En las primeras páginas de Más allá del bien y del mal, Nietzsche afirma que los metafísicos de todos
los tiempos se caracterizan por
la imposibilidad de concebir que una cosa podría surgir de su antítesis (por
ejemplo, la verdad, del error, la voluntad de verdad, de la voluntad de
engaño). Para estos metafísicos es preciso que las cosas de sumo valor tengan
un origen distinto, propio: “En el seno del ser, en lo no pasajero, en el Dios
oculto, en la ‘cosa en sí’ -ahí es
donde tiene que estar su fundamento, y en ninguna otra parte!”. Este modo de
juzgar constituye para Nietzsche el prejuicio típico por el cual se puede
reconocer a un metafísico de un tiempo cualquiera. “Esta especie de
valoraciones se encuentra en el trasfondo de todos sus procedimientos lógicos;
partiendo de este ‘creer’ suyo se esfuerzan por obtener su ‘saber’, algo que al
final es bautizado con el solemne nombre de ‘la verdad’. La creencia básica de
los metafísicos es la creencia en la antítesis de los valores".
Pero Nietzsche pone en duda la existencia de
antítesis y considera a las valoraciones de los metafísicos como meras
estimaciones superficiales, provisionales. Y aunque reconoce el valor de lo
verdadero y desinteresado, considera sin embargo que es necesario atribuirle “a
la apariencia, a la voluntad de engaño, al egoísmo y a la concupiscencia un
valor más elevado o más fundamental para toda vida.”
Por esta razón, para Nietzsche, el nuevo filósofo
que surge en el horizonte es aquel capaz de percibir que lo que constituye el
valor de aquellas cosas buenas y veneradas consiste en el hecho de “hallarse
emparentadas, vinculadas, entreveradas de manera insidiosa con estas cosas
malas, aparentemente antitéticas, y quizá en ser idénticas esencialmente a
ellas.”
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