
Ya es de noche, casi la hora de comer, y todavía estoy en la casa de
Yuly a unos treinta o cuarenta metros de mi propia casa, sobre la calle Emilio
Lamarca. La casa de Yuly es también la de su hermano Miguel Ángel, el mejor
amigo de mi hermano Eduardo. Morocho de pelo lacio y flequillo, Yuli es más
grande que yo, me lleva dos o tres años, por lo menos. Los dos estamos en el
patio, apenas iluminado por una o dos lámparas amarillentas, jugando a las
figuritas. Jugamos a la tapadita, al puchero, pero sobre todo al espejito. El
espejito consiste en una o varias figuritas apoyadas de forma vertical contra la
pared y gana quien logra la suficiente puntería para derribarlas con otra de
las figuritas. Yuly y yo tenemos un montón en los bolsillos pero estos se van
vaciando a medida que intentamos, sin éxito, derribar el último
espejito. En algún momento nuestros bolsillos están totalmente vacíos, el
espejito queda cercado por una cantidad enorme de figuritas y estamos
obligados, para tirar cada vez, a recoger una del piso. Quien logre derribarlo va a quedar con todas las otras que la rodean,
por lo cual la tensión se hace intolerable. Aunque siempre me apasionó jugar a
las figuritas jamás me consideré un gran jugador. Sin embargo, esa noche, poco
antes de que llegue la hora de la cena, en el patio de Yuly, recojo una de las
figuritas del piso, hago mi tiro y derribo por fin el espejito. Grito de
alegría, me arrojo al suelo y abarco todas las figuritas con ambos brazos. Las
junto y formo varios pilones que me meto en el bolsillo, mientras Yuly me pide
por favor que no me vaya, que le dé otra oportunidad. Yo le pregunto de qué
manera le voy a dar otra oportunidad si acaba de perder hasta la última
figurita y no tiene con qué jugar. Yuly me contesta que yo tengo que prestarle.
Me insiste y me insiste y yo, en lugar de volver corriendo a casa con los
bolsillos repletos, no tengo mejor idea que darle lo que me pide, unas
figuritas prestadas. Todo vuelve a comenzar y la sesión de figuritas se torna
ahora rápida, vertiginosa, tanto que en diez o quince minutos ya no me queda
nada de lo que gané porque ahora el que tiene llenos los bolsillos es Yuly. Me
voy vencido y recorro angustiado el largo pasillo sin techo que va desde la
puerta de su casa hasta la puerta que da a la calle. Cuando llego a casa ya no
puedo contener semejante angustia, me largo a llorar y explico lo que me acaba
de suceder. Papá, para consolarme, le resta importancia y me da plata para que
compre cinco paquetes de figuritas. Pero ni una caja entera de paquetes puede
disolver mi sensación de derrota, nada puede distraerme de la idea de que tuve
la gloria en las manos y dejé que me la arrebataran. En cuanto a figuritas,
nunca vuelvo encontrar una oportunidad como ésa.