22 de noviembre de 2014
El teatro forjador de mitos.

En mi caso, la reflexión sobre estos principios o fundamentos se vuelve
imprescindible y retorna cada vez con la misma potencia durante el proceso de
escritura de una obra. Mientras me aboco a la tarea de imaginar acciones,
personajes, situaciones, mientras evalúo cuáles son las mejores alternativas de
estructura para el texto que empieza a insinuarse, siempre me vuelven a asaltar
las mismas preguntas: si esa es la materia sobre la que efectivamente debo
trabajar, por qué deseché otras, por qué conviene en este caso una forma
determinada y por qué es mucho más difícil pensar en otras formas. Porque en
cada texto subyace una poética, lo sepa o no el autor. En cada texto el
dramaturgo se ha guiado por determinados principios, aun cuando este mismo
autor no esté siempre habilitado para explicitarlos. De todos modos, creo que
todo autor debería estar en condiciones de dar fundamento a las decisiones que
toma cuando aborda la tarea de escribir una obra.
Y es así que, llegado a este punto, me veo conducido al tema de cuáles son
aquellos principios que me guían en mi labor de creación de textos dramáticos,
es decir, a la explicitación de los elementos que constituyen el núcleo
fundamental de la poética sobre la que asiento mi trabajo de dramaturgo. La
idea central de este breve texto es tratar de exponer esos elementos con la
esperanza de que este mismo planteamiento estimule la reflexión sobre estos
temas y aliente el debate acerca de los fundamentos sobre los que uno toma
decisiones al momento de escribir.
A la hora de pensar en las razones por las que escribo advierto que no es
suficiente afirmar que lo hago para ver presentado en escena lo que vuelco en
el papel. Esta respuesta primera no alcanza siquiera a rozar un tema que me
parece fundamental: si se escriben obras de teatro no se puede dejar de pensar en
la cuestión de qué es aquello que distingue al teatro. Es imposible soslayar el
interrogante acerca de qué es lo específico teatral, es decir, aquello que es
esencial al acontecimiento dramático y sin lo cual no puede darse, aquello que
se ha presentado como condición de existencia del teatro y que va a preservarlo
de cualquier asimilación a otra arte. En otras palabras, se trata de detectar
aquellas condiciones sin las cuales no habría teatro. En este camino
interrogativo nos encontramos con nuestro primer enunciado, sencilla y
fundamental. El teatro no existe sin espacio, sin tiempo, sin determinadas
sustancias (los personajes), sin un orden causal determinado. Cualquiera sea la
materia de que se trate, de ningún modo podrán eludirse estas condiciones de
especialidad, temporalidad, sustancia, causalidad.
Ahora bien, se puede intentar la producción de la materia teatral tratando
de imitar la realidad de una manera mecánica, es decir, intentando captar la
realidad tal como aparece, sin ningún tipo de mediaciones. Esta sería la
actitud de lo que podríamos denominar “realismo ingenuo”, que implica una
intervención casi nula en las condiciones de tiempo, espacio, causalidad y
sustancia del personaje. En el otro extremo, puede establecerse una
intervención conciente sobre dichas categorías y esta intervención puede asumir
múltiples modalidades. Desde mi punto de vista, esta intervención sobre las
categorías se vuelve imprescindible para la elaboración de textos teatrales a
un punto tal que bien podría identificarse la escritura teatral con esta
intervención sobre las categorías de espacio, tiempo, y sustancia del personaje
y causalidad. A esta intervención me parece que bien podría llamársela
“mitologización”: a través de esta intervención se trata de intervenir sobre la
materia teatral para convertirla en “mito”. El teatro, desde mi punto de vista,
debe ser forjador de mitos. Para lo cual, bien se pueden tomar mitos
propiamente dichos para darles un nuevo tratamiento a través de la operación
sobre esas categorías; o pueden tomarse historias conocidas (por ejemplo el
argumento de un clásico) o hechos históricos propiamente dichos para darles una
dimensión mítica (por lo cual, lo que se entiende como teatro histórico
asumiría nuevas formas de ser tratadas: una presentación de la realidad
histórica que permita observar los hechos de una manera absolutamente imprevisible,
novedosa, estimulante); o se puede crear una historia propia y darle un
tratamiento que implique la intervención sobre el tiempo, el espacio, el
personaje, la causalidad.
Esta intervención sobre las categorías no es sino una forma de
extrañamiento de la materia prima original que utilizaría sin mediaciones el
realismo ingenuo. Este extrañamiento nos conduce a transformar la materia en
otra cosa, a producir un tipo de realidad que logra autonomía: ya no necesita
guiarse por las leyes de la constitución de la realidad que conocemos sino de
aquellas que son propias del mundo creado. Este proceso de extrañamiento podría
asimilarse a un proceso de “destilación” mediante el cual la materia teatral se
despoja de toda referencia a la realidad cotidiana. De este modo se multiplican
sustancialmente sus posibilidades, ya que al romper con los cánones del
realismo puede dar lugar a lo fantástico, lo extraño, lo onírico, lo
maravilloso, la poética de los muertos,[2]etc.
Gracias a estas operaciones de intervención sobre las categorías de
espacio, tiempo, causalidad y sustancia (de los personajes), operaciones que
equivalen a procedimientos de extrañamiento (y destilación) de la realidad
cotidiana, lo que nos queda como residuo esencial o producto final es la
materia teatral reelaborada, materia que compone la obra de teatro escrita. Esta
obra que queda tiene una particularidad: se nos presenta como metáfora. Y aquí
vuelvo al interrogante inicial acerca de por qué escribir teatro: creo que si
hay algo que me mueve a escribir es el proceso creativo al fin del cual siempre
queda como objeto creado una metáfora. La metáfora así constituida en tanto
pieza teatral conserva su autonomía. A través del proceso de escritura
dramática se produce una realidad; pero esta realidad no se guía por los
parámetros espacio-temporales de la realidad cotidiana sino por sus propios
parámetros generados durante el proceso creativo: esta realidad así constituida
sólo puede tener lugar en el espacio escénico. Para lograr esta realidad que se
guía por sus propios parámetros de constitución es necesario reducir al mínimo
la participación de lo cotidiano o su directa anulación.
Este procedimiento tiene su correspondencia en el uso del lenguaje. Se
trata de conseguir un manejo del lenguaje que prescinda de la coloquialidad
cotidiana y del costumbrismo. Se trata de buscar un lenguaje puro, cuidado,
pleno de imágenes. Sin embargo, esto no significa caer en el extremo opuesto:
no olvidar que el lenguaje es el vehículo de la acción y nunca puede ser un fin
en sí mismo. La búsqueda de un lenguaje puro no debería hacernos caer en la
solemnidad y la búsqueda de la poesía en el teatro no debería entorpecer el
curso de las acciones dramáticas.
Todos estos puntos así enunciados habilitan una discusión más extensa y más
profunda. Sin embargo, creo que la simple exposición de estos temas alientan ya
una cantidad de debates posibles.
Héctor Levy-Daniel
Héctor Levy-Daniel
[1] Inmediatamente
me vienen a la mente las posibles objeciones a este enunciado: no siempre el
autor escribe en soledad, muchas veces el autor trabaja directamente con los
actores en los ensayos, y otras tantas la dramaturgia de una obra es el
producto de una creación colectiva. Sin embargo, incluso en estos casos,
siempre hay un autor, un responsable que toma decisiones con respecto al
material generado. Estas decisiones suponen siempre un espacio de reflexión
individual.
[2] Muchas de mis
obras tiene como protagonistas a personajes con una entidad específica: muertos
que persisten en su existencia, por lo cual tienen una forma de ser particular
ya que están en un tiempo fuera del tiempo, en un espacio totalmente extrañado,
en un orden causal que nada tiene que ver con el de la realidad cotidiana. La
poética de los muertos es un ejemplo perfecto de intervención sobre las
categorías de tiempo, espacio, sustancia del personaje, causalidad.
21 de noviembre de 2014
Reseña intempestiva: "Katzelmacher", de Rainer Werner Fassbinder (1969).
El relato
funciona como un mecanismo básicamente conformado por siete personajes que
están todo el tiempo ubicados en el mismo lugar, cerca de la puerta de sus
respectivas casas. Ellos son Marie, Erich, Helga, Paul, Gunda, Rosy y Franz. A
través de este mecanismo, cualquier comentario se convierte en información, sin
importar si es verdadera o falsa. Esta información circula de una boca a la
otra de cada uno de ellos, se deforma, se agrava, multiplica sus matices hasta
convertirse en noticia que incumbe a todos.
Salvo Marie
(Hanna Schygulla) -a quien la primera toma del film muestra cerrando un local-
ninguno de ellos tiene una ocupación. Cuando la película empieza, Erich (Hans
Hischmüller) se dispone a cumplir un plan aparentemente peligroso y Marie, su
pareja, le dice que si algo sale mal ya no lo verá. Por su parte Paul (Rudolf
Waldemar Brem) y Helga (Lilith Ungerer) mantienen una relación sexual después
de la cual ella se muestra sumamente pendiente de él, que no repara en sus
gestos y se la quita de encima con desprecio.
A medida que la
acción de la película avance, el vínculo entre Erich y Marie se irá degradando,
y Paul y Helga continuarán esta relación de desprecio y dominación. Rosy (Elga
Sorbas) tendrá por dinero relaciones sexuales con Franz (Harry Baer), quien se
jactará repetidas veces de contar con plata proveniente de su trabajo para
poseer a Rosy. Y Gunda (Doris Mattes) será el permanente objeto de desdén de
todos los hombres del grupo, a causa de su inocultable fealdad.
Aunque no se
explicita del todo, Erich y Paul fantasean con el proyecto hacer trabajar a Marie
y Helga, sus respectivas parejas, de prostitutas. Ambas se niegan
terminantemente, lo cual incrementa la violencia del trato hacia ellas, sobre
todo de parte de Erich hacia Marie.
Por su parte, Franz
sigue contando desvergonzadamente cómo logra tener sexo con Rosy en la casa de
ésta, lo cual excita la imaginación de los hombres del grupo. Y Paul mantiene
una relación por dinero con un hombre llamado Klaus (Hannes Gromball) quien lo
recibe en su departamento
Paralelamente, dentro
de uno de los departamentos del vecindario, Elisabeth (Irm Hermann) y Peter (Peter
Moland) desarrollan una terrible relación, alejados de los miembros del grupo,
los cuales se mantienen casi siempre en el mismo lugar o acuden al bar donde se
miran sin hacer nada o juegan a las cartas. Elisabeth humilla permanentemente a
Peter, le enrostra no tener dinero por lo cual ella debe hacerse cargo
íntegramente de todos los gastos.
Con la llegada de
Yorgos, el griego (encarnado por el propio RWF) todo se modifica. Yorgos, quien
busca un lugar donde hospedarse, se queda a vivir en la casa de Elisabeth que
lo toma como inquilino y desata una catarata de comentarios maliciosos que
vinculan a Elisabeth y al griego. Elisabeth atribuye estos comentarios a la
envidia que las mujeres le han tenido desde que iban juntas al colegio y que
ahora se pronuncia todavía más porque saben que tiene dinero. Para agravar
todo, Peter, en una de las pocas ocasiones en que se lo ve en el mismo lugar
donde se convoca el grupo, cuenta que Yorgos duerme desnudo, que él lo ha
podido ver y está muy bien dotado. Esto deja consternados a quienes lo escuchan
y a partir de ese momento el mecanismo de transmisión de informaciones
funcionará a pleno. El tamaño del pene de Yorgos dispara la imaginación y los
hombres y mujeres del grupo dan por confirmado no sólo que Elisabeth mantiene
una relación sexual con el griego, sino que ésta es de una intensidad
inusitada. Gunda, excitada con la idea de tener una relación sexual con este
hombre dotado, se lo propone directamente a Yorgos, que la rechaza. Gunda de
inmediato cuenta que el griego trató de violarla lo que es recibido por todos
como la noticia de que efectivamente la violó, noticia a la cual cada uno suma
un nuevo detalle. Así, a partir de este momento el griego aparece como un
peligro. Peter se queja ante su mujer de que todos hablan de ellos dos y más
tarde hasta llega a pegarle. Intenta mantener sexo por dinero con Rosy pero
fracasa. Lo mismo le sucede a Paul, a quien Rosy le pide el dinero de inmediato
y no acepta fiarle. Marie, por su parte, abandona a Erich, quien termina
seduciendo a Helga, la mujer de Paul. Marie se enamora de Yorgos con quien
comienza una relación bastante apasionada, lo cual termina por colmar la
paciencia de los hombres del grupo. Todos tienen alguna razón para odiar al
griego, hasta Franz, quien del hecho de que en Grecia haya comunistas deduce inmediatamente
que Yorgos es comunista, lo cual es aceptado como una verdad revelada por el
resto del grupo.
En una escena
fantástica, Paul, Erich y Yorgos están sentados a una mesa del bar. Mientras
los dos hablan pestes delante de él e imaginan diferentes tipos de castigo y
tortura, Yorgos que no entiende alemán, levanta su vaso de cerveza hacia ellos
en señal de brindis y amistad.
Rosy cuenta que
un productor la ha llamado para trabajar en TV y Peter conoce a una mujer
hermosa, rica, independiente y dueña de un auto lujoso. Sin embargo, no
abandona a Elisabeth. En otro momento Erich le pregunta a Marie qué tiene el
griego que él no tenga y Marie responde “eso me lo voy a guardar para mí”. La
respuesta es más de lo que Erich puede soportar.
Sobre el final,
Paul, Erich, Franz y Peter se abalanzan sobre Yorgos y lo muelen a golpes.
Aunque esperan que luego del castigo Yorgos volverá a Grecia, Yorgos no se
muestra dispuesto a abandonar el lugar. Elisabeth, en lugar de echarlo, planea
tomar otro inquilino para lo cual proyecta reducir la habitación de Peter a la
mitad. Helga ha quedado embarazada de Paul y ha abortado. Marie sueña con
acompañar a Yorgos a Grecia y Erich anuncia que entrará en la marina.
20 de noviembre de 2014
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