El: me pediste que te esperara en el bar. Me dijiste que tal vez tardabas, que tal vez te demorabas y a mí no me importó. Lo único que quería era verte y si para verte tenía que esperarte, iba a estar en el bar todo lo que hiciera falta. Todavía recuerdo el momento en que entré al bar, todavía no eran las siete de esa tarde de invierno pero ya se había hecho muy de noche por lo cual ya estaban encendidas todas las luces y sentado al lado del ventanal enorme a través del cual esperaba verte venir me pedí un café y un coñac que fui haciendo durar hasta que se terminó y tuve que pedir otro. Eran las ocho y no habías llegado y me moría por saber dónde estabas, cuánto más ibas a tardar, quería llamarte y muchas veces marqué tu número desde mi celular pero siempre pude cortar antes que empezara a sonarte. A las ocho y media iba ya por el tercer coñac y a las nueve recién apareciste, te vi llegar a través del ventanal y estudié tu cara para tratar de adivinar cómo estabas, qué pensabas, qué era lo que me ibas a decir. Sentía que detrás de la bruma con que el coñac me había rodeado te podía estudiar mejor que nunca, podía detectar aquello que tal vez ni vos misma sabías, de pronto se me ocurrió, cuando te vi a través del ventanal enorme, que me obligaste a esperar tres horas y sin embargo no habías decidido nada y eso me puso casi contento, me dio esperanza, porque cuando me senté a la mesa estaba seguro que esa noche iba a ser la última. Te vi atravesar la puerta y girar la cabeza para encontrarme, tuve el impulso de levantar la mano para que me vieras pero enseguida me contuve para no mostrarte toda la angustia y la expectativa que me estaban sacudiendo por dentro. Aunque sin verte podía presentir cómo te acercabas con paso firme y sin apuro, solamente levanté la cabeza y lo primero que me encontré fue tu sonrisa, que se me apareció como un veredicto: al menos esa no iba a ser la última noche. Pero no me saludaste, ni me diste un beso en la mejilla. Te sentaste, tomaste entre tus dos manos mi tercera copa de coñac y bebiste un sorbo. Sonreí y vos me viste sonreír pero seguiste sin hablar. Fue en ese momento que dije “¿y entonces?” y vos: “Quiere que nos vayamos de viaje pero le dije que no, que ahora no”. Y fui yo ahora el que tomó la copa en una mano y bebió un sorbo enorme hasta que casi no quedó nada. Y entonces, tal vez por efecto de tanto coñac , todo me empezó a dar vueltas. Y así fue que te vi poner tu cara entre tus manos, sonreír con tristeza y decir “sabe de nosotros, sabe que en este mismo momento estoy acá con vos, no se lo dije, pero él me dejó claro cuando me iba, que sabía que lo dejaba para encontrarme con vos, pero no le importa, dice que no quiere perderme”. Y te pregunté si entonces no lo ibas a dejar y me dijiste que no y otra vez todo empezó a dar vueltas y te pregunté si me ibas a dejar a mí y también me dijiste que no. Y quise saber cómo se iba a solucionar eso y vos: “no tiene solución”. Te ofrecí algo para tomar y me dijiste que lo único que querías era salir de ahí, caminar por la calle en esa noche ya con estrellas que se estaba poniendo helada. Y así fue que pagué y salimos los dos, con mi mareo te oía reírte a carcajadas, tu risa me venía como filtrada por una distancia infinita y me costaba reírme a mí también, me conformaba con escucharte reír, con cada carcajada tu aliento se convertía en vapor en el aire helado. Caminamos sin dirección unas diez cuadras, buscábamos los dos lo mismo pero sin atrevernos a decirlo. De pronto nos encontramos con una puerta doble de un hotel, nos detuvimos y nos miramos sin siquiera sonreír. Tomaste el picaporte y empujaste la puerta sin mirarme, te seguí y en poco tiempo estábamos dentro de la habitación, desnudos, me pediste que te penetrara sin ningún tipo de prólogo, lo entendí, era cuestión de estar fundidos, casi no quería moverme, quería que el tiempo se detuviera en ese presente inesperado, así estuvimos unidos sobre esa cama cómoda y simple hasta que el teléfono sonó y la voz aguda de una mujer me indicó que había llegado la hora de irnos. Nos vestimos lentamente mientras te preguntaba qué iba a ser de nosotros, fue entonces que por primera vez te declaré que te necesitaba, que no te quería perder de ninguna manera, que estaba dispuesto a esperarte. Te abracé como si nunca te hubiese abrazado antes y vos rompiste a llorar y yo te quise entonces todavía más que cuando hacíamos el amor unos minutos antes. Al día siguiente no atendiste mis llamados, y agonicé durante cada hora esperando tu respuesta. Y supe que ya no me ibas a responder, que todo lo que había pasado, tus manos en mi copa de coñac, tu aliento convertido en vapor en plena calle, tu figura detenida junto a la mía frente al portón del hotel, tu cuerpo desnudo sobre la cama cómoda y simple, tus gemidos de placer, tu llanto derramado contra mi pecho, todo había sido una despedida perfecta que no necesitaba de más explicaciones. Ese anochecer en el bar, los tres coñacs, la cabeza que me daba vuelta, la alegría de tenerte enfrente del otro lado de la mesa, todas las cuadras que caminamos en la noche helada, la sensación de infinito en el momento en que nuestros cuerpos se fundieron son una sola imagen que no me abandona porque sé que es lo único que queda de vos.
Buenos Aires, 24 de mayo de 2019.
Héctor Levy-Daniel