Apenas puedo evocar algunas imágenes muy débiles de mi primera mañana en el Colegio Maimónides. Tengo siete años y estamos en mayo o en junio. Pero puedo recordar perfectamente un episodio de mi primera tarde, en la clase de hebreo. Estamos en el aula del segundo piso, la que da directamente a la avenida Avellaneda. Me han sentado al lado de un chico que es bastante más grande que yo, me lleva dos o tres años. A la tarde, en la clase de hebreo, se juntan chicos que durante la mañana, en las clases de castellano, van a diferentes grados y por lo tanto tienen diferentes edades. Incluso hay quienes de mañana van a otros colegios, pero vienen a la tarde especialmente a estudiar hebreo. Por lo tanto, yo, que estoy en tercer grado a la mañana, a la tarde estoy en primero, junto con chicos de seis años, pero también con otros mayores que yo. Y el primer compañero de banco que me toca en suerte es mayor que yo. Y es un tipo pesado, agresivo, y se ocupa de hacerme sentir que soy nuevo. Me pregunta idioteces y recibe mis respuestas con comentarios despectivos. Yo me defiendo como puedo mientras la maestra nos habla en un idioma del cual no entiendo una sola palabra. Siento un desasosiego que imagino eterno, ya que no puedo figurarme de qué manera voy a comprender alguna vez las palabras que nos dice la maestra delgada, de pelo corto y ondulado, de modales suaves. Mientras tanto, el pesado que me tocó en suerte no para de hablarme. En algún momento establecemos un pequeño intercambio de preguntas y respuestas, no sé sobre cuál tema. Yo hago algún tipo de afirmación tajante y él me desafía: “juralo”. Inmediatamente, a manera de juramento, cruzo sobre mis labios el dedo índice de mi mano derecha, tal cual como aprendí a jurar con mis compañeros de mi escuela anterior, mis compañeros del barrio. El pesado me ve, se horroriza y me pregunta “¿qué hiciste? ¿Qué hiciste?”. Yo me quedo petrificado, incapaz del menor movimiento. Me doy cuenta de que lo que acabo de hacer es una especie de insulto en un colegio judío y me preparo para lo peor: que este imbécil se lo diga a la maestra. Inmediatamente decido que voy a negar el gesto que acabo de hacer ante él, ante la maestra, ante la directora, ante el rabino y ante el presidente de Israel. Sin embargo, el pesado no insiste y todo termina ahí.
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