5 de diciembre de 2011
Sigmund Freud: Dos fragmentos de "El malestar en la cultura".
“El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por regla general, esta cruel agresión espera para desencadenarse a que se la provoque, o bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin también podría alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables, cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la inhiben, también puede manifestarse espontáneamente, desenmascarando al hombre como una bestia salvaje, que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de la última Guerra Mundial tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción.
“La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en elprójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. (…) La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas”.
“Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza.(…) Si se aboliera la propiedad privada, si se hicieran comunes todos los bienes, dejando que todos participaran de su provecho, desaparecería la malquerencia y la hostilidad entre los seres humanos. Dado que todas las necesidades quedarían satisfechas, nadie tendría motivo de ver en el prójimo a un enemigo; todos se plegarían de buen grado a la necesidad del trabajo”.
Agrega Freud: “No me concierne la crítica económica del sistema comunista; no me es posible investigar se la abolición de la propiedad privada es oportuna y conveniente; pero, en cambio, puedo reconocer como vana ilusión su hipótesis psicológica”. Y más adelante afirma: “El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa; ya se manifiesta en el niño, apenas la propiedad ha perdido su primitiva forma anal; constituye el sedimento de todos los vínculos cariñosos y amorosos entre los hombres, quizá con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo varón”.
Sigmund Freud, El malestar en la cultura, 1929.
21 de noviembre de 2011
CUADERNO INFANCIA 60
Venganzas.
Las dos anécdotas son muy parecidas, las dos son historias de venganza infantil.
La primera: estoy en séptimo grado en un colegio donde hice primero y segundo. Desde tercero a sexto he asistido a la Escuela Integral Maimónides, donde estudio (o mejor dicho no estudio) castellano a la mañana, inglés al mediodía y hebreo por la tarde. A medida que pasan los años los resultados son cada vez más desastrosos. Mamá, harta de mí y de las maestras que la convocan para señalarle que soy un mal alumno y que mi conducta es pésima, me saca de ese colegio de doble escolaridad y me vuelve a inscribir en el Alfredo Colmo, donde quienes fueron mis compañeros de primero y segundo me reciben con calidez y alegría. Sin embargo, en quinto grado hay dos chicos que no son tan amables conmigo. En los recreos un rubio con flequillo y de ojos de color castaño y un gordo de cachetes rosados se burlan de mí, me insultan desde lejos, me dicen las peores barbaridades. Y cuando quiero acercarme a ellos siempre logran escabullirse. Poco a poco se me transforman en una obsesión ya que no puedo salir al patio tranquilo y tampoco quiero generar una escena de pelea en medio del recreo.
Fuera del colegio, he conseguido, a mis once años, un trabajo de cadete de la farmacia que está sobre Avellaneda, entre Joaquín V. González y San Nicolás. Mi tarea consiste en mantener limpio el local, buscar con mi bicicleta los remedios de la droguería y repartirlos entre los clientes del barrio. La farmacia está cerca del colegio, por lo cual muchas veces me encuentro con alumnos de todos los grados. Una mañana, casi llegando al mediodía, yo he terminado todos los repartos y me dirijo de vuelta a la farmacia. De lejos veo algo que no puedo creer que sea verdad: el gordito de cachetes rosados que me insulta en los recreos en complicidad con el rubio se dispone a entrar en su casa. Está en la entrada de un edificio de departamentos y ha tocado el timbre del portero eléctrico. Espera que le abran. No dudo un instante. Trepo a la vereda con mi bicicleta, me bajo, la dejo acostada sobre las baldosas. El gordito me ve e inmediatamente entiende cuál es su destino. Tiene un primer impulso de correr, pero adivina que lo voy a alcanzar en dos segundos. A medida que me acerco, toca con desesperación el timbre una y otra vez. Sin que crucemos una sola palabra, lo tomo con una de mis manos y le pego repetidas veces con la otra. Suena la chicharra del portero eléctrico, demasiado tarde para él, que ya tiene toda la cara hinchada. Lo dejo entrar, me subo a mi bicicleta “Bambina” de color naranja y enfilo por la calle con una sensación de alivio profundo.
La segunda: en el mismo edificio de Mar del Plata donde pasamos las vacaciones con mi papá, un edificio que está ubicado en las calles Brown y Olavarría, hay un chico que también me insulta y se burla de mí. Se las arregla para decirme siempre las peores cosas de tal manera que yo pueda oírlo, pero no sus padres, de quienes nunca se separa. Su técnica astuta consiste en estar dos o tres pasos adelante de sus padres, proferirme insultos y burlas de todo tipo y retroceder inmediatamente cuando nota que me acerco a él. Tiene el pelo negro y un permanente gesto despectivo que me irritan enormemente. El chico se comporta como si supiera todo lo que me provoca y entonces sumara los insultos para terminar de enloquecerme. Sin embargo, una mañana de sol, apenas salgo del edificio, lo veo en la esquina, a pocos metros de mí. El chico, que evidentemente no puede contenerse, vuelve a insultarme. Yo busco a los padres para saber dónde están pero no los veo lo cual me hace pensar que es mi gran oportunidad. Me le acerco tan rápido como puedo, pero él, con toda tranquilidad y una sonrisa gira la cabeza y grita “Tío”, “Tío”. El tío es un hombre joven que está en la vereda de enfrente junto al capó abierto de un auto, en el que revisa algo del motor. Me queda claro que también esa vez tendré que resignarme a los insultos. Pero en el mismo momento en que el chico termina de llamar al tío, un colectivo que tiene su parada precisamente en esa esquina se detiene allí, se interpone entre el tío y el sobrino. La sonrisa del chico se convierte en un gesto de terror. En menos de un segundo su suerte se ha invertido. Mientras el colectivo se mantiene detenido para que la gente suba y baje en la parada, yo aprovecho para darle piñas a toda velocidad, le pego todo lo que puedo en el tiempo más breve. Cuando el colectivo arranca, vuelve a establecerse la comunicación entre el sobrino maltrecho y el tío. Pero yo ya me he refugiado de nuevo dentro del edificio.
Etiquetas:
Dorothea Lange: Child in Shack Town
27 de octubre de 2011
"La sangre de Gálvez" (Fragmento), de Héctor Levy-Daniel
Un aula de colegio. Madrugada. Tarski escribe sobre el pizarrón con una tiza. Masot lo observa.
TARSKI: Lo noto un poco inquieto, no.
MASOT: Inquieto. Puede ser.
TARSKI: Se demora, todo se demora. No se puede hacer nada.
MASOT: Es que hay algo... Usted y yo, acá. No termino de entender.
TARSKI: Es así. Hay que tener paciencia. (Pausa.) Siempre me gustó dibujar, sobre todo en el pizarrón. Era bueno. Por eso ahora, me miro la tiza en la mano y no lo puedo creer, después de tanto tiempo. Y el borrador, no cambió nada. La maestra siempre me hacía pasar, para que dibuje. Y claro, usted ahora me ve así, pero yo... Y cuando tenía tizas de colores, bueno, yo me sentía que era el artista del grado. Usted era bueno Masot, en el colegio, digo.
MASOT: Por qué me lo pregunta.
TARSKI: Por saber. Usted debía ser inteligente. Como ahora.
Pausa.
TARSKI: Pasó mucho tiempo.
MASOT: Demasiado. Ya no me acuerdo del colegio.
TARSKI: No, que no nos veíamos, digo. Hace rato que no tenemos una tarea juntos.
MASOT: Eso es lo que no entiendo, por qué usted y yo, de nuevo.
TARSKI: No quería encontrarse conmigo, Masot.
MASOT: No esperaba encontrarlo.
TARSKI: Yo sí. Sabía que lo iba a ver.
MASOT: Por qué sabía.
TARSKI: Un pálpito, o algo así. (Pausa.) Después de aquella noche...
MASOT: Qué noche.
TARSKI: La última vez que nos vimos. Se acuerda, también estaba Gálvez. O no. Se acuerda.
MASOT: Apenas.
Pausa.
MASOT: Qué pasa que tardan tanto. Le dijeron algo sobre la hora.
TARSKI: No.
MASOT: Y hasta cuándo vamos a esperar acá.
TARSK: Hasta que nos llamen.
MASOT: Sí, pero, si no nos llaman.
TARSKI: Usted sabe, primero la señal, para que estemos atentos.
MASOT: Desde que estamos acá me dice que ya va a llegar la señal, pero no llega. Cómo va a ser la señal, le dijeron.
TARSKI: Dicen que nos vamos a dar cuenta, tenemos que estar atentos.
MASOT: Cómo, no sabe cuál es la señal.
TARSKI: Lo único que sé es que tenemos que escuchar bien.
MASOT: Todo esto está muy raro. Y si no nos damos cuenta.
TARSKI: Me dijeron que la íbamos a reconocer.
MASOT: A lo mejor ya pasó y ni la escuchamos.
TARSKI: No pasó.
MASOT: Cómo puede estar tan seguro.
Masot mira hacia el exterior del aula.
Pausa.
TARSKI: Este traje lo estrenó hace poco, no.
MASOT: Sí.
TARSKI: Usted no cambió, eh. Siempre tan elegante. Se nota que es de buena calidad. El traje, digo. No como el mío, que está viejo y gastado. (Pausa.) Siempre quise verlo otra vez, Masot. Usted no.
MASOT: No sé.
TARSKI: No sabe.
MASOT: No pensé mucho en usted todo este tiempo. Ya le dije, no esperaba verlo de nuevo.
Pausa.
TARSKI: Esta es la Primera Junta, no. Este es Moreno, y este es Paso.
Nunca me pude aprender los nombres de los otros. Este... Beruti era. No, no sé. Usted sabe.
MASOT: Por qué no se queda quieto, Tarski.
TARSKI: Vamos, Masot, sí que sabe. Dígame: este es Moreno, de este me acuerdo. Y este.
MASOT: Matheu.
TARSKI: Y este.
MASOT: Azcuénaga.
TARSKI: Y este.
MASOT: Alberti.
TARSKI: Calles, todas calles, se da cuenta. El que está ahí es San Martín, ahí no me equivoco. (Pausa.) Qué oscuridad. Ya tendría que estar amaneciendo.
MASOT: No le dijeron por qué había que esperar acá.
TARSKI: No.
MASOT: No. Está seguro.
TARSKI: No me dijeron nada.
MASOT: No tiene ningún sentido que estemos aquí.
TARSKI: Por qué lo dice, por el aula.
MASOT: Hay algo... No puedo saber qué es.
TARSKI: La verdad es que cuando me dijeron un aula me puse contento, tan contento que ni pregunté.
Pausa.
MASOT: Y para qué nos mandaron acá.
TARSKI: Siempre esperamos cerca del lugar.
MASOT: Cerca del lugar. Pero qué tenemos que hacer.
TARSKI: Todavía no sabemos, Masot.
MASOT: Y hasta cuando vamos a esperar.
TARSKI: Cuando nos llamen, después de la señal.
MASOT: Pero la señal no llega.
TARSKI: Qué le pasa, lo noto un poco impaciente. Raro en usted.
MASOT: Es que usted y yo, Tarski, aquí, qué quiere que le diga...
Pausa.
TARSKI: A mí me gusta el recuerdo del colegio. A usted.
MASOT: Para qué quiere saber eso.
TARSKI: Seguro que también. Le gusta.
MASOT: No sé. Sí, creo que sí.
TARSKI: Y eso que yo de chico lo odiaba. A usted le gustaba.
MASOT: El colegio. Sí.
TARSKI: Mire usted.
Pausa.
TARSKI: Me gustaba el himno, todavía me gusta. Me gustaba cantar. Una vez tuve que actuar. Me pusieron de Belgrano. Tenía que recitar un párrafo enorme. Estuve días estudiando para que me quedara pero bueno, imagínese. Cuando tuve que subir al escenario, nada, ni una línea, mudo enfrente de toda la gente. Yo buscaba a mi mamá pero no la encontré. Hasta el día de hoy creo que se escondió. Nunca más me llamaron para un acto. A usted lo llamaron alguna vez.
Pausa.
MASOT: Sí.
TARSKI: De qué hizo.
MASOT: No hice de nada.
TARSKI: De nada. Y para qué lo llamaron.
MASOT: Yo llevaba la bandera.
TARSKI: No. No me diga. Me está hablando en serio.
MASOT: Sí.
TARSKI: Usted. La bandera. Por eso le gustaba el colegio. Abanderado. Cómo nunca me lo contó. Entonces usted era un bocho. El alumno modelo. No ve, siempre dije que usted era un bocho.
MASOT: Usted decía eso de mí.
TARSKI: Claro.
MASOT: No sabía.
TARSKI: Cómo no va saber. Yo lo dije siempre.
Pausa.
TARSKI: Qué sentía. Cuando llevaba la bandera, digo. Se sentía importante. Todos lo miraban.
MASOT: Termínela con eso.
TARSKI: Dígame, nunca hablé con un abanderado. Qué se acuerda de eso.
Pausa.
MASOT: No sé. La cara de mi tía, la sonrisa.
TARSKI: Y usted, estaba contento, se sentía feliz.
MASOT: Sí.
TARSKI: Feliz en el colegio. Eso sí que es raro. (Pausa.) Por qué su tía. Y su madre.
MASOT: Yo no conocí a mi madre. Murió muy joven.
TARSKI: Lo lamento, Masot.
Pausa.
MASOT: Un ruido. Hay alguien ahí afuera. (Masot se asoma por la puerta). Una mujer.
TARSKI: Una mujer. Cómo puede ver algo con toda esta niebla. Yo no veo nada.
La pieza "La sangre de Gálvez", de la cual se presenta solamente un fragmento, no ha sido estrenada aún.
TARSKI: Lo noto un poco inquieto, no.
MASOT: Inquieto. Puede ser.
TARSKI: Se demora, todo se demora. No se puede hacer nada.
MASOT: Es que hay algo... Usted y yo, acá. No termino de entender.
TARSKI: Es así. Hay que tener paciencia. (Pausa.) Siempre me gustó dibujar, sobre todo en el pizarrón. Era bueno. Por eso ahora, me miro la tiza en la mano y no lo puedo creer, después de tanto tiempo. Y el borrador, no cambió nada. La maestra siempre me hacía pasar, para que dibuje. Y claro, usted ahora me ve así, pero yo... Y cuando tenía tizas de colores, bueno, yo me sentía que era el artista del grado. Usted era bueno Masot, en el colegio, digo.
MASOT: Por qué me lo pregunta.
TARSKI: Por saber. Usted debía ser inteligente. Como ahora.
Pausa.
TARSKI: Pasó mucho tiempo.
MASOT: Demasiado. Ya no me acuerdo del colegio.
TARSKI: No, que no nos veíamos, digo. Hace rato que no tenemos una tarea juntos.
MASOT: Eso es lo que no entiendo, por qué usted y yo, de nuevo.
TARSKI: No quería encontrarse conmigo, Masot.
MASOT: No esperaba encontrarlo.
TARSKI: Yo sí. Sabía que lo iba a ver.
MASOT: Por qué sabía.
TARSKI: Un pálpito, o algo así. (Pausa.) Después de aquella noche...
MASOT: Qué noche.
TARSKI: La última vez que nos vimos. Se acuerda, también estaba Gálvez. O no. Se acuerda.
MASOT: Apenas.
Pausa.
MASOT: Qué pasa que tardan tanto. Le dijeron algo sobre la hora.
TARSKI: No.
MASOT: Y hasta cuándo vamos a esperar acá.
TARSK: Hasta que nos llamen.
MASOT: Sí, pero, si no nos llaman.
TARSKI: Usted sabe, primero la señal, para que estemos atentos.
MASOT: Desde que estamos acá me dice que ya va a llegar la señal, pero no llega. Cómo va a ser la señal, le dijeron.
TARSKI: Dicen que nos vamos a dar cuenta, tenemos que estar atentos.
MASOT: Cómo, no sabe cuál es la señal.
TARSKI: Lo único que sé es que tenemos que escuchar bien.
MASOT: Todo esto está muy raro. Y si no nos damos cuenta.
TARSKI: Me dijeron que la íbamos a reconocer.
MASOT: A lo mejor ya pasó y ni la escuchamos.
TARSKI: No pasó.
MASOT: Cómo puede estar tan seguro.
Masot mira hacia el exterior del aula.
Pausa.
TARSKI: Este traje lo estrenó hace poco, no.
MASOT: Sí.
TARSKI: Usted no cambió, eh. Siempre tan elegante. Se nota que es de buena calidad. El traje, digo. No como el mío, que está viejo y gastado. (Pausa.) Siempre quise verlo otra vez, Masot. Usted no.
MASOT: No sé.
TARSKI: No sabe.
MASOT: No pensé mucho en usted todo este tiempo. Ya le dije, no esperaba verlo de nuevo.
Pausa.
TARSKI: Esta es la Primera Junta, no. Este es Moreno, y este es Paso.
Nunca me pude aprender los nombres de los otros. Este... Beruti era. No, no sé. Usted sabe.
MASOT: Por qué no se queda quieto, Tarski.
TARSKI: Vamos, Masot, sí que sabe. Dígame: este es Moreno, de este me acuerdo. Y este.
MASOT: Matheu.
TARSKI: Y este.
MASOT: Azcuénaga.
TARSKI: Y este.
MASOT: Alberti.
TARSKI: Calles, todas calles, se da cuenta. El que está ahí es San Martín, ahí no me equivoco. (Pausa.) Qué oscuridad. Ya tendría que estar amaneciendo.
MASOT: No le dijeron por qué había que esperar acá.
TARSKI: No.
MASOT: No. Está seguro.
TARSKI: No me dijeron nada.
MASOT: No tiene ningún sentido que estemos aquí.
TARSKI: Por qué lo dice, por el aula.
MASOT: Hay algo... No puedo saber qué es.
TARSKI: La verdad es que cuando me dijeron un aula me puse contento, tan contento que ni pregunté.
Pausa.
MASOT: Y para qué nos mandaron acá.
TARSKI: Siempre esperamos cerca del lugar.
MASOT: Cerca del lugar. Pero qué tenemos que hacer.
TARSKI: Todavía no sabemos, Masot.
MASOT: Y hasta cuando vamos a esperar.
TARSKI: Cuando nos llamen, después de la señal.
MASOT: Pero la señal no llega.
TARSKI: Qué le pasa, lo noto un poco impaciente. Raro en usted.
MASOT: Es que usted y yo, Tarski, aquí, qué quiere que le diga...
Pausa.
TARSKI: A mí me gusta el recuerdo del colegio. A usted.
MASOT: Para qué quiere saber eso.
TARSKI: Seguro que también. Le gusta.
MASOT: No sé. Sí, creo que sí.
TARSKI: Y eso que yo de chico lo odiaba. A usted le gustaba.
MASOT: El colegio. Sí.
TARSKI: Mire usted.
Pausa.
TARSKI: Me gustaba el himno, todavía me gusta. Me gustaba cantar. Una vez tuve que actuar. Me pusieron de Belgrano. Tenía que recitar un párrafo enorme. Estuve días estudiando para que me quedara pero bueno, imagínese. Cuando tuve que subir al escenario, nada, ni una línea, mudo enfrente de toda la gente. Yo buscaba a mi mamá pero no la encontré. Hasta el día de hoy creo que se escondió. Nunca más me llamaron para un acto. A usted lo llamaron alguna vez.
Pausa.
MASOT: Sí.
TARSKI: De qué hizo.
MASOT: No hice de nada.
TARSKI: De nada. Y para qué lo llamaron.
MASOT: Yo llevaba la bandera.
TARSKI: No. No me diga. Me está hablando en serio.
MASOT: Sí.
TARSKI: Usted. La bandera. Por eso le gustaba el colegio. Abanderado. Cómo nunca me lo contó. Entonces usted era un bocho. El alumno modelo. No ve, siempre dije que usted era un bocho.
MASOT: Usted decía eso de mí.
TARSKI: Claro.
MASOT: No sabía.
TARSKI: Cómo no va saber. Yo lo dije siempre.
Pausa.
TARSKI: Qué sentía. Cuando llevaba la bandera, digo. Se sentía importante. Todos lo miraban.
MASOT: Termínela con eso.
TARSKI: Dígame, nunca hablé con un abanderado. Qué se acuerda de eso.
Pausa.
MASOT: No sé. La cara de mi tía, la sonrisa.
TARSKI: Y usted, estaba contento, se sentía feliz.
MASOT: Sí.
TARSKI: Feliz en el colegio. Eso sí que es raro. (Pausa.) Por qué su tía. Y su madre.
MASOT: Yo no conocí a mi madre. Murió muy joven.
TARSKI: Lo lamento, Masot.
Pausa.
MASOT: Un ruido. Hay alguien ahí afuera. (Masot se asoma por la puerta). Una mujer.
TARSKI: Una mujer. Cómo puede ver algo con toda esta niebla. Yo no veo nada.
La pieza "La sangre de Gálvez", de la cual se presenta solamente un fragmento, no ha sido estrenada aún.
2 de octubre de 2011
CUADERNO INFANCIA 59
Yo tengo unos diez años, es de mañana y por alguna razón yo estoy en el patio de la planta baja del colegio Maimónides. Cursé cuarto, quinto y sexto en el segundo piso, pero justo en ese momento estoy en el patio de la planta baja. De pronto se produce algún tipo de conmoción que yo puedo adivinar a través del movimiento brusco de los pocos adultos que nos rodean, algunos maestros y quizá la misma directora. A pesar de que estamos en el recreo, dan unas palmadas, lo dan por terminado y nos ordenan que volvamos a las aulas. Probablemente me meto en un aula que no es la mía, junto con otros compañeros. En pocos segundos el patio se vacía por completo y nosotros quedamos pegados a los vidrios de la ventana esperando algún espectáculo impresionante que justifique la interrupción brusca del recreo. Todos presentimos que si no nos movemos de la ventana vamos a asistir a alguna escena atroz que no nos queremos perder. En menos de un minuto vemos pasar a través del patio a dos o tres hombres vestidos de blanco que vienen desde la calle y se dirigen hacia el fondo del colegio. Luego de un lapso muy breve los mismos hombres atraviesan el patio hacia la calle portando una camilla en la que se encuentra acostado Recalde, el portero. Durante los días que siguen no tenemos ninguna información acerca de su salud. Incluso llegamos al viernes sin la menor noticia. El sábado a la mañana me despierto algo sobresaltado porque acabo de soñar con la muerte de Recalde, pero no tengo la oportunidad de comentar mi sueño con nadie. Cuando el lunes a la mañana llego al colegio, nos hacen formar como siempre antes de comenzar la clase. Sin embargo, cuando advertimos que la directora se prepara para dar un pequeño discurso adivinamos lo peor. La directora nos comunica brevemente que Recalde, el portero, falleció el sábado a las 9 de la mañana.
Etiquetas:
Chicos músicos. Sin autor.
8 de septiembre de 2011
24 de agosto de 2011
"Epigrama contra Stalin", de Osip Mandelstam
Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,
nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.
La más breve de las pláticas
gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.
Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos,
y sus palabras como pesados martillos, certeras.
Sus bigotes de cucaracha parecen reír
y relumbran las cañas de sus botas.
Entre una chusma de caciques de cuello extrafino
él juega con los favores de estas cuasipersonas.
Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora:
Sólo él campea tonante y los tutea.
Como herraduras forja un decreto tras otro:
A uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en
la ceja, al cuarto en el ojo.
Toda ejecución es para él un festejo,
que alegra su amplio pecho de oseta.
Etiquetas:
En la foto: Osip Mandelstam
22 de agosto de 2011
El dinero y las relaciones entre las personas. Por Héctor Levy-Daniel
Aunque pocas veces nos demos cuenta, cada día que comienza significa para nosotros una cantidad de acciones, gestos, decisiones, actitudes, que tienen que ver con el dinero. Necesitamos dinero para comprar alimentos, trasladarnos, divertirnos, curarnos de algún malestar e, incluso, morirnos. Al término de cada día cualquiera de nosotros por una razón u otra ha estado en contacto varias veces, mental o concretamente, con el dinero. Sólo unas pocas personas cuentan con el privilegio de poseer el dinero suficiente como para no tener que pensar en él. Pero la gran mayoría de los seres humanos tiene en el dinero una fuente permanente de preocupaciones: es algo con lo que no se sabe si uno va a contar en el futuro. Es por esta razón que la idea de futuro y la de dinero están mutuamente implicadas. Es difícil concebir un futuro en nuestra existencia sin una fuente de ingresos que nos permitirá afrontarlo, sea ésta cual fuere. Y al mismo tiempo todos nuestros esfuerzos por conseguir dinero no tienen otro fin que asegurarnos que transitaremos ese tiempo futuro, cercano o lejano, del mejor modo posible. Ahora bien, el hecho de que el futuro y el dinero estén tan mutuamente involucrados hace que las relaciones que establecemos con otros seres humanos también estén fuertemente condicionadas por el dinero. Para conseguirlo, el vínculo con el otro, con los otros, es algo que debemos considerar. De este modo, la relación particular que cada uno de nosotros establece con el dinero se traduce de manera forzosa en nuestra relación con los demás: la forma en que cada uno tiene de vincularse con el dinero inevitablemente va a significar al mismo tiempo la forma que tiene de vincularse con las personas que lo rodean. Incluso podría establecerse un criterio según el cual se podría definir la personalidad de cada ser humano según las relaciones que establece con el dinero y por lo tanto con las demás personas. Por ejemplo, el avaro generará un tipo de relación con los otros que será impensable en una persona generosa. Y dado que la idea de dinero es algo que nos acompaña consciente o inconscientemente desde el inicio de cada día, dado que nuestra preocupación por el dinero se convierte en el centro de todos nuestros intereses vitales, sin que siquiera lo sospechemos el dinero pasa a gobernar de manera invisible los vínculos entre los seres humanos. Relaciones de amistad, de pareja, de familia, de parentesco, de trabajo: todas están condicionadas por el dinero, por la influencia que éste posee o por los límites que conscientemente se logra imponer a esa influencia. El dinero lo coloniza absolutamente todo, como si fuera una atmósfera en la que estamos sumergidos de modo natural. Por eso se hace difícil advertir hasta qué punto se constituye en el medio a través del cual se establecen las relaciones humanas, hasta que punto se consolida como una barrera ante la que fracasan esas mismas relaciones. Ahora bien, cuando logramos tomar distancia del fenómeno, cuando logramos examinar de qué manera tales relaciones están atravesadas por el dinero, entonces podemos percibirlas de un modo nuevo, original.
Héctor Levy-Daniel
Este texto forma parte del cuerpo de la nota publicada por el autor el sábado 3 de julio de 2010 en la sección Espectáculos del Diario Perfil, a propósito de la puesta en escena de su espectáculo "Dinero. Heptalogía", estrenado en mayo de 2010 en el teatro Patio de Actores.
18 de agosto de 2011
Crear. Por Pina Bausch.
“Crear una pieza es algo excepcional. Primero me pongo a buscar, a tratar de encontrar el material, o mejor dicho, muchos materiales. Pero no es todavía la pieza. Luego, comenzamos a desarrollar y entonces encuentro pequeñas cosas con las que empiezo a construir, como un pintor que se pone a pintar sobre la única hoja que tiene a su disposición. Esto requiere una gran prudencia y es necesario concentrarse, estar muy atento a lo que va apareciendo. Nada es totalmente seguro de antemano, comienzo sin saber adónde todo eso nos va a conducir. Lo que verdaderamente está allí son los bailarines. En ese momento es necesario tener confianza, aunque sea difícil. No se siente únicamente temor, sino también la esperanza de encontrar algo verdaderamente hermoso. Sentimientos de todo tipo se apoderan de uno”.
Cita extraída de “Pina Bausch o el arte de enderezar un pez rojo”, de Norbert Servos, 2001.
6 de julio de 2011
PETER BROOK. Breves reflexiones sobre el aburrimiento.
En su libro La puerta abierta, Brook considera el aburrimiento como un criterio fundamental para considerar un trabajo en proceso de elaboración. “El mejor principio orientativo que conozco en mi trabajo es uno al que siempre he prestado la mayor atención: el aburrimiento. En el teatro, el aburrimiento, como el más astuto de los demonios, puede aparecer en cualquier momento. En la cosa más nimia salta sobre ti; te está esperando y es insaciable. Siempre está dispuesto a deslizarse, invisible, en una acción, gesto o frase.” Agrega: “Si durante un ensayo o un ejercicio me digo a mí mismo: ‘Debe haber alguna razón para que yo esté aburrido’, tengo que buscar esa razón desesperadamente (...). Tan pronto surge el aburrimiento, ha de ser como el parpadeo de una luz roja”. Juzga que el silencio que el público mantiene durante una representación es lo que indica el grado de atención que el espectáculo ha logrado convocar. “Cuando uno se enfrenta con el público, su principal barómetro consiste en los niveles de silencio. Si se escucha atentamente, se puede aprender todo por el grado de silencio que crea”.
Y define el aburrimiento de una manera sencilla, directa y absolutamente efectiva: “El aburrimiento del que hablo es la sensación de no seguir atrapado por la acción que se desarrolla ante nuestros ojos”.
Etiquetas:
En la foto: Peter Brook.
20 de junio de 2011
John Berger. La cara de los cuadros.
“Sea lo que sea lo que esté persiguiendo, lo que el pintor quiere encontrar es la cara de lo que busca.” Y ¿qué es eso de "la cara"? "Persigue que la cosa le devuelva la mirada, persigue su expresión: un signo por pequeño que sea de su vida interior”.
Según Berger, a las fotos, los videos, las películas no se les encuentra nunca la cara: no la tienen; como mucho se encuentran recuerdos de apariencias y parecidos. La cara, por el contrario, siempre es nueva: algo que no se ha visto nunca, pero que sin embargo resulta conocido. (Conocido porque, dormidos, soñamos con la cara del mundo entero, el mundo al que fuimos lanzados atropelladamente al nacer).
“Cuando un cuadro terminado hace que nos paremos delante, nos paramos como si el cuadro fuese un animal que nos está mirando (...). La pintura extendida con el pincel o la espátula en la superficie es el animal, y su ‘apariencia’ es la cara. Pensemos en la cara de la Vista de Delft de Vermeer”. Berger utiliza el término lugar. Para Berger, un lugar es lo opuesto a un espacio vacío: un lugar es donde sucede o ha sucedido algo. “El pintor está siempre intentando descubrir, tropezarse con ese lugar que contiene y rodea su acto de pintar en ese momento. Idealmente debería haber tantos lugares como cuadros. El problema es que muchos cuadros no llegan a convertirse en lugares. Y cuando un cuadro no llega a convertirse en lugar, no pasa de ser una representación o un objeto decorativo, una pieza del mobiliario”.
De acuerdo con Berger, cuando ese lugar se encuentra, “se halla en algún lugar de la frontera entre la naturaleza y el arte. Es semejante a un agujero en la arena dentro del cual se ha borrado la frontera. El lugar de la pintura empieza en este agujero. Empieza con una práctica, con algo que se está haciendo con las manos, las cuales buscan luego la aprobación del ojo, hasta que el cuerpo entero está contenido en el agujero. Entonces hay una posibilidad de que éste se convierta en un lugar. Una pequeña posibilidad”. Berger analiza el tema del lugar en dos cuadros de Tintoretto:
“En el Robo del cuerpo de San Marcos, el cuadro, como lugar (...) tiene que ver con la leña apilada en el segundo plano, donde será incinerado el cuerpo del santo. (...) La pila de leña es la madeja con la que se ha tejido ese cuadro colosal”. “En Susana y los viejos, el cuadro como lugar no surge del incomparable cuerpo de la mujer ni del ingenioso espejo ni del agua que la cubre hasta las rodillas; no, no surge de ahí sino del extraño y artificial seto de flores tras el cual se esconden los viejos. Al tocar, con una pincelada maestra, las flores del seto, Jacopo dispuso el lugar al que habría de llegar todo lo demás. El seto asumió el papel de anfitrión y amo”.
Berger se pregunta cómo trabaja un pintor en la oscuridad. Y responde: “Construye un refugio desde el que hacer incursiones a fin de estudiar el terreno. Y todo eso lo hace con los pigmentos, las pinceladas, los trapos, un cuchillo, los dedos. El proceso es táctil. Pero lo que el pintor espera tocar no es por lo general tangible”. Cuando un cuadro se transforma en un lugar, existe la posibilidad de que aparezca en éste la cara de aquello que el pintor está buscando. Esa mirada que el pintor espera, desea, que le devuelva el lienzo, nunca es directa, sólo puede llegar a través de un lugar. “Lo que el pintor busca sin cesar es un lugar para recibir a la ausencia. Si lo encuentra, lo dispone, lo ordena, y reza por que aparezca la cara de la ausencia” Y Berger aclara que la cara de la ausencia puede ser el ijar de una mula, ya que afortunadamente no hay jerarquías.
Etiquetas:
En la foto: John Berger.
12 de junio de 2011
20 de mayo de 2011
Verano, de Georg Trakl.
De noche calla el lamento
del cuclillo en el bosque.
Se inclinan más las mieses
las amapolas rojas.
Negra tormenta amenaza
sobre las colinas.
La vieja canción del grillo
muere en el campo.
Ni una hoja se mueve
en el castaño.
En la escalera de caracol
susurra tu vestido.
Arde quieta la vela
en la estancia oscura;
una mano de plata
la apaga luego.
Viento calmo
noche sin estrellas.
4 de mayo de 2011
El relato del Mariscal. Capítulo 7
Cuando ya habían pasado dos meses desde las vacaciones casi no me acordaba de la pesadilla con mi padre. Sin embargo, fue entonces que comencé a tener las primeras alucinaciones. Generalmente las precedía una sensación de peligro, como si un riesgo inminente me acechara en cualquier rincón de la casa. Me dominaba el pánico. Sentía que irremediablemente algo me iba a pasar, algo que me arrancaría de la tranquilidad para conducirme a una zona oscura, abismal. Esos accesos de terror duraban aproximadamente una hora durante la cual mi cuerpo quedaba virtualmente paralizado. En esos casos, cuando yo presentía que el ataque iba a venir me sentaba en una silla y ahí permanecía hasta que se terminara. El ataque significaba la invasión de una corriente ininterrumpida de imágenes horrorosas y sonidos ensordecedores, silbidos malignos, animales con ojos humanos, mezclados con colores brillantes y hedores intolerables. Todo esto se diluía en un instante y entonces aparecía mi padre. Siempre tenía alguna recriminación para hacerme, la mirada severa, y la mayoría de las veces me preguntaba si ya sabía quién lo había asesinado. Con un aire profundo de amenaza me exigía que confesara quién era la persona que lo había matado. Se ocupaba de dejarme bien en claro que él lo sabía perfectamente pero que quería oírlo de mi propia boca. Después me anunciaba las grandes penas que iba a sufrir si me atrevía a desobedecer sus órdenes. Siempre, sin excepción, me daba un fuerte tirón en el pelo para irse con una expresión de furia. Cuando la visión se evaporaba yo permanecía en silencio todavía cinco o diez minutos. Jamás le conté a nadie acerca de ninguna de mis visiones, ni siquiera a mamá. No quería que me creyeran anormal y me llevaran al médico o, en el peor de los casos, a un manicomio, al que yo me figuraba como un lugar repleto de personas preparadas para vejarme y torturarme de las peores maneras. Por eso aunque el terror era descomunal yo prefería soportarlo sin suspirar. Creía equivocadamente que con el correr del tiempo las alucinaciones iban a dejar de atormentarme.
No fue así. Nunca me pude librar del todo de ellas. Aunque no me pasaba muy a menudo, sabía que cada tres o cuatro semanas iba a encontrarme con la imagen perversa de mi padre que tenía siempre preparada una amenaza contra mí. Estas mismas imágenes se repetían de manera idéntica en los sueños, aunque en estos casos mi padre permanecía junto a mí un tiempo más prolongado y yo juntaba el coraje para responderle que mamá y la tía Elisa lo habían matado, ante lo cual él se mostraba escéptico e insistía en que yo debía seguir con la investigación. Poco a poco su presencia se me volvió habitual y aunque nunca dejó de parecerme peligroso poco a poco logré dominarme cada vez que aparecía. Sus exigencias no eran siempre las mismas. A veces se animaba con algunas preguntas. Por ejemplo, qué pensaba hacer cuando terminara el colegio primario o si ya me gustaría tener mi primera experiencia sexual. Yo contestaba como podía, pues aunque era un sueño, sentía mucho pudor de tocar semejantes temas con él. Una imagen se repetía mucho. Yo volvía del colegio y él me esperaba para cenar junto con mamá. La mesa ya estaba servida, aunque todavía no era de noche. Había un montón de platos fríos y mamá me avisaba que ya podía empezar a comer. Mientras comía ambos me recordaban que era mi cumpleaños. Después de eso mamá se esfumaba y me era imposible encontrarla. Yo me desesperaba porque no quería quedar solo con él. Mi padre me miraba, sonreía y me daba un paquete que significaba su regalo de cumpleaños: una caja envuelta en papel de regalo de colores chillones y una cinta roja. Yo rompía con mucho temor el papel, abría la caja y con profundo alivio comprobaba que estaba vacía. Mi padre fingía pedirme disculpas y me decía que se había olvidado de poner el regalo. Entonces metía la mano en el bolsillo de su saco, sacaba la ardilla muerta y me la tendía.
A pesar de mis cuidados para mantener en secreto todas estas vivencias y alucinaciones, mamá comenzó a percibir en mí un estado de hipersensibilidad que se manifestaba ante todo en mi apariencia física. Yo siempre había sido un alumno excepcional y mi rendimiento no se había perjudicado. Pero mamá se daba cuenta que tenía un sueño liviano e inquieto, tardaba mucho para dormirme, me levantaba temprano y comía mucho menos que de costumbre. Yo tenía un cuerpo fuerte y grande que por mi edad anunciaba un desarrollo generoso y por lo tanto no podía dejar de comer bien sin que mis energías se resintiesen. Aunque me negué todo lo que pude mamá concertó una entrevista con el médico que me examinó sin encontrar nada fuera de lo común. Por el contrario, se mostró admirado por mi robustez y vitalidad. Para calmar los ánimos de mi madre me recetó unas vitaminas que servían, según él, para abrir el apetito. Iba a cumplir once años. Aprendía a conocer mi cuerpo y a descubrir mis fantasías.
Una noche mamá salió y yo me quedé solo con Lucía, la mucama. Me fui a dormir a las diez y decidí esperar a mamá despierto. Después de tres o cuatro horas llegó acompañada por un hombre que esperó en el living cuando mamá entró en mi habitación. Yo cerré los ojos y quedé inmóvil. Ella se inclinó sobre mi cama y sentí cómo me cubría la cara de besos. Estuve a punto de abrir los ojos y sonreír para revelar mi juego pero me controlé. Mamá creyó dejarme dormido y yo la entreabrí los ojos para observarla mientras se iba. Después me levanté y me acerqué a la puerta de entrada al living. Veía dos pocillos de café vacíos iluminados por una luz tenue. Evidentemente mamá había movido sólo una de las llaves de luz para generar el clima adecuado. Alcanzaba a oír una charla continua pero apagada. El hombre poseía una voz ronca y segura, reconocible entre mil. Decía cosas que evidentemente a mamá le gustaban, ya que a cada momento dejaba escapar pequeñas carcajadas. De pronto las palabras y las risas fueron reemplazadas por suspiros y frotes de telas. Yo quería escuchar algo más. Durante los diez minutos permanecí pegado a la puerta pero los sonidos eran siempre los mismos. De pronto mamá gimió apagada, sutilmente. Y el hombre exhaló un sonido seco, áspero que se transformó en pocos segundos en una especie de canto afónico. Mamá a su vez transformó sus gemidos en gritos desenfadados. Verlos a los dos era lo que más deseaba en el mundo. Por eso asomé mi cabeza por la puerta entreabierta con la plena conciencia de que me iban a ver. Mamá estaba totalmente desnuda. Sentada sobre el hombre frente a frente, impulsaba su cuerpo en un lento vaivén. Mamá miraba hacia la puerta de entrada y el hombre le daba la espalda. Por la manera en que se habían dispuesto, mamá podía verme pero el hombre no. Y mamá me veía. Pero en ningún momento pensaba en detener su acto sino que me miraba y repetía su vaivén. Es más, creo que mi presencia la trastornó más al punto que llegó inmediatamente el clímax sin quitarme la vista un solo instante. Por su parte el hombre también, pero mamá ya no se ocupaba de él. Yo me fui inmediatamente a mi habitación. Sabía que mamá iba a despedir rápido a su hombre para venir a verme. Y en menos de diez minutos el hombre se había ido y ella estaba acostada junto a mí. Los dos estuvimos callados un buen rato. Mamá no sabía cómo empezar a hablar y a mí no me importaba decir nada. Lo único que quería era tenerla conmigo en mi cama en ese momento. De pronto se animó a preguntarme si me sentía bien y yo asentí con la cabeza. Inmediatamente después dejé escapar un profundo sollozo. Ella me abrazó y lloró conmigo. Mi cuerpo comenzó a vibrar con ligeras convulsiones. Mamá entendía que eran espasmos nerviosos y se dedicó a repasar sus manos seguras sobre mi cuello, mi pecho y mis piernas. En uno de sus masajes palpó azarosamente mi sexo y descubrió que estaba extraordinariamente excitado. Retiró su mano sobresaltada y fingió no advertir nada. Yo no podía parar de llorar y la torpeza de su reacción me consternó todavía más. La empujé y le pedí que me dejara solo. Mamá me pidió por favor que la dejara estar al lado mío. Tomó mis manos y las pasó alrededor de su cuello. Como yo me resistía, una de mis manos fue a parar justo encima de uno de sus senos. Mamá no se había preocupado por ponerse nuevamente el corpiño. Evidentemente se había colocado la camisa para despedir al hombre ronco y había subido directamente a mi habitación. Cuando sintió el contacto de mi mano, mamá no se alarmó. Colocó una de sus manos sobre la mía para retenerla en el lugar. Como observaba que yo no tenía ninguna intención de quitarla, tomó mi otra mano y la colocó sobre su otro seno. Sin decir ni una palabra comenzó a mover mis manos sobre sus pechos. Me preguntó si me gustaba y yo en vez de responder escondí mi cara en la almohada. Mamá largó una carcajada, retiró mis manos y se desabrochó la camisa. Sus grandes senos quedaron al descubierto. Los acercó hacia mí. Sin ninguna indicación yo acerqué mis dedos temblorosos. Mamá tenía una expresión de ternura que jamás le había visto. Era la más bondadosa de las sonrisas y una mirada radiante. Mamá se incorporó para que yo pudiera ver sus senos en toda su desnudez. Yo tendí mis manos hacia ellos y mamá se acercó. Así estuvimos un rato muy largo. Pronto pude ver cómo una luz azulada muy leve se colaba por las rendijas de las persianas. Mamá no dejó de acariciarme en ningún momento. Nunca pude recordar en qué momento ella detuvo su mano sobre mi calzoncillo, introdujo su mano en la bragueta y se apoderó de mi sexo. Lo que nunca olvidé fue su caricia suave, cada vez más firme. Nunca olvidé como me alentaba su voz en el momento del paroxismo. Cuando me desperté era ya el mediodía y mamá me esperaba para almorzar.
No fue así. Nunca me pude librar del todo de ellas. Aunque no me pasaba muy a menudo, sabía que cada tres o cuatro semanas iba a encontrarme con la imagen perversa de mi padre que tenía siempre preparada una amenaza contra mí. Estas mismas imágenes se repetían de manera idéntica en los sueños, aunque en estos casos mi padre permanecía junto a mí un tiempo más prolongado y yo juntaba el coraje para responderle que mamá y la tía Elisa lo habían matado, ante lo cual él se mostraba escéptico e insistía en que yo debía seguir con la investigación. Poco a poco su presencia se me volvió habitual y aunque nunca dejó de parecerme peligroso poco a poco logré dominarme cada vez que aparecía. Sus exigencias no eran siempre las mismas. A veces se animaba con algunas preguntas. Por ejemplo, qué pensaba hacer cuando terminara el colegio primario o si ya me gustaría tener mi primera experiencia sexual. Yo contestaba como podía, pues aunque era un sueño, sentía mucho pudor de tocar semejantes temas con él. Una imagen se repetía mucho. Yo volvía del colegio y él me esperaba para cenar junto con mamá. La mesa ya estaba servida, aunque todavía no era de noche. Había un montón de platos fríos y mamá me avisaba que ya podía empezar a comer. Mientras comía ambos me recordaban que era mi cumpleaños. Después de eso mamá se esfumaba y me era imposible encontrarla. Yo me desesperaba porque no quería quedar solo con él. Mi padre me miraba, sonreía y me daba un paquete que significaba su regalo de cumpleaños: una caja envuelta en papel de regalo de colores chillones y una cinta roja. Yo rompía con mucho temor el papel, abría la caja y con profundo alivio comprobaba que estaba vacía. Mi padre fingía pedirme disculpas y me decía que se había olvidado de poner el regalo. Entonces metía la mano en el bolsillo de su saco, sacaba la ardilla muerta y me la tendía.
A pesar de mis cuidados para mantener en secreto todas estas vivencias y alucinaciones, mamá comenzó a percibir en mí un estado de hipersensibilidad que se manifestaba ante todo en mi apariencia física. Yo siempre había sido un alumno excepcional y mi rendimiento no se había perjudicado. Pero mamá se daba cuenta que tenía un sueño liviano e inquieto, tardaba mucho para dormirme, me levantaba temprano y comía mucho menos que de costumbre. Yo tenía un cuerpo fuerte y grande que por mi edad anunciaba un desarrollo generoso y por lo tanto no podía dejar de comer bien sin que mis energías se resintiesen. Aunque me negué todo lo que pude mamá concertó una entrevista con el médico que me examinó sin encontrar nada fuera de lo común. Por el contrario, se mostró admirado por mi robustez y vitalidad. Para calmar los ánimos de mi madre me recetó unas vitaminas que servían, según él, para abrir el apetito. Iba a cumplir once años. Aprendía a conocer mi cuerpo y a descubrir mis fantasías.
Una noche mamá salió y yo me quedé solo con Lucía, la mucama. Me fui a dormir a las diez y decidí esperar a mamá despierto. Después de tres o cuatro horas llegó acompañada por un hombre que esperó en el living cuando mamá entró en mi habitación. Yo cerré los ojos y quedé inmóvil. Ella se inclinó sobre mi cama y sentí cómo me cubría la cara de besos. Estuve a punto de abrir los ojos y sonreír para revelar mi juego pero me controlé. Mamá creyó dejarme dormido y yo la entreabrí los ojos para observarla mientras se iba. Después me levanté y me acerqué a la puerta de entrada al living. Veía dos pocillos de café vacíos iluminados por una luz tenue. Evidentemente mamá había movido sólo una de las llaves de luz para generar el clima adecuado. Alcanzaba a oír una charla continua pero apagada. El hombre poseía una voz ronca y segura, reconocible entre mil. Decía cosas que evidentemente a mamá le gustaban, ya que a cada momento dejaba escapar pequeñas carcajadas. De pronto las palabras y las risas fueron reemplazadas por suspiros y frotes de telas. Yo quería escuchar algo más. Durante los diez minutos permanecí pegado a la puerta pero los sonidos eran siempre los mismos. De pronto mamá gimió apagada, sutilmente. Y el hombre exhaló un sonido seco, áspero que se transformó en pocos segundos en una especie de canto afónico. Mamá a su vez transformó sus gemidos en gritos desenfadados. Verlos a los dos era lo que más deseaba en el mundo. Por eso asomé mi cabeza por la puerta entreabierta con la plena conciencia de que me iban a ver. Mamá estaba totalmente desnuda. Sentada sobre el hombre frente a frente, impulsaba su cuerpo en un lento vaivén. Mamá miraba hacia la puerta de entrada y el hombre le daba la espalda. Por la manera en que se habían dispuesto, mamá podía verme pero el hombre no. Y mamá me veía. Pero en ningún momento pensaba en detener su acto sino que me miraba y repetía su vaivén. Es más, creo que mi presencia la trastornó más al punto que llegó inmediatamente el clímax sin quitarme la vista un solo instante. Por su parte el hombre también, pero mamá ya no se ocupaba de él. Yo me fui inmediatamente a mi habitación. Sabía que mamá iba a despedir rápido a su hombre para venir a verme. Y en menos de diez minutos el hombre se había ido y ella estaba acostada junto a mí. Los dos estuvimos callados un buen rato. Mamá no sabía cómo empezar a hablar y a mí no me importaba decir nada. Lo único que quería era tenerla conmigo en mi cama en ese momento. De pronto se animó a preguntarme si me sentía bien y yo asentí con la cabeza. Inmediatamente después dejé escapar un profundo sollozo. Ella me abrazó y lloró conmigo. Mi cuerpo comenzó a vibrar con ligeras convulsiones. Mamá entendía que eran espasmos nerviosos y se dedicó a repasar sus manos seguras sobre mi cuello, mi pecho y mis piernas. En uno de sus masajes palpó azarosamente mi sexo y descubrió que estaba extraordinariamente excitado. Retiró su mano sobresaltada y fingió no advertir nada. Yo no podía parar de llorar y la torpeza de su reacción me consternó todavía más. La empujé y le pedí que me dejara solo. Mamá me pidió por favor que la dejara estar al lado mío. Tomó mis manos y las pasó alrededor de su cuello. Como yo me resistía, una de mis manos fue a parar justo encima de uno de sus senos. Mamá no se había preocupado por ponerse nuevamente el corpiño. Evidentemente se había colocado la camisa para despedir al hombre ronco y había subido directamente a mi habitación. Cuando sintió el contacto de mi mano, mamá no se alarmó. Colocó una de sus manos sobre la mía para retenerla en el lugar. Como observaba que yo no tenía ninguna intención de quitarla, tomó mi otra mano y la colocó sobre su otro seno. Sin decir ni una palabra comenzó a mover mis manos sobre sus pechos. Me preguntó si me gustaba y yo en vez de responder escondí mi cara en la almohada. Mamá largó una carcajada, retiró mis manos y se desabrochó la camisa. Sus grandes senos quedaron al descubierto. Los acercó hacia mí. Sin ninguna indicación yo acerqué mis dedos temblorosos. Mamá tenía una expresión de ternura que jamás le había visto. Era la más bondadosa de las sonrisas y una mirada radiante. Mamá se incorporó para que yo pudiera ver sus senos en toda su desnudez. Yo tendí mis manos hacia ellos y mamá se acercó. Así estuvimos un rato muy largo. Pronto pude ver cómo una luz azulada muy leve se colaba por las rendijas de las persianas. Mamá no dejó de acariciarme en ningún momento. Nunca pude recordar en qué momento ella detuvo su mano sobre mi calzoncillo, introdujo su mano en la bragueta y se apoderó de mi sexo. Lo que nunca olvidé fue su caricia suave, cada vez más firme. Nunca olvidé como me alentaba su voz en el momento del paroxismo. Cuando me desperté era ya el mediodía y mamá me esperaba para almorzar.
2 de abril de 2011
"El gesto de la muerte", de Jean Cocteau
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.
12 de marzo de 2011
El relato del Mariscal. Capítulo 6
Después de que la tía se fue, comencé a tener pesadillas en las que el protagonista principal era mi padre.
Pasados seis meses desde su muerte, mamá resolvió muchas de las cuestiones legales que le impedían disponer de una cantidad de bienes de los que ignoraba su existencia. Para no incentivar la avidez de mamá, mi padre se había ocupado de realizar sus negocios en el más absoluto secreto. Aunque ella siempre lo sospechó nunca pudo comprobarlo hasta tener en sus manos las escrituras de compra, apenas acabaron de enterrarlo. Así fue que descubrió que mi padre tenía, entre otras, una casa frente al mar en una ciudad balnearia. Ese mismo día decidió que la íbamos a usar todas las veces que nos fuera posible, es decir siempre que yo no fuera al colegio. Por eso, después de que mamá tomó posesión de la casa, fuimos allá un día antes de que comenzaran las vacaciones de invierno y nos quedamos las dos semanas. Para mí se presentaba como un tiempo maravilloso en el que iba a estar cerca del mar sin tener que soportar -como siempre que fuimos de vacaciones- el malhumor y la ira de mi padre. Eran las primeras vacaciones que iba a pasar sin él y la idea me llenaba de felicidad, sin contar con que iba a estar durante todo ese tiempo solo con mi madre en un lugar bien alejado. Mamá me había permitido llevar los tomos favoritos de mi enciclopedia y yo proyectaba revisar una cantidad de artículos que siempre tenía preparados pero nunca conseguía leer.
Mamá manejó durante unas seis horas. Salimos a la madrugada de un viernes antes de las cinco de la mañana y al mediodía ya estábamos instalados. Ayudé a mamá a poner la ropa en los armarios y a preparar el almuerzo. Después de comer bajamos a la playa. Era un día soleado, primaveral y yo quería meterme en el mar pero mamá sólo me dejaba caminar por la orilla. A la noche cenamos en un restaurant repleto de gente. Nos parecía raro que la ciudad estuviera tan vacía y en ese lugar las personas se amontonaran para comer. Nos sentamos a una mesa junto a la ventana desde la cual podíamos ver los giros permanentes de la luz de un faro. Mientras yo me perdía en mis pensamientos sobre quienes manejaban el faro, cuántas personas habría dentro, en qué momento lo irían a apagar, mamá recibía complacida la mirada perseverante de un hombre joven, vestido con un pantalón azul, una remera blanca y zapatillas. Aunque trataba de concentrarse en lo que yo le decía mamá no podía dejar de prestarle atención a su pretendiente desconocido. Yo fingía no darme cuenta de la complicidad que se había establecido entre ambos, pero el hombre de la remera había pagado hacía un buen rato y no se decidía a levantarse para irse. Evidentemente esperaba alguna oportunidad para acercarse a mamá, pero no le era muy fácil si yo estaba presente. Entonces simulé ir al baño que estaba en el primer piso. Mientras subía la escalera observé como el hombre joven se incorporaba y fijaba la vista en mi madre. Yo me metí en el baño y desde la puerta entreabierta pude ver sin temor a que me descubrieran que él se acercaba sonriente, que mamá le devolvía la sonrisa, que él depositaba en sus manos una tarjeta y se iba. Cuando volví mamá tenía una mirada radiante.
Al día siguiente después del desayuno mamá me anunció que a la tarde iba a hacer compras en el centro. Me dejó en claro que no necesitaba de mi compañía, y por lo tanto podía quedarme solo en casa haciendo lo que se me antojara. No me dio ninguna posibilidad de protestar. Se fue a las tres de la tarde y yo no ignoraba qué tipo de compras tenía planeadas. Se había comunicado al número de la tarjeta antes de que yo me levantara a desayunar. Seguramente la cita era para las dos o las tres de la tarde. Sentado a la mesa frente a uno de los tomos de la enciclopedia no podía dejar de imaginarme a mi madre y al hombre joven desnudos en una cama angosta, en una habitación con poca luz. Mamá volvió a las siete, el rostro iluminado como la noche anterior, pero con ciertas marcas que denotaban fatiga. Esa noche fuimos a dormir temprano. Y fue esa misma noche que comenzaron las pesadillas, en realidad, la pesadilla: en el consultorio de mi padre, yo revolvía los armarios, buscaba objetos, cuadernos, y alguna otra cosa. Mi padre, vestido con todo el traje roto me miraba desde la entrada. Yo giraba mi cuerpo, me encontraba con él y quería gritar pero sentía que una mano invisible me abrasaba la garganta. Él no cesaba de mirarme pero de pronto me ordenaba que lo siguiera y entonces iba por el pasillo detrás de él, que se desplazaba a toda velocidad, aunque sin correr. Entonces llegaba a la habitación matrimonial, abría la puerta, se abalanzaba sobre mamá dormida mientras adoptaba la silueta de un anciano. Yo no podía hacer nada para separarlos y mamá se sometía a él, que la violaba brutalmente. Ella me miraba con tristeza mientras lanzaba pequeños gritos ahogados. Mi padre a su vez mantenía su mano amenazante sobre el rostro de mamá. Una vez que llegaba a un orgasmo bestial, se echaba sobre mí y alternativamente me desvestía y me golpeaba. Este sueño horroroso me sigue acompañando hasta ahora. Por supuesto, siempre hay pequeñas variaciones, pero en esencia se mantiene sin cambios. De todos modos, como tantas otras veces, no concluía ahí. Cuando me desperté con mis propios gritos desesperados, tuve ante mí la imagen de mi padre que parado junto a mi cama me ordenaba que debía vengarlo. Con ojos inyectados me recriminaba que todavía no supiera quién lo había matado. Mamá entró y la imagen ya se desvanecía. Cuando llegó hasta mí yo no podía explicarle nada de lo que había visto y soñado y sólo repetía febrilmente “papá”, “papá”. Mi pijama estaba empapado de sudor y no podía dejar de toser. Como mas tarde me contó, mi madre estuvo a punto de llamar a una ambulancia pero se tranquilizó cuando mi respiración se hizo más regular. Durante dos horas no pude hablar una palabra. Y cada vez que tomaba impulso para contarle lo que acababa de vivir entre sueños, rompía a llorar. En un momento mi madre fue a buscarme un vaso de agua y yo no pude reprimir un alarido pues tenía la certeza de que mi padre iba a volver a sentarse delante de mí para repetir la escena. Mamá volvió con el vaso de agua en la mano. Me preguntaba qué había visto, qué había pasado, por qué había vuelto a gritar. Recién a la mañana siguiente pude contarle a mamá que había soñado con “él”. No le conté los detalles del sueño, ya que me daba pudor tener que revelar que mi padre buscaba que lo vengaran. Después de esa noche las pesadillas se repitieron una yo otra vez. Mamá no volvió a dejarme solo, excepto por una tarde, horas antes de volvernos.
Pasados seis meses desde su muerte, mamá resolvió muchas de las cuestiones legales que le impedían disponer de una cantidad de bienes de los que ignoraba su existencia. Para no incentivar la avidez de mamá, mi padre se había ocupado de realizar sus negocios en el más absoluto secreto. Aunque ella siempre lo sospechó nunca pudo comprobarlo hasta tener en sus manos las escrituras de compra, apenas acabaron de enterrarlo. Así fue que descubrió que mi padre tenía, entre otras, una casa frente al mar en una ciudad balnearia. Ese mismo día decidió que la íbamos a usar todas las veces que nos fuera posible, es decir siempre que yo no fuera al colegio. Por eso, después de que mamá tomó posesión de la casa, fuimos allá un día antes de que comenzaran las vacaciones de invierno y nos quedamos las dos semanas. Para mí se presentaba como un tiempo maravilloso en el que iba a estar cerca del mar sin tener que soportar -como siempre que fuimos de vacaciones- el malhumor y la ira de mi padre. Eran las primeras vacaciones que iba a pasar sin él y la idea me llenaba de felicidad, sin contar con que iba a estar durante todo ese tiempo solo con mi madre en un lugar bien alejado. Mamá me había permitido llevar los tomos favoritos de mi enciclopedia y yo proyectaba revisar una cantidad de artículos que siempre tenía preparados pero nunca conseguía leer.
Mamá manejó durante unas seis horas. Salimos a la madrugada de un viernes antes de las cinco de la mañana y al mediodía ya estábamos instalados. Ayudé a mamá a poner la ropa en los armarios y a preparar el almuerzo. Después de comer bajamos a la playa. Era un día soleado, primaveral y yo quería meterme en el mar pero mamá sólo me dejaba caminar por la orilla. A la noche cenamos en un restaurant repleto de gente. Nos parecía raro que la ciudad estuviera tan vacía y en ese lugar las personas se amontonaran para comer. Nos sentamos a una mesa junto a la ventana desde la cual podíamos ver los giros permanentes de la luz de un faro. Mientras yo me perdía en mis pensamientos sobre quienes manejaban el faro, cuántas personas habría dentro, en qué momento lo irían a apagar, mamá recibía complacida la mirada perseverante de un hombre joven, vestido con un pantalón azul, una remera blanca y zapatillas. Aunque trataba de concentrarse en lo que yo le decía mamá no podía dejar de prestarle atención a su pretendiente desconocido. Yo fingía no darme cuenta de la complicidad que se había establecido entre ambos, pero el hombre de la remera había pagado hacía un buen rato y no se decidía a levantarse para irse. Evidentemente esperaba alguna oportunidad para acercarse a mamá, pero no le era muy fácil si yo estaba presente. Entonces simulé ir al baño que estaba en el primer piso. Mientras subía la escalera observé como el hombre joven se incorporaba y fijaba la vista en mi madre. Yo me metí en el baño y desde la puerta entreabierta pude ver sin temor a que me descubrieran que él se acercaba sonriente, que mamá le devolvía la sonrisa, que él depositaba en sus manos una tarjeta y se iba. Cuando volví mamá tenía una mirada radiante.
Al día siguiente después del desayuno mamá me anunció que a la tarde iba a hacer compras en el centro. Me dejó en claro que no necesitaba de mi compañía, y por lo tanto podía quedarme solo en casa haciendo lo que se me antojara. No me dio ninguna posibilidad de protestar. Se fue a las tres de la tarde y yo no ignoraba qué tipo de compras tenía planeadas. Se había comunicado al número de la tarjeta antes de que yo me levantara a desayunar. Seguramente la cita era para las dos o las tres de la tarde. Sentado a la mesa frente a uno de los tomos de la enciclopedia no podía dejar de imaginarme a mi madre y al hombre joven desnudos en una cama angosta, en una habitación con poca luz. Mamá volvió a las siete, el rostro iluminado como la noche anterior, pero con ciertas marcas que denotaban fatiga. Esa noche fuimos a dormir temprano. Y fue esa misma noche que comenzaron las pesadillas, en realidad, la pesadilla: en el consultorio de mi padre, yo revolvía los armarios, buscaba objetos, cuadernos, y alguna otra cosa. Mi padre, vestido con todo el traje roto me miraba desde la entrada. Yo giraba mi cuerpo, me encontraba con él y quería gritar pero sentía que una mano invisible me abrasaba la garganta. Él no cesaba de mirarme pero de pronto me ordenaba que lo siguiera y entonces iba por el pasillo detrás de él, que se desplazaba a toda velocidad, aunque sin correr. Entonces llegaba a la habitación matrimonial, abría la puerta, se abalanzaba sobre mamá dormida mientras adoptaba la silueta de un anciano. Yo no podía hacer nada para separarlos y mamá se sometía a él, que la violaba brutalmente. Ella me miraba con tristeza mientras lanzaba pequeños gritos ahogados. Mi padre a su vez mantenía su mano amenazante sobre el rostro de mamá. Una vez que llegaba a un orgasmo bestial, se echaba sobre mí y alternativamente me desvestía y me golpeaba. Este sueño horroroso me sigue acompañando hasta ahora. Por supuesto, siempre hay pequeñas variaciones, pero en esencia se mantiene sin cambios. De todos modos, como tantas otras veces, no concluía ahí. Cuando me desperté con mis propios gritos desesperados, tuve ante mí la imagen de mi padre que parado junto a mi cama me ordenaba que debía vengarlo. Con ojos inyectados me recriminaba que todavía no supiera quién lo había matado. Mamá entró y la imagen ya se desvanecía. Cuando llegó hasta mí yo no podía explicarle nada de lo que había visto y soñado y sólo repetía febrilmente “papá”, “papá”. Mi pijama estaba empapado de sudor y no podía dejar de toser. Como mas tarde me contó, mi madre estuvo a punto de llamar a una ambulancia pero se tranquilizó cuando mi respiración se hizo más regular. Durante dos horas no pude hablar una palabra. Y cada vez que tomaba impulso para contarle lo que acababa de vivir entre sueños, rompía a llorar. En un momento mi madre fue a buscarme un vaso de agua y yo no pude reprimir un alarido pues tenía la certeza de que mi padre iba a volver a sentarse delante de mí para repetir la escena. Mamá volvió con el vaso de agua en la mano. Me preguntaba qué había visto, qué había pasado, por qué había vuelto a gritar. Recién a la mañana siguiente pude contarle a mamá que había soñado con “él”. No le conté los detalles del sueño, ya que me daba pudor tener que revelar que mi padre buscaba que lo vengaran. Después de esa noche las pesadillas se repitieron una yo otra vez. Mamá no volvió a dejarme solo, excepto por una tarde, horas antes de volvernos.
2 de marzo de 2011
"El analfabeto político", de Bertolt Brecht.
El peor analfabeto es el analfabeto político
No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.
No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas.
El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política.
No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.
Bertolt Brecht
Etiquetas:
En la foto: Bertolt Brecht
28 de enero de 2011
CUADERNO INFANCIA 58
Porretti. Maestro de escuela en la Escuela número 10, Distrito Escolar 12, Dr Alfredo Colmo, séptimo grado. Parece increíble que un maestro se ensañe con un chico, que odie a un chico. Pero Porretti me odia, odia cada uno de mis gestos, mi autoconfianza, mi ironía. El conflicto con Porretti no es el habitual que un maestro puede tener con su alumno. Por ejemplo, un alumno que no estudia y un maestro que lo amenaza con diferentes tipos de medidas. Por el contrario, creo que Porretti jamás me puso una mala nota. En ese tiempo yo ya estoy en pleno proceso de recomposición, vuelvo a ser una persona aplicada y responsable después de cuatro años de ser un estudiante mediocre o francamente malo. Estudio las diferentes materias que nos tocan y mi curiosidad por diferentes temas se mantiene intacta. Pero él provoca en mí cierta irreverencia, cierta insolencia que a Porretti lo vuelve loco. No puedo determinar exactamente cuando este maestro y yo nos convertimos en enemigos. Pero creo que fue mi inclinación irrefrenable a contestar lo que nos enfrentó hasta el final. Porretti no es un hombre joven, como Schnitzler, el otro maestro de séptimo, que apenas pasa los veinte años y es estudiante de medicina. Tiene unos treinta y pico, supongo. El pelo completamente peinado para atrás, cejas más bien gruesas, ojos verde bien claro, el rostro muy delgado de tinte rojizo y unos bigotes enormes. Un día, probablemente harto de que yo le conteste cada señalamiento que me hace, harto de mi autoconfianza, decide atacar de frente. Dice en voz alta, para mí y para todos mis compañeros una frase inolvidable, que va a tener para mí repercusiones durante décadas: “Daniel se llama Daniel, pero a partir de ahora lo vamos a llamar ‘ego’”. Contra lo que él espera, la frase, paradójicamente, en lugar de molestarme, alimenta mi ego. Me halaga que el maestro de la clase haya decidido ocuparse exclusivamente de mí, al punto de haber pensado un apodo. Lo único que importa es que ninguno de mis compañeros me llame ego tal como él propone, ya que eso significaría que él tiene seguidores. Y yo tengo la esperanza de que Porretti predique en el desierto. Mi nuevo apodo no me intimida y uno o dos días después llega el momento de hacer un comentario que creo pertinente. Porretti me mira burlón y Goldbaum inmediatamente cumple con la consigna de Porretti. Riendo, me dice: “ego”. Sin importarme si Porretti está escuchando le respondo, indignado “Bien, pelotudo”. Creo que a Goldbaum le queda claro el sentido de mi insulto porque no insiste, queda serio, mira al frente. Y Porretti no me recrimina que lo haya insultado, hasta lo ve natural. A pesar de todo, con el correr de los días, la presión que ejerce Porretti sobre mí me empieza a angustiar. Pero pronto encuentro mi oportunidad para tener mi pequeña venganza personal, antes que Porretti se vaya del colegio. Papá me había enseñado un truco. Uno debía preguntar “¿Está bien dicho yo aré todo lo que pude?” A lo cual el interlocutor seguramente iba a contestar “no”. Y entonces uno le podía mostrar el error, ya que se trata del verbo arar y no del verbo hacer, por lo cual la frase está perfectamente construida. Un día, le cuento el plan a mis amigos de séptimo, que son muchos. Les aviso que voy a hacerle esta pregunta a Porretti delante de todos. Mis esperanzas de hacerlo caer son débiles, pero estoy convencido de que el intento va a valer la pena. Llega el maestro, se sienta. No sé si dejo pasar diez, quince minutos o media hora. Pero finalmente me decido y le pregunto, ante la expectativa de todos. “¿Dígame, está bien dicho ‘yo aré todo lo que pude’?”. Y Porretti: “No”. Y yo: “Sí. Porque es ‘aré’ de arar y no ‘haré’ de hacer”. Hay una explosión de carcajadas. Porretti se pone muy rojo y lanza una andanada de palabras entre las que sólo puedo entender algunas que dicen algo así como “Lo que pasa es que usted Daniel es un estúpido” (Mi apellido durante mi infancia es, sin excepción, Daniel). El insulto no me ofende. Por el contrario, confirma mi victoria y se me presenta como el muy mínimo precio que tengo que pagar (no debo contestarle) para disfrutarla. Pero lo que me da la sensación de gloria total son las risas de mis compañeros, que lo detestan tanto como yo. Después de este episodio, el conflicto con Porretti toma la forma de una guerra abierta, aunque sorda y silenciosa. El ya no oculta su odio y yo no puedo disimular mi desprecio. Me llama a dar lección, yo paso (o no paso, simplemente contesto las preguntas desde mi banco), Porretti reconoce que he estudiado y ahí se acaba la cosa.
Un día, una noticia. Porretti se va. Ha pedido un pase y se lo han concedido. O le han dado un pase que no ha pedido. A nadie le importa, la cuestión es que se va. La gran mayoría, festejamos. Yo interpreto también esto como una victoria personal: voy a terminar el año (y la primaria) en el colegio y él no va a estar ahí. Porretti viene en medio de la tarde, anuncia su retiro. A duras penas podemos contener nuestra alegría. Toca el timbre que anuncia el recreo, nunca más lo vamos a ver. Hay un pequeño revuelo alrededor de Porretti, algunos compañeros se acercan a hablarle. Yo me mantengo a una distancia bien prudente, como para evitar cualquier contacto casual. Carlitos Steinmann se acerca, le da la mano, le desea suerte. Inmediatamente convoca nuestro repudio más absoluto. Carlitos se ha mostrado siempre muy crítico y ahora está ahí despidiéndolo. Lo cuestionamos, pero Carlitos se defiende diciendo algo así como que no se le debía negar el saludo a quien fue nuestro maestro. Cuando al otro día voy al colegio, ya nada es lo mismo. Todo es mejor, el aire es limpio.
Etiquetas:
Robert Capa: "Sin titulo"
18 de enero de 2011
CUADERNO INFANCIA 57
Algunas anécdotas sobre mi tío Jack. Tengo tres anécdotas que hacen que pueda asociar a Jack con momentos maravillosos de mi primera infancia, cuando todavía no he cumplido seis años y pasamos las vacaciones cada enero en Mar del Plata, en un departamento de la calle Avellaneda, en Playa Grande. En las tres Jack se me presenta como una persona sensible. En el primero de los recuerdos, estamos en Playa Grande, es un día sin sol. Jack me dice “vamos al agua”. Se supone que no vamos a ir sólo él y yo sino también sus hijos, mis primos Gustavo y Liz, y mi hermano Eduardo. Yo le digo que no puedo porque recién comí. Jack me pregunta qué comí y yo le cuento que una empanada. Jack: “¿una empanada? ¿tanto lío por una empanada?” Con cariñosa insistencia me convence y todos nos metemos en el mar. En la segunda, estamos en la habitación del fondo del departamento de la calle Avellaneda. Papá y mamá han tenido que volver a Buenos Aires para asistir al entierro de Elías, el marido de Sara, la hermana mayor de mi papá. Ahora que lo pienso no sé por qué Jack no volvió también a Buenos Aires, pero supongo que a esta altura nunca lo voy a saber. Jack y Elsa seguramente han venido a buscarnos para ir a la playa, y los dos están dentro de la habitación. Probablemente en la pieza estamos Carlos, Eduardo, Gaby y yo. La habitación cuenta con dos camas marineras (es decir, una cama apoyada sobre otra) y yo estoy sentado recostado en una de las de arriba. En ese momento, suena el timbre y alguien trae un telegrama. Jack se ocupa de abrirlo y leerlo. El telegrama dice “Perla tuvo un varón”. La mujer de mi tío Carlos, el hermano menor de mi papá, ha tenido un hijo. Todos los que estamos dentro de la habitación aplaudimos, jubilosos. En la tercera yo estoy en la puerta con alguien más, es un día luminoso de un cielo celeste impecable, probablemente ya es mediodía y Jack llega con su mujer y sus hijos en su auto. Jack anuncia que va al balneario Costa Azul, en Punt Mogotes y dice que entonces nos vemos todos allí. En la última, Jack nos lleva a Gaby y a mí al parque Don Orione. El auto de Jack tiene un techo corredizo y entonces les permite a sus hijos asomar la cabeza a través del techo mientras el auto avanza por la avenida. Yo pido también poder asomar la cabeza sin demasiadas esperanzas. Sin embargo, mis primos me ceden el lugar y yo por primera vez en mi vida asomo la cabeza y tengo una impresión inolvidable al sentir el viento en la cara.
El relato del Mariscal. Capítulo 5.
Mi tía ya no exhibía su sonrisa burlona cuando a las nueve nos sentamos a la mesa para cenar con mamá. Ella jamás se enteró de nuestro encuentro en el consultorio y eso me hacía pensar que el juego había sido verdaderamente serio, pues si la tía Elisa se lo ocultaba era porque mamá no se lo iba a perdonar. Había traspasado un límite y de alguna manera estaba en mis manos. Pero yo no tenía coraje para contarle semejante cosa a mamá y además sentía gran amor por mi tía. Sin embargo, ella no era una persona que se daba por vencida ante el menor peligro: iba a volver sobre mí. Todavía nos quedaba por delante otra reunión secreta, última y definitiva. Yo adivinaba que Elisa no iba a permanecer mucho tiempo más con nosotros. Y aunque tardó unos dos meses en dejarnos, finalmente se fue y no volvió por tres años, período fundamental de mi vida en el cual se decidieron una gran cantidad de cosas para mi futuro.
Desde la muerte de mi padre mamá hizo lo posible para que yo no me sintiera desamparado. Y aunque mientras él vivió nunca me había faltado nada que ella pudiera darme, ahora que había muerto ella se deshacía por cumplir mis menores caprichos. Se presentaba ante mí casi como una esclava que no pensaba sino en aquello que me sería provechoso. Mi padre nunca ignoró -ni yo tampoco- que a pesar de todos sus esfuerzos para retenerla en la casa ella se las ingeniaba para salir con otros hombres. No obstante, jamás pudo comprobarlo, lo que quizás le llevaba a creer que las presuntas aventuras de mamá no eran sino el resultado de su imaginación febrilmente celosa. Sólo una vez mamá se vio verdaderamente en peligro, una tarde en que salió con el pretexto de ir a la modista y mi padre logró seguirla sin que lo notara. Ella entró en un garage con cocheras para cientos de autos, en uno de los cuales, un viejo Peugeot, la estaba esperando un amante ocasional. Mi padre cometió el error de bajarse del auto para entrar en el garage a pie. Ella lo vió apenas salieron en el Peugeot. Mi madre comprendió inmediatamente que mi padre la había seguido, le explicó todo a su compañero y lo obligó a que la dejase en la casa de la modista. Cuando papá llegó, mamá hacía rato que fingía preparar la comida en la cocina. Mi padre le preguntó dónde había estado y mamá con total tranquilidad le respondió que había estado con la costurera. Mi padre, furioso, le relató inmediatamente que la había seguido y la acusó de mentirle de manera descarada. Mamá, con delicada ironía le insinuó que había seguido a otra mujer y llamó a la modista para que hablara con él. Sorprendida, la modista le relató los cambios en el escote y en la falda que mi madre le había encargado, además de la confección de un vestido nuevo en una seda de color azul. Mi padre vaciló pues conocía a la costurera y no podía suponer que una persona tan seria como esa estuviera en complicidad con mamá. Después de ese día mamá tuvo muchísimo más cuidado en los pasos que daba y elaboró estrategias mucho más complejas para encontrarse con sus amigos.
Sin embargo, ahora que mi padre ya no existía, mi madre no mostraba ninguna urgencia por salir, sino que, según me decía, deseaba estar conmigo todo el tiempo que pudiera. Suponía que la muerte de mi padre me había afectado y creía que no debía separarse de mí. En esos tiempos comenzó mi pasión por la lectura. Mi madre me compró una enciclopedia enorme que yo asimilaba con avidez. Leía todo lo que tuviera que ver con la biología, la mecánica, la química, la medicina, algo de arte. Pero lo que verdaderamente acaparaba toda mi atención era la geometría. Me fascinaba desde chico encontrarme con las formas perfectas de las figuras, los cuerpos en el espacio, los planos. Me parecía una cosa extraordinaria que con breves fórmulas se pudieran pensar extensiones y dimensiones en apariencia tan complejas. Mi madre no podía entender que con diez años yo me preocupara por temas tan abstractos y difíciles. Y que además lograra una comprensión bastante profunda, al punto que antes de cumplir doce años yo había logrado un conocimiento en la materia equivalente al que puede tener ahora cualquier estudiante secundario avanzado. Muchas veces la oí decir (sin que supiera que la estaba escuchando) que yo era un superdotado, adelantado para mi edad en la mayoría de las cosas, incluso en mi desarrollo físico. En verdad yo era mucho más grande y fornido que mis compañeros de curso y prácticamente parecía un adolescente. Mamá nunca había visto en mí a un niño sino a un hombre pequeño, el cual iba acercándose cada vez más a su propia figura de adulto aunque sin sufrir transformaciones. Mi condición física fue determinante en el vínculo que llegué a establecer con ella. Muchas veces me encontraba con el libro sobre la mesa, se arrimaba a mí y me acariciaba la cabeza con una especie de admiración melancólica. A la tía Elisa tampoco le parecía un chico común aunque por otras razones. Como me confesó algunos años después ella percibía en mí algo que la impulsaba a erotizarse, pero no podía precisar si era algo en mi manera de mirarla o en mi boca o en mi cuerpo robusto, pero evidentemente ella gozaba enormemente cuando se veía desnuda delante de mí. Una noche entró en mi habitación con el pretexto de que tenía algo para contarme. A través de las transparencias de su camisón yo podía adivinar que estaba absolutamente desnuda y por lo tanto sospechaba que algo iba a pasar esa noche entre ella y yo, como las veces anteriores. Se acostó junto a mí y me contó que se iría dentro de pocos días a Colombia, donde unos amigos la esperaban. Pero mientras hablaba, y con la mayor naturalidad, se había sacado el camisón y apoyaba, como la última vez en el consultorio, mis manos en sus tetas. Pasados cinco minutos la tía había cesado de hablar, excepto para decir que moviera mis manos más despacio. Tuvo un impulso de llevar sus manos a mi sexo, y de hecho lo llegó a acariciar, pero se detuvo como quien recuerda un límite sagrado y retiró su mano rápidamente. Yo estaba esa noche más animado que de costumbre y me atreví sin pensar demasiado a bajar la mano derecha desde sus tetas a su vientre hasta alcanzar su nutrida mata de pelos. En vez de detenerme, como yo temía, la tía Elisa me alentó con la exhalación de un gemido grave y contenido. Cuando alcanzaba a colocarme la boca sobre el cuello, la puerta se abrió. Pudimos ver que una silueta a contraluz se plantaba delante de nosotros. Mi madre no emitió sonido, iluminó la habitación y ordenó con la mirada a la tía que se vistiera y se fuera. Elisa obedeció y no trató de dar explicaciones. Esa noche estuvieron discutiendo hasta las tres de la madrugada. Mi madre conservaba una voz calma y prudente. En cambio la tía exhalaba algunos gruñidos justificatorios. Nunca pude enterarme de qué fue lo que se dijeron. Pero al día siguiente, la tía Elisa dejó la casa después de darme un beso a mí y despedir con un abrazo a mamá. Nunca más las volví a ver juntas.
Desde la muerte de mi padre mamá hizo lo posible para que yo no me sintiera desamparado. Y aunque mientras él vivió nunca me había faltado nada que ella pudiera darme, ahora que había muerto ella se deshacía por cumplir mis menores caprichos. Se presentaba ante mí casi como una esclava que no pensaba sino en aquello que me sería provechoso. Mi padre nunca ignoró -ni yo tampoco- que a pesar de todos sus esfuerzos para retenerla en la casa ella se las ingeniaba para salir con otros hombres. No obstante, jamás pudo comprobarlo, lo que quizás le llevaba a creer que las presuntas aventuras de mamá no eran sino el resultado de su imaginación febrilmente celosa. Sólo una vez mamá se vio verdaderamente en peligro, una tarde en que salió con el pretexto de ir a la modista y mi padre logró seguirla sin que lo notara. Ella entró en un garage con cocheras para cientos de autos, en uno de los cuales, un viejo Peugeot, la estaba esperando un amante ocasional. Mi padre cometió el error de bajarse del auto para entrar en el garage a pie. Ella lo vió apenas salieron en el Peugeot. Mi madre comprendió inmediatamente que mi padre la había seguido, le explicó todo a su compañero y lo obligó a que la dejase en la casa de la modista. Cuando papá llegó, mamá hacía rato que fingía preparar la comida en la cocina. Mi padre le preguntó dónde había estado y mamá con total tranquilidad le respondió que había estado con la costurera. Mi padre, furioso, le relató inmediatamente que la había seguido y la acusó de mentirle de manera descarada. Mamá, con delicada ironía le insinuó que había seguido a otra mujer y llamó a la modista para que hablara con él. Sorprendida, la modista le relató los cambios en el escote y en la falda que mi madre le había encargado, además de la confección de un vestido nuevo en una seda de color azul. Mi padre vaciló pues conocía a la costurera y no podía suponer que una persona tan seria como esa estuviera en complicidad con mamá. Después de ese día mamá tuvo muchísimo más cuidado en los pasos que daba y elaboró estrategias mucho más complejas para encontrarse con sus amigos.
Sin embargo, ahora que mi padre ya no existía, mi madre no mostraba ninguna urgencia por salir, sino que, según me decía, deseaba estar conmigo todo el tiempo que pudiera. Suponía que la muerte de mi padre me había afectado y creía que no debía separarse de mí. En esos tiempos comenzó mi pasión por la lectura. Mi madre me compró una enciclopedia enorme que yo asimilaba con avidez. Leía todo lo que tuviera que ver con la biología, la mecánica, la química, la medicina, algo de arte. Pero lo que verdaderamente acaparaba toda mi atención era la geometría. Me fascinaba desde chico encontrarme con las formas perfectas de las figuras, los cuerpos en el espacio, los planos. Me parecía una cosa extraordinaria que con breves fórmulas se pudieran pensar extensiones y dimensiones en apariencia tan complejas. Mi madre no podía entender que con diez años yo me preocupara por temas tan abstractos y difíciles. Y que además lograra una comprensión bastante profunda, al punto que antes de cumplir doce años yo había logrado un conocimiento en la materia equivalente al que puede tener ahora cualquier estudiante secundario avanzado. Muchas veces la oí decir (sin que supiera que la estaba escuchando) que yo era un superdotado, adelantado para mi edad en la mayoría de las cosas, incluso en mi desarrollo físico. En verdad yo era mucho más grande y fornido que mis compañeros de curso y prácticamente parecía un adolescente. Mamá nunca había visto en mí a un niño sino a un hombre pequeño, el cual iba acercándose cada vez más a su propia figura de adulto aunque sin sufrir transformaciones. Mi condición física fue determinante en el vínculo que llegué a establecer con ella. Muchas veces me encontraba con el libro sobre la mesa, se arrimaba a mí y me acariciaba la cabeza con una especie de admiración melancólica. A la tía Elisa tampoco le parecía un chico común aunque por otras razones. Como me confesó algunos años después ella percibía en mí algo que la impulsaba a erotizarse, pero no podía precisar si era algo en mi manera de mirarla o en mi boca o en mi cuerpo robusto, pero evidentemente ella gozaba enormemente cuando se veía desnuda delante de mí. Una noche entró en mi habitación con el pretexto de que tenía algo para contarme. A través de las transparencias de su camisón yo podía adivinar que estaba absolutamente desnuda y por lo tanto sospechaba que algo iba a pasar esa noche entre ella y yo, como las veces anteriores. Se acostó junto a mí y me contó que se iría dentro de pocos días a Colombia, donde unos amigos la esperaban. Pero mientras hablaba, y con la mayor naturalidad, se había sacado el camisón y apoyaba, como la última vez en el consultorio, mis manos en sus tetas. Pasados cinco minutos la tía había cesado de hablar, excepto para decir que moviera mis manos más despacio. Tuvo un impulso de llevar sus manos a mi sexo, y de hecho lo llegó a acariciar, pero se detuvo como quien recuerda un límite sagrado y retiró su mano rápidamente. Yo estaba esa noche más animado que de costumbre y me atreví sin pensar demasiado a bajar la mano derecha desde sus tetas a su vientre hasta alcanzar su nutrida mata de pelos. En vez de detenerme, como yo temía, la tía Elisa me alentó con la exhalación de un gemido grave y contenido. Cuando alcanzaba a colocarme la boca sobre el cuello, la puerta se abrió. Pudimos ver que una silueta a contraluz se plantaba delante de nosotros. Mi madre no emitió sonido, iluminó la habitación y ordenó con la mirada a la tía que se vistiera y se fuera. Elisa obedeció y no trató de dar explicaciones. Esa noche estuvieron discutiendo hasta las tres de la madrugada. Mi madre conservaba una voz calma y prudente. En cambio la tía exhalaba algunos gruñidos justificatorios. Nunca pude enterarme de qué fue lo que se dijeron. Pero al día siguiente, la tía Elisa dejó la casa después de darme un beso a mí y despedir con un abrazo a mamá. Nunca más las volví a ver juntas.
16 de enero de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)