8 de diciembre de 2008
CUADERNO INFANCIA 29
El hombre que me ha preparado para mi Bar Mitzvah, que me ha enseñado las oraciones que tuve que decir en el templo, que me ha pedido que las memorice para evitar problemas (aun cuando yo podía leerlas), que me ha regañado después de la ceremonia porque mi lectura fue bastante pobre y no obedecí su orden de memorizar las palabras en hebreo, ese hombre, por un descuido, porque nadie se acordó de él luego de mi Bar Mitzvah, no ha recibido el pago por su trabajo. La única que advierte la falta es la Abuelita Zequíe, la madre de mi mamá, que no se sabe por qué está al tanto de lo que pasa y le pide a mamá la plata para ir hasta donde vive, en la calle Canalejas entre Emilio Lamarca y Concordia, y saldar la deuda de una buena vez. A Abuelita no le da vergüenza ir hasta ahí, encontrarse con este hombre religioso, de pelo abundante, canoso y corto, de cejas pobladas, tez mate y anteojos gruesos y darle la plata, aunque haya pasado mucho tiempo. Entonces Abuelita, siempre preocupada por el equilibrio y por la justicia, llega hasta su casa, le explica que hubo un atraso, un olvido, le da el dinero y restablece el orden interrumpido. Tiempo después (quizás uno o dos años después) durante una de las fiestas, tal vez Rosh Hashaná, mientras camino por Emilio Lamarca hacia Avellaneda, me encuentro con el hombre, que me recrimina que no esté vestido de traje para la fiesta, que no vaya al templo, que no siga lo que la tradición religiosa ordena. Como si yo hubiese traicionado el mandato para el cual me preparó. Yo me avergüenzo, pero no demasiado. Lo único que quiero es que deje de hablarme y así seguir mi camino, tranquilo.
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