Ah, escuche, le diré algo que no debería de decir porque
nadie lo creerá, pero el éxito no es un placer para mí. Me alegra poder vivir
de lo que escribo, así que tengo que soportar el aspecto crítico y popular del
éxito. Pero como hombre era más feliz cuando era desconocido. Mucho más feliz.
Ahora no puedo ir a Latinoamérica o a España sin que me reconozcan cada diez
metros, y los autógrafos, los abrazos… Es muy conmovedor, porque con frecuencia
se trata de lectores muy jóvenes. Me alegra que les guste lo que hago, pero es
terriblemente perturbador para mí en cuanto a la intimidad. No puedo ir a una
playa de Europa, porque en cinco minutos hay un fotógrafo. Tengo un aspecto
físico que no puedo disfrazar; si fuera bajo podría ponerme anteojos de sol,
pero con mi estatura, mis largos brazos y todo eso, ellos me descubren desde
lejos. Por otra parte, también hay cosas bellas: hace un mes estaba en
Barcelona, caminando una noche por el barrio gótico, y había una chica
norteamericana, muy bonita, que tocaba la guitarra y cantaba. Estaba sentada en
el suelo y cantaba para ganarse la vida. Cantaba un poco como Joan Baez, con
una voz muy pura, clara. Había un grupo de jóvenes de Barcelona escuchándola.
Yo me detuve a escucharla, pero permanecí en la sombra. En un momento, uno de los jóvenes, que tendría
más o menos veinte años, y era muy joven y apuesto, se acercó a mí. Tenía una
torta en la mano. Me dijo: “Julio, toma un pedazo”. Así que yo tomé un pedazo y
me lo comí, y le dije: “Muchas gracias por acercarte y convidarme”. Él me dijo:
“Pero escucha, te di muy poco comparado
con lo que tú me diste a mí”. Yo le dije: “No digas eso, no digas eso”, Y nos
abrazamos y él se alejó. Bien, cosas como ésas son las mejores recompensas de
mi trabajo como escritor. Que un muchacho o una chica se acerquen a hablarme y
ofrecerme un pedazo de torta, es maravilloso. Así vale la pena el trabajo de
escribir.
Entrevistado por
Jason Weiss, 1983 para The Paris Review.
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