo XX. Welke sostiene que incluso el hecho de no concluir, de no tener un final definido, puede ser la forma de un texto, que adquiere entonces la forma de un puro fragmento.(Lo cual equivale a uso del procedimiento de interrupción llevado hasta los últimos límites).
Según Welke, la de Müller es esencialmente una estética de la fragmentación, en la cual el fragmento, como percepción de una discontinuidad, significa una experiencia fundamental relacionada con la percepción del proceso histórico. Debido a eso Welke se preocupa de prevenir sobre los riesgos que implica la utilización del fragmento como algo puramente formal sin relación con el contenido (“el fragmento por el fragmento mismo”), lo cual equivaldría a una posición meramente esteticista. Un ejemplo de esto sería, según Welke, la puesta en escena de “Máquina Hamlet” realizada por Bob Wilson. Para Müller la fragmentariedad constituye la forma adecuada a los tiempos que se viven y la tarea del dramaturgo reside en investigar cuál es la fuente de la que se alimenta lo fragmentario y la destrucción de la coherencia. Supongo que una de las más fascinantes tareas que debemos encarar los teatristas argentinos sería la de intentar aplicar estos mismos interrogantes a nuestra propia realidad para reflexionar sobre qué tipo de discontinuidad atraviesa la realidad histórica argentina -no sólo en el siglo XX y el que viene, sino también en el siglo XIX- y de qué modo puede el teatro expresar tal discontinuidad para lograr un teatro que adquiera, además de otro tipo de significaciones, una significación política.
Respecto del trabajo del actor también podemos seguir a Heiner Müller en la versión de Welke para reflexionar sobre el modo en que puede concebirse el empleo de la interrupción en la dramaturgia actoral y así investigar un lenguaje diverso del dominante, que habilite al actor para desafiar los códigos actorales tradicionales. Según Welke, lo que Heiner Müller plantea (siguiendo a Brecht) es que el actor no represente al personaje sino que “lo diga”. Müller retoma la práctica brechtiana por medio de la cual el actor al mismo tiempo se transforma en personaje y muestra al personaje. El actor debe encontrar todas las situaciones a las que se refiere el texto (por ejemplo, qué sucede en el cuerpo de Ofelia en cada situación) y en el mismo texto encontrar la actitud que corresponde en cada parlamento. Cada texto es portador de rasgos o marcas que el actor debe tener en cuenta al abordarlo. Müller sostiene que el texto, que es más inteligente que su autor, se nos presenta como un dispositivo que incluye una multitud de sentidos que su propio autor desconoce. Se enfrenta así al sujeto como objeto pleno de sentidos desconocidos. Tomar una actitud frente al texto es para Müller (que en este punto sigue a Brecht rigurosamente) una actitud vital esencial, no solamente estética. Después de haber recorrido todas las marcas hallables en el texto, al actor todavía le resta la tarea de considerar la doble actitud que implica el trabajo actoral: la actitud del personaje frente a la situación y la del actor frente al personaje. Este actor, como el de Brecht, también debe mostrar que es capaz de pensar y debe reservarse el poder de salir artísticamente de su papel. Y por lo tanto también para él es inútil el procedimiento de la identificación.
Para terminar, creo que además de los dos elementos de la teoría épica referidos que a mi entender tienen significación para la praxis teatral actual (impugnación del teatro de ilusión y procedimiento de la interrupción), vale la pena reivindicar la actitud brechtiana sostenida, como vimos, con matices, de lograr un teatro entretenido, sin que esto signifique concebir un teatro que sea mero pasatiempo sino que tenga como principio fundamental apelar a todos los recursos posibles para generar productos de valor y al mismo tiempo mantener el interés del espectador.
BIBLIOGRAFÍA
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BENJAMIN, W., 1975 Tentativas sobre Brecht, Traducción de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus.
BLACK, M., 1966. ,Modelos y metáforas, Traducción de Víctor Sánchez de Zavala, Madrid, Tecnos.
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WILLETT, J., 1963, El teatro de Bertolt Brecht, Traducción de León Mirlas Bs As, Compañía General Fabril Editora.
[1] La metáfora tal como la concibe Max Black (1966, 55) “exige que
el lector utilice un sistema de implicaciones (ya sea de ‘lugares comunes’ o un
sistema especial establecido con vistas a la finalidad del caso) como medio de
seleccionar, acentuar y organizar las relaciones en un campo distinto; y este
empleo de un ‘asunto subsidiario’ para ayudar en la penetración del ‘asunto
principal’ es una operación intelectual peculiar que reclama que nos demos
cuenta simultáneamente de los dos asuntos, pero que no es reductible a
comparación alguna entre ellos.”
[2] 2 y 3 de noviembre de 1998 en el teatro El callejón de los
deseos, de Buenos Aires.
[3] 5 y 6 de noviembre de 1998 en el marco de las IV Jornadas de
Teatro Comparado, dedicadas a Heiner Müller/ Bernard-Marie Koltès, que tuvieron
lugar en el Centro Cultural Ricardo Rojas.
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