2 de marzo de 2010

CUADERNO INFANCIA 54


Una tarde de verano en la casa de Emilio Lamarca. En realidad sé que es verano porque el año escolar ya ha terminado y no tengo nada que hacer. Recorro la casa una y otra vez tratando de encontrar algo que me distraiga. No sé qué tipo de juego físico hago en el patio pero de pronto, con un mal movimiento, mi pie se me dobla, caigo, el empeine se me hincha, un dolor insoportable me hace llorar. En casa no estamos más que Gaby y yo. No tenemos a quien recurrir. Lloro tanto que Doña Carmen, una de las inquilinas de papá (alquilan el fondo de la casa, en el cual hay un patio lleno de jaulas con pájaros y varias habitaciones), toca la puerta y entra en casa para saber qué es lo que me está sucediendo. Sigo dolorido a lo largo de ese día, mamá espera que llegue papá, que conoce a un hombre que se dedica a eso, a arreglar huesos. Creo que cuando por fin llega ni cenamos, nos subimos al auto y vamos a lo de un hombre ya mayor, de pelo blanco, que vive por Ciudadela o Ramos Mejía. El tratamiento es sencillo y algo salvaje: tiene que darme un tirón como un golpe seco para volver a colocar el hueso de mi pie en su lugar. Sin dejar de temblar ni un momento me siento enfrente del hombre y extiendo la pierna hacia él, que toma mi tobillo con las dos manos. Cuenta hasta tres y me da el tirón. Yo pego un grito y ya está, mi pie se ha recuperado. Subimos al auto, papá maneja de vuelta a casa. Cuando llegamos, alrededor de la mesa del comedor algunos de mis hermanos han terminado de cenar y en la televisión está comenzando una película que se llama El jardín de Alá. Papá me pregunta si sé lo que quiere decir ese título. Supongo que no lo sé porque me explica que quiere decir "El Jardín de Dios". Es un momento de plenitud, una noche de diciembre, el calor confirma verano o casi verano, yo ya he superado mi esguince, me quedan aún todos los días de las vacaciones por delante, a partir de ese bendito momento.

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