17 de julio de 2020

Monólogos en segunda persona 7. Encuentro esperado.

El: y si yo te espero enfrente de la puerta del jardín, día tras día te veo pasar por la vereda y pararte siempre en el mismo rincón, a la sombra de un jazmín paraguayo, te quedás ahí casi sin hacer un solo movimiento, como si alguien te hubiera dibujado en ese lugar, salvo para saludar a alguna madre que viene también a buscar a un nene o una nena y te da un beso y te dice un par de palabras, vos el mismo gesto amable que te conozco desde siempre, cada tarde te veo y me digo que es imposible, te observo y vos ni siquiera me podés reconocer, muchas veces nos cruzamos y me miraste sin prestarme ninguna atención mientras yo aprovechaba esos segundos en que estábamos frente a frente para fijar tu imagen en mi retina y comprobar que a pesar de tantos y tantos años seguís siendo exactamente la misma, aunque el color de tu pelo ha variado ahora ya no es tan rubio sino de un castaño muy claro, tu belleza se mantiene intacta y aunque tantas veces te vi en la televisión, aunque tantas veces me quedé hipnotizado con tu figura, tus ojos claros que miraban a cámara, tu sonrisa que tanto me protegía en otro tiempo, como los abrazos, los besos, las palabras amorosas, las promesas, entonces solamente eras una imagen en la pantalla para millones de personas, para todos menos para mí, y ahora cada tarde estás a una distancia que puedo recorrer en pocos segundos pero no me atrevo, no me atrevo aunque para esto volví desde tan lejos, a esperarte uno y otro día hasta que me encuentres, me reconozcas, también yo viví mucho y al mismo tiempo si no estabas conmigo no viví nada, el tiempo se precipitó, soy el mismo de siempre pero ya no puedo saltar como antes, y tengo que usar lentes gruesos para seguirte con la mirada, tal vez por eso no podés darte cuenta de quién soy, pero hoy algo sucede, tal vez un milagro, una mujer de pelo rojo y lentes de sol te saluda pero vos ni te das cuenta porque estás distraída, fijás toda tu atención en mí, hay algo en mi mirada que te llama, la mujer de pelo rojo te habla sin parar, no se da cuenta de que no la escuchás, vos seguís con la vista fija en mí, la dejás a la mujer hablando sola, sonreís, te acercás, y me preguntás si soy el que creés que soy, y ahora el que sonríe soy yo, cuando te digo que sí, que soy ése que crees que soy, me rodeás con tus brazos en un abrazo interminable, repetís mi nombre una, dos, diez veces sin dejar de abrazarme, me ametrallás a preguntas que no respondo, solamente me río y me río, ahora el que te abraza soy yo, quiero que mi abrazo dure para siempre, tantos años soñándote, tantos años mirándote a través de una pantalla de televisión, pero ahora estás ahí, te puedo tocar, te puedo sentir, te puedo abrazar, permanecemos los dos en silencio, vos aprisionada en mis brazos hasta que me preguntás si no estaba viviendo en Madrid y yo me apuro y respondo que sí, que viví en Madrid hasta hace muy poco pero que ahora estoy aquí por vos, muchas veces me imaginé el encuentro y jamás se me ocurrió decirte en esa escena ensayada lo que ahora te digo, pero una energía incontenible me obliga a confesarte eso, no encuentro la manera de evitarlo, es una locura pero ya está, ya lo sabés, tanta emoción me perturba y siento que me mareo, me preguntás si todo está bien y escucho tu voz y me doy cuenta de que sos real, no es una escena imaginada, el tono de tu voz gruesa y femenina es real, y te tranquilizo, te digo que es la emoción de haberte encontrado, me preguntás cómo te ubiqué y en el mismo momento en que estoy por responderte sale una nena rubia con dos trenzas negras y cachetes rosados y corre hacia vos y se abraza a tus piernas, y vos te ponés en cuclillas y la abrazás y te abraza, la nena me mira y vos me presentás a Abril, tu nieta que me sonríe y me dice “hola Blas” y yo me agacho y le doy un beso en el cachete gordo, de pronto algo te incomoda de todo este encuentro y me decís que te tenés que ir con un gesto de pena, para mí es el fin pero junto fuerzas y te respondo que quiero verte, decís un número de teléfono que yo trato de retener, pero se me perdieron dos cifras y te pido que me lo repitas, te das cuenta de que estás demasiado nerviosa, repetís con lentitud cada una de las cifras que voy grabando a fuego en mi memoria, me das un beso en la mejilla y en un segundo ya desapareciste sin que yo sepa bien por dónde, vuelvo al departamento repitiendo el número y lo sigo repitiendo cuando terminé de cenar y llega el momento de acostarme, aunque lo anoté en la última página del libro que estoy leyendo. A la mañana siguiente, mientras me pregunto cuál será la mejor hora para llamarte y si me vas a atender o no, suena mi celular y en la pantalla aparece el número que me repetí toda la noche. Apenas puedo respirar cuando te digo hola, pero no hace falta que te diga nada más porque hablás vos sin parar, querés verme en ese mismo momento, me aclarás que estás feliz, me preguntás si acepto que me visites, llegás en menos de quince minutos, nos besamos como cuando éramos jóvenes, nos desvestimos uno al otro como cuando éramos jóvenes, nuestros cuerpos se reconocen después de tantos y tantos años, hacemos el amor a la mañana y a la tarde, te vas al anochecer con la promesa de volver sin falta al otro día, tu marido te espera para cenar.

La imagen de hoy: "Brote", de Kathe Kollwitz.

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12 de junio de 2020

Material para la escritura de una versión de Barba Azul. Bernardo




Bernardo: Sé que existe una idea muy extendida según la cual todos los chicos se enamoran de la maestra. Pero mi amor no fue como cualquier otro amor infantil.  Mi imaginación siempre fue precoz. Y mi avidez por saber, insaciable. Mientras mis amigos de otras casas perdían el tiempo en juegos inocentes, yo me demoraba mucho más tiempo del necesario para un niño en la biblioteca de papá. Confirmaba que no hubiera nadie cerca, me trepaba al primer estante y estiraba mi cuerpo y mi brazo para alcanzar cualquiera de los libros que estaban en la estantería más alta. Había descubierto que papá usaba esa fila tan lejana para guardar los libros que consideraba inconvenientes para mí. Entre los ocho y los diez años había leído casi todos esos libros que incluían figuras anatómicas, relatos eróticos, novelas de guerra con escenas perturbadoras de crueldad y violencia. Así fue que me convertí en un experto en una cantidad de temas que a los demás compañeros de colegio les estaban totalmente vedados y a los diez años ya tenía un conocimiento de ciertas materias que aventajaban al de cualquier adulto medio. Yo era una fuente de conocimiento para mis amigos, los cuales acudían a mí cuando se presentaba alguna controversia sobre algún tema del que no podían hablar con ningún adulto. Y si yo me inclinaba por una posición u otra del debate, mi palabra era aceptada por la parte perdedora como un veredicto inexorable.


Pero seguía siendo un chico, con toda la sensibilidad y la candidez que todavía conserva un niño hasta los once o doce años. Y con esa misma candidez me enamoré de la señorita Marta, mi maestra de cuarto grado. La señorita era muy bella (debe de serlo todavía) y lo que más recuerdo de ella era su cutis rosado e impecable, su lengua detrás de sus dientes blancos cuando sonreía y sus ojos castaños que parecían poder ver cada uno de mis pensamientos. Yo era un alumno excelente, no tenía dificultades para aprender y todas mis aptitudes las ponía al servicio de que la señorita pusiera su atención en mí. Matemática, historia, geografía, lengua, cada una de las lecciones que yo me aprendía estaban dedicadas secretamente a conquistarla. Y entonces yo me imaginaba que por fin ella se rendía ante mis esfuerzos, encontraba alguna razón para besarme en la boca y ponía en práctica conmigo todo lo que yo había aprendido en los libros de la fila alta de la biblioteca de papá. Muchas veces me sorprendió observándola con ojos de enamorado. En esas ocasiones yo alcancé a captar una sonrisa tierna e irónica, una sonrisa que al mismo tiempo que alentaba mis fantasías me decía que nuestro romance nunca iba a suceder, que yo era demasiado joven, que ella nunca iba a poder esperar que mi cuerpo se transformara, se cubriera de vello y adquiriera la virilidad necesaria para afrontar toda la violencia que una relación con ella iba seguramente a requerir. Todo ese año en que la señorita Marta estuvo a cargo de mi clase estuve pendiente de ella.

Un día salí del colegio y la señorita Marta estaba tomada de la mano de un hombre. La señorita pudo seguir con precisión la trayectoria de mi mirada de sus ojos a su brazo, de su brazo a su mano, de su mano a la mano a la que estaba unida, de esa mano a su dueño, un hombre muy flaco, joven y de cara arrugada, de anteojos gruesos. La señorita no pudo contener una breve carcajada ante mi gesto de sorpresa que no llegué a disimular. Yo recuerdo que una ola de calor se disparó recorrió todo mi abdomen hasta llegar a mis orejas. Me apresuré a salir con la sensación de que mi cara entera ardía. Caminé las siete cuadras que me separaban de mi casa tratando de entender por qué había elegido a una persona tan fea para traicionarme. La imagen del hombre se plantaba una y otra vez ante mí, los lentes oscuros, la cara con arrugas, las manos entrelazadas. Y cada vez que recordaba la risa de la señorita, el calor volvía a subir desde mi estómago hasta que poco a poco se convirtió en una leve náusea. Cuando llegué a casa, mis sueños románticos estaban despedazados. Subí a mi habitación, me eché boca abajo en la cama y lloré.


A partir de esa tarde ir al colegio se transformó en un suplicio. Levantarme de la cama, desayunar, entrar en el colegio, esperar que icen la bandera, entrar al aula, enfrentar la mirada impiadosa de la señorita Marta era mucho más que lo que yo podía soportar. Estaba convencido de que la señorita había cambiado su actitud hacia mí y su modo de mirarme era otro. En cada mirada, en cada palabra, en cada sonrisa que me dirigía yo sólo era capaz de detectar solamente ironía. Sin embargo no perdía las esperanzas. Imaginaba que dejaba a su novio flaco y arrugado y quedaba en una situación de absoluta soledad que sólo yo era capaz de revertir. Imaginaba que la señorita Marta deambulaba por la vida durante años sin encontrar a quien amar y mientras tanto yo crecía, me volvía viril y entonces era capaz de enamorarla, sacarla de su estado solitario, convocar su confianza y hacerla mía para siempre. La señorita no volvió a mostrarse en compañía de su novio por lo cual mis esperanzas fueron tomando cada vez más vuelo. Pero un día, un miércoles a la mañana, en lugar de la señorita Marta apareció una mujer baja, rubia, con gesto agrio reafirmado por sus anteojos de carey negros y gruesos. Esta mujer nos informó que estaba allí para reemplazar  a Marta, quien había renunciado. Quisimos saber las razones por las que la señorita Marta iba a dejar de venir para siempre al colegio pero la maestra suplente de gesto acre solamente se limitó a preguntarnos que fue lo último que habíamos visto de matemática. Nunca supimos por qué la señorita Marta renunció. Jamás la volví a ver, pero nunca dejé de recordarla. Y a partir de entonces, a lo largo de muchos años, comencé a buscarla en cada mujer que conocí. Si sentía que algún gesto de Marta retornaba en cualquier mujer que yo conocía (una camarera, la esposa de un amigo, la empleada de un banco, una dama desconocida en el club) entonces yo iba hacia ella para averiguar si esa sensación era efímera o podía transformarse en algo más. Y cuando notaba que en esa mujer que tenía ante mí podía recuperar a la maestra de mis sueños hacía todo lo posible para conquistarla. Lamentablemente mis decepciones eran feroces, y sobrevenían de un momento para otro. De pronto me daba cuenta de que esa mujer que tanto me había ilusionado, esa mujer que yo creía amar porque recuperaba la imagen de mi maestra, en realidad no tenía nada que ver con ella. Así, esta mujer se me presentaba como una farsante que había estado tratando de engañarme usando todo tipo de disfraces que me hicieran pensar que era la persona adecuada. Y la sola idea de que quien hasta ese momento era una mujer querida se convertía de pronto en una estafadora que trataba de apropiarse de lo mejor de mi alma me llenaba de tanto rencor y resentimiento que a duras penas podía refrenarme. Entonces volvía contra esta estafadora toda mi violencia física que no podía dominar. Varias veces luego de estos trances me encontré con el cuerpo de mi acompañante entre mis manos. Indefectiblemente me sentía el ser más desdichado de la tierra, le pedía perdón, mostraba mi más eterno arrepentimiento. Pero la mujer muerta  se mostraba incapaz de escucharme. Entonces comenzaba para mí la más ingrata tarea que consistía en deshacerme del cuerpo de la desgraciada y de fingir ante mis conocidos y las autoridades que se había tratado sólo de un accidente.

 

Héctor Levy-Daniel

 









25 de abril de 2020

Monólogos en segunda persona 6: "Ya todo es imagen".

El: me pediste que te esperara en el bar. Me dijiste que tal vez tardabas, que tal vez te demorabas y a mí no me importó. Lo único que quería era verte y si para verte tenía que esperarte, iba a estar en el bar todo lo que hiciera falta. Todavía recuerdo el momento en que entré al bar, todavía no eran las siete de esa tarde de invierno pero ya se había hecho muy de noche por lo cual ya estaban encendidas todas las luces y sentado al lado del ventanal enorme a través del cual esperaba verte venir me pedí un café y un coñac que fui haciendo durar hasta que se terminó y tuve que pedir otro. Eran las ocho y no habías llegado y me moría por saber dónde estabas, cuánto más ibas a tardar, quería llamarte y muchas veces marqué tu número desde mi celular pero siempre pude cortar antes que empezara a sonarte. A las ocho y media iba ya por el tercer coñac y a las nueve recién apareciste, te vi llegar a través del ventanal y estudié tu cara para tratar de adivinar cómo estabas, qué pensabas, qué era lo que me ibas a decir. Sentía que detrás de la bruma con que el coñac me había rodeado te podía estudiar mejor que nunca, podía detectar aquello que tal vez ni vos misma sabías, de pronto se me ocurrió, cuando te vi a través del ventanal enorme, que me obligaste a esperar tres horas y sin embargo no habías decidido nada y eso me puso casi contento, me dio esperanza, porque cuando me senté a la mesa estaba seguro que esa noche iba a ser la última.  Te vi atravesar la puerta y girar la cabeza para encontrarme, tuve el impulso de levantar la mano para que me vieras pero enseguida me contuve para no mostrarte toda la angustia y la expectativa que me estaban sacudiendo por dentro. Aunque sin verte podía presentir cómo te acercabas con paso firme y sin apuro, solamente levanté la cabeza y lo primero que me encontré fue tu sonrisa, que se me apareció como un veredicto: al menos esa no iba a ser la última noche. Pero no me saludaste, ni me diste un beso en la mejilla. Te sentaste, tomaste entre tus dos manos mi tercera copa de coñac y bebiste un sorbo. Sonreí y vos me viste sonreír pero seguiste sin hablar. Fue en ese momento que dije “¿y entonces?” y vos: “Quiere que nos vayamos de viaje pero le dije que no, que ahora no”. Y fui yo ahora el que tomó la copa en una mano y bebió un sorbo enorme hasta que casi no quedó nada. Y entonces, tal vez por efecto de tanto coñac , todo me empezó a dar vueltas. Y así fue que te vi poner tu cara entre tus manos, sonreír con tristeza y decir “sabe de nosotros, sabe que en este mismo momento estoy acá con vos, no se lo dije, pero él me dejó claro cuando me iba, que sabía que lo dejaba para encontrarme con vos, pero no le importa, dice que no quiere perderme”. Y te pregunté si entonces no lo ibas a dejar y me dijiste que no y otra vez todo empezó a dar vueltas y te pregunté si me ibas a dejar a mí y también me dijiste que no. Y  quise saber cómo se iba a solucionar eso y vos: “no tiene solución”. Te ofrecí algo para tomar y me dijiste que lo único que querías era salir de ahí, caminar por la calle en esa noche ya con estrellas que se estaba poniendo helada. Y así fue que pagué y salimos los dos, con mi mareo te oía reírte a carcajadas, tu risa me venía como filtrada por una distancia infinita y me costaba reírme a mí también, me conformaba con escucharte reír, con cada carcajada tu aliento se convertía en vapor en el aire helado. Caminamos sin dirección unas diez cuadras, buscábamos los dos lo mismo pero sin atrevernos a decirlo. De pronto nos encontramos con una puerta doble de un hotel, nos detuvimos y nos miramos sin siquiera sonreír. Tomaste el picaporte y empujaste la puerta sin mirarme, te seguí y en poco tiempo estábamos dentro de la habitación, desnudos, me pediste que te penetrara sin ningún tipo de prólogo, lo entendí, era cuestión de estar fundidos,  casi no quería moverme, quería que el tiempo se detuviera en ese presente inesperado, así estuvimos unidos sobre esa cama cómoda y simple hasta que el teléfono sonó y la voz aguda de una mujer me indicó que había llegado la hora de irnos. Nos vestimos lentamente mientras te preguntaba qué iba a ser de nosotros, fue entonces que por primera vez te declaré que te necesitaba, que no te quería perder de ninguna manera, que estaba dispuesto a esperarte. Te abracé como si nunca te hubiese abrazado antes y vos rompiste a llorar y yo te quise entonces todavía más que cuando hacíamos el amor unos minutos antes. Al día siguiente no atendiste mis llamados, y agonicé durante cada hora esperando tu respuesta. Y supe que ya no me ibas a responder, que todo lo que había pasado, tus manos en mi copa de coñac, tu aliento convertido en vapor en plena calle, tu figura detenida junto a la mía frente al portón del hotel, tu cuerpo desnudo sobre la cama cómoda y simple, tus gemidos de placer, tu llanto derramado contra mi pecho, todo había sido una despedida perfecta que no necesitaba de más explicaciones. Ese anochecer en el bar, los tres coñacs, la cabeza que me daba vuelta, la alegría de tenerte enfrente del otro lado de la mesa, todas las cuadras que caminamos en la noche helada, la sensación de infinito en el momento en que nuestros cuerpos se fundieron son una sola imagen que no me abandona porque sé que es lo único que queda de vos.


Buenos Aires, 24 de mayo de 2019.

Héctor Levy-Daniel

La imagen de hoy: "El balcón", de Balthus.


30 de marzo de 2020

Monólogos en segunda persona 5: Del otro lado de la puerta.

Ella: suena el timbre. Sé que estás detrás de la puerta. Me dijiste que ibas a venir y cumpliste. Cumpliste, incluso sabiendo que no te iba a abrir. Pero ahí estás, seguro de que tarde o temprano me voy a aflojar. Suena el timbre. Me levanto y pongo el ojo en la mirilla para confirmar que seas vos, aunque no hace falta confirmar nada, estás ahí, lo sentí antes de verte, apenas apoyé el pecho en la puerta para acercar el ojo a la mirilla. Como si presintieras que en ese mismo momento del otro lado estoy yo, me llamás, mi nombre suena en tu boca una y otra vez, mi nombre y una respiración cortada y después el sonido grueso de tu voz inconfundible que me dice que tenemos que hablar y que viniste de muy lejos para verme, que pasó demasiado tiempo y que a partir de ahora querés, decís que querés algo pero te cortás, y después volvés para decir que en el otro país no hiciste otra cosa que extrañarme cada hora de cada día y ahora estás ahí, con tus patillas, tu chaleco, tu pantalón de lona gris, esperando que te abra para que vos me puedas ver, para que yo pueda verte, no lo decís pero está claro que también esperás que nos abracemos, nos besemos, apenas abra la puerta, pero no te abro, no me muevo, no quiero hacer el menor movimiento, no quiero hacer el menor ruido que te indique que estoy acá en esta casa, que alguna vez fue de los dos, antes que enloquecieras, antes que empezaras a decirme que no podías ya más con nuestra relación, antes que se te ocurriera que no querías vivir conmigo, antes que te pelearas con todos tus amigos, hasta Silvio, el mejor, el que más te quería, empezó a esquivarte después que lo insultaste tanto, después que le mostraste todo tu desprecio, justo a él que tanto te sostuvo en los peores momentos, por eso tal vez tuviste que dejar el país, te quedaste sin nadie que te soportara, y ahora, después de tanto tiempo venís para hacerme creer que cambiaste y es probable que te crea, es probable que hayas cambiado, y es posible que hasta te quiera como te quería cuando te ibas y no volvías por una semana, o cuando llegabas borracho pidiendo que te perdone y entonces quería protegerte de todo como si fueras un chico, tal vez ahora estás detrás de la puerta para pedir perdón como entonces, para pedirme que te crea como te creía cuando volvías, y estaría muy dispuesta a creerte, lo que pasa es que ya no depende de mí, lo que pasa es que también cambié, algo se movió dentro de mí, algo respira de otra manera, y si abriera y te dijera esto el que no me lo creería sos vos, seguro vas a pensar que estoy fingiendo, que estoy tratando de hacerme la dura para hacerme valer un poco, porque en el fondo lo único que me interesa es que volviste, que ya estás acá y no veo la hora de abrazarte y cubrirte de besos y llevarte a la cama y recuperar todo lo que perdimos en todo este tiempo, pero te juro que no es así, te digo,  sos una figura de otro lugar, y por eso no puedo entender que ahora estás ahí y que te pueda ver por la mirilla, como antes, ahora tu voz es como un eco del pasado y sos como un espectro que está detrás de la puerta, un fantasma que busca volver a tener carne, piel, voz, suena el timbre, esta vez sostenés el dedo para que no pare de sonar, volvés a llamarme, hay algo desesperado en tu voz que hace que me ponga a llorar, me tengo que alejar de la puerta por miedo de que me escuches, doy unos pasos atrás, me meto en el baño, suena el timbre, lloro, porque tengo ganas de abrirte y porque de pronto se me aparecen miles de imágenes en las que estamos vos y yo juntos, en una playa un día nublado con los pies en el agua, o cantando los dos al ritmo de tu guitarra mientras el sol se oculta en un campo, o en un boliche donde todos nos miran bailando como si fuéramos la pareja perfecta, suena el timbre pero esta vez empezás a golpear la puerta con violencia, de pronto te convertís en aquel que viniste a dejar atrás, y tanto ruido hace que Silvio, que duerme en la que era nuestra cama, en nuestra habitación, se despierte, se levante, me busque por toda la casa, mientras la penumbra del día que se acaba lo invade todo, estamos en la oscuridad y Silvio es una sombra que se desplaza y entiende todo y quiere abrirte pero me arrojo sobre él, lo beso en la boca, le rodeo la cara de besos, lo abrazo con todas mis fuerzas como si fuera mi salvación, es mi salvación, es quien me sacó del pozo en el que me metiste, suena el timbre pero ya no lo escuchamos, lo llevo conmigo de a poco sin dejar de besarlo, lo voy empujando hasta la puerta de la habitación primero y después hasta la cama sin que se dé cuenta, me doy vuelta, cierro la puerta con muchísimo cuidado, el timbre suena, tu voz suena, tus golpes en la puerta suenan, pero ahora Silvio y yo estamos en la cama, una vez más los dos desnudos, un cuerpo contra el otro, tu voz se va extinguiendo, el timbre deja de sonar.

Héctor Levy-Daniel

La imagen de hoy: Soledad, de Paul Delvaux.


3 de marzo de 2020

Monólogos en segunda persona 4: La mañana en el bar.




Salgo de mi casa, medio dormida, hace frío, está nublado pero el sol anuncia que va a a salir, veo un resplandor más allá de los edificios, me siento reconfortada por haberme puesto mi abrigo que tanto me gusta, me siento protegida, algo en el aire de la mañana me pone feliz y así recorro las primeras dos cuadras que me llevan a mi estudio donde en cuarenta y cinco minutos van a estar mis alumnos para su clase de los martes, miro mi reloj, tengo cuarenta minutos exactos para desayunar en el bar que tanto me gusta, me imagino que voy a comer tres tostadas con un café bien caliente, o tal vez dos medialunas, me digo que ya falta poco y en el preciso momento en que me toque sentarme en la silla al lado de la ventana, que siempre está libre como si me estuviera esperando, seguro voy a decidirme, y entonces por fin llego a la puerta, me dejo envolver por el calor agradable, por la atmósfera acogedora del bar, por la luz que entra por los amplios ventanales, busco con la mirada mi lugar junto a la ventana. Y entonces te veo. Estás sentado en mi lugar, justo ahí. Con ella. Me ves y te quedás con la mirada fija en mí durante unos segundos, como hipnotizado. No hacés ningún movimiento, sólo mirás, con tanta intensidad que hasta creo que vas a levantar una mano para saludarme. Pero eso es imposible.  Con tanta intensidad que ella trata de seguir la dirección de tu mirada y por eso gira su cabeza de pelo rojizo, corto,  y mira hacia el punto exacto en el que me encuentro. Y durante unas décimas de segundo alcanzo a ver por primera vez el color celeste de sus ojos, después giro la cabeza como buscando otra mesa, vuelvo a mirar hacia tu lugar, que es mi lugar, y todo ha vuelto a la normalidad, puedo ver la nuca de ella y te puedo ver a vos que ahora le dirigís toda tu atención, de pronto he quedado afuera del pequeño círculo que los envuelve, me pregunto qué voy a hacer, en ese momento Lucía la camarera se acerca y me saluda con un beso mientras me dice con un sonrisa que mi mesa está ocupada y me ofrece otra, no le respondo doy unos pasos como aturdida, llego hasta la puerta, tomo el picaporte pero no giro, me quedo como detenida en el tiempo y una señora muy anciana con un bastón me pregunta si voy a salir o no, me aparto de la puerta, le digo que no, que no, que no me voy a ir, vuelvo a mirar a Lucía que sigue con su sonrisa y me señala una mesa en la que me puedo ubicar, también al lado de la ventana. Por fin me siento, te busco pero Lucía se interpone entre vos y yo para preguntarme qué voy a desayunar, miro la hora, pasaron sólo algunos minutos pero perdí la noción del tiempo, digo sin pensar “medialunas” con café doble bien caliente, Lucía se da vuelta y se aleja, me queda tu imagen y la de ella de la cual puedo ver la nuca cubierta de pelo corto rojo, también vos me ves, otra vez con intensidad porque ella vuelve a girar la cabeza para tratar de definir a quién mirás con tanta atención, pero yo ya tengo un diario en las manos y cuando ella fija la mirada en mí ya finjo que estoy muy interesada en la lectura, me digo que esa mañana va a ser la mía, que ese día va a ser mío, que voy a salir del bar eufórica. Ella se levanta para ir al baño pero sin embargo pasa muy cerca de mí, miro su reflejo en la ventana y veo que me mira con atención, me doy cuenta que su paso se ha hecho lento para verme mejor,  puedo sentir su presencia tan cercana, hasta te diría que la puedo oler, entonces levanto muevo la cabeza, ella gira la suya, su paso se hace rápido ahora, sigo observándola pero sólo puedo ver su espalda que se aleja y se pierde en el pasillo que lleva al baño. Ahora me mirás con toda libertad pero yo desvío mis ojos hacia la ventana, no quiero esa complicidad con vos en ese bar que es mío, sé que no me quitás la vista de encima, llega el café, las medialunas, la taza está bien caliente, tomo un sorbo y doy el primer bocado, el café está de verdad caliente, ella vuelve a pasar a mi lado, esta vez sigue su camino sin vacilaciones, llega hasta la mesa que ocupa con vos, se sienta y vuelve a girar la cabeza para mirarme, yo me tapo la mitad de mi cara con la taza de café. Y entonces me decido, voy a hacer algo con lo que fantaseé durante tanto tiempo, como un deseo que apenas llegaba a mi conciencia y yo me ocupaba de anular, pero ahora se me hace necesario cumplirlo, ya no necesito pensar, termino mi taza de café, me limpio con la servilleta, saco mi espejo, me miro para comprobar que mi maquillaje está intacto, me arreglo un poco el pelo, me levanto, la chica que me atiende me mira como preguntándose adónde voy si todavía no pagué, le hago una seña que le indica que me cuide mi lugar, camino hasta donde estás vos, que me mirás como si vieras venir la peor de las desgracias, tu cara se desfigura y pierde el color, los labios se te ponen lívidos, no podés hacer nada para evitar lo que viene, ella te mira la cara y algo presiente, por eso gira la cabeza como tratando de mirar a lo lejos, pero ya estoy ahí, me tiene al lado, de pronto estamos cara a cara ella y yo, también ella se sorprende de tenerme tan cerca, finjo no darme cuenta, los saludo, te pregunto si no te acordás de mí, Sandra, que íbamos juntos a la facultad, tus ojos me dicen que no podés creer que esté haciendo esto, me contestás que no te acordás, te quedás pensando, después decís que puede ser, yo insisto, estudiábamos arquitectura, hicimos varias materias juntos, diseño 1, diseño 2, estructuras 1, historia, y algunas más, finjo que recuerdo que eras muy buen alumno, cuento que después dejé, te pregunto si vos al final te recibiste, me decís que sí, yo te cuento, les cuento, que al final dejé y ahora me dedico al teatro, soy actriz, pero cuando te vi, digo, se me dispararon los recuerdos y vine a saludarte, vuelvo a preguntarte si te acordás de mí o no, todavía no sabés qué contestar, te quedás con la mirada perdida, te veo ese gesto desesperado y apenas puedo contener la risa y ella te mira y me mira, como si adivinara que hay entre vos y yo un juego secreto que no logra captar, mide cada palabra que sale de mi boca, de pronto doy por terminada la sesión, te digo que fue un gusto verte después de tanto tiempo aunque no te acuerdes de mí, te saludo y la saludo, te quedás mirándome como congelado, vuelvo a mi mesa, no me siento, ella se da vuelta varias veces para mirarme y comentarte algo que no puedo adivinar qué es mientras vos seguís con la mirada fija en mí, dejo un par de billetes, le sonrío a la chica que me atiende, dejo de mirarte, me encamino hacia la puerta, salgo: de pronto el aire me parece más fresco y transparente que nunca, respiro hondo, quiero llenarme los pulmones de ese aire único, sonrío y largo una carcajada, camino una cuadra entera riéndome, sé que todo terminó apenas salí del bar, me vas a llamar y no te voy a atender y vas a insistir pero no voy a contestar, entonces unos pasos antes de llegar al estudio donde voy a recibir a mis alumnos saco el teléfono de mi cartera, lo apago y lo vuelvo a guardar.

Héctor Levy-Daniel