24 de octubre de 2009

La imagen de hoy: "Moribundus", de Klee.

VOCES

Voz: la playa. Un viento muy fuerte que arrastra una gran tristeza, una gran nostalgia, la risa perdida de la gente. Yo estoy esperando que me vengan a buscar. Pasan los minutos, las horas, a veces creo que hasta pasan días pero ellos no vuelven. Y yo espero. A veces me parece que ya estoy perdido. Ahora debe ser invierno porque no hay nadie en la playa y aunque a veces hay sol nadie baja. Yo soy el viento entonces porque me miro y no me encuentro. Soy una especie de pensamiento que se pierde, que tiene lugar en algún lugar totalmente desconocido. A veces creo que ya no hay siquiera playa, ni mar, ni sol, que todos son mis recuerdos, recuerdos de los que nadie se acuerda, no le interesan a nadie. Sin embargo, a veces me parece sentir calor, como antes, cuando sin saber qué hora era yo presentía que el día empezaba a terminarse y entonces me preparaba para ir al mar porque después iba a ser demasiado tarde. Cómo adoraba el mar, las olas, la espuma, sobre todo la espuma.
Un día no volví más. Al mar. No más mar, no más olas, no más espumas. O sí volví, pero no recuerdo. Y lo peor es que espero que me vengan a buscar pero no sé quiénes tienen que venir. Quizás mi madre. Aunque no sé si alguna vez la conocí. Sin embargo puedo recordar algo así como una sensación de calidez que proviene de alguien. Quizás no sea ella. Tengo esa impresión de calidez que se repite, retorna, como si tratara de decirme algo que no puedo reconocer. A veces trato de hacer mentalmente un lista de las cosas que puedo recordar: una carcajada, la espuma del mar, la impresión de calidez, una melodía que podría tararear ahora mismo (aunque la recuerdo tocada por un piano), la cubierta de un libro de la que no puedo reconocer las letras, un escritorio en una pieza, un trompo que gira sobre un piso de mármol gris, un sombrero grande de paja, agua, mucha agua, muchísima agua, huellas de pies grandes en la arena, huellas que sé que no son mías, un espejo, al que me acerco despacio para sorprender mi imagen, pero el espejo no me devuelve nada. Soy un pensamiento sin cuerpo, no puedo saber cómo era mi cara, mi boca, mi nariz, mis ojos que me miran en el espejo. También recuerdo un paisaje mirado desde un lugar alto, un paisaje mirado a través de la ventana, una mano grande que toma la mía pequeña, puedo recordar mi mano pequeña y sin embargo estoy seguro de haber tenido otra mano, grande. La oscuridad total en la que sólo oigo voces, voces totalmente familiares y sin embargo no puedo decir de quiénes son, a quiénes pertenecen. En medio de la oscuridad a veces refulgen algunos haces de luz que no sé qué significan pero me llenan de alegría, como las voces. A veces pienso que en realidad esos haces de luz en la oscuridad y las voces son en realidad la misma cosa, como si las voces tuvieran su propia luz o como si los haces tuvieran sonido. Y yo me quedo paralizado, esperando que por fin me terminen de decir algo que me saque de este lugar. Pero las voces pocas veces tienen algo más que sus propios sonidos. Sólo puedo esperar palabras aisladas, separadas por varios segundos entre unas y otras. Jamás una oración entera y ni qué decir de una historia. Las palabras son, por ejemplo, Rodolfo, sol, arquitecto, mesa, mar, lancha, mujer.


Héctor Levy-Daniel

15 de octubre de 2009

La imagen de hoy: "Mujer con capa y sombrero", de Klimt.

CUADERNO INFANCIA 49


La casa de mis tíos Jack y Elsa, en Ramos Mejía. Es 24 de diciembre y, como todos los años, estamos en lo de Elsa para festejar su cumpleaños. Como es de noche los festejos coinciden con los de Nochebuena y en todos lados se oye el estruendo de los cohetes. Yo también tengo mis cohetes en el bolsillo, pero no es fácil hacerlos explotar porque es una noche lluviosa. Subo a la pieza de servicio, en el último nivel de la casa. Allí están mis primos Gustavo y Juani, que encienden desde ahí los cohetes para tirarlos en el piso mojado de la terraza. Yo, que soy unos años más chico, los imito. Los cohetes explotan antes de mojarse y entonces todo tiene un sabor especial, raro, distinto. Tiramos un petardo, luego otro y otro. En algún momento, uno de mis petardos no va a parar a la terraza sino que pega en el marco de la puerta, rebota y queda adentro de la pieza de servicio. Ninguno de los tres se arriesga a tomarlo encendido para volverlo arrojar. Al contrario, instintivamente cada uno corre donde puede, antes que el petardo explote. Yo me escondo en el baño, en la oscuridad, y hasta cierro la puerta. Juani y Gustavo encuentran otros refugios. El petardo explota en el interior de la habitación de servicio. Yo salgo del baño y Juani y Gustavo ríen a carcajadas. Gustavo me señala, con razón, que mi manera de tirar es peligrosa ya que después de encenderlo echo el brazo hacia atrás para tomar impulso, cuando lo que debo hacer es arrojarlo directamente, apenas lo veo encendido. Seguimos así hasta que los cohetes se nos acaban. Yo he aprendido algo nuevo.

11 de octubre de 2009

La imagen de hoy: "El fantasma de Oiwa", de Hokusai

CUADERNO MATERIALES: Monólogo de Griselda para "Serena danza del olvido"

GRISELDA: Es cada vez más terrible. Me levanto transpirada, agotada por los recuerdos de lo que pasó en mis sueños. Cada vez me encuentro conmigo misma en la misma situación: desnuda, saliendo de la bañera, mirándome en un espejo muy grande de forma oval. Mi cuerpo es perfecto en el sueño, mis senos tal como son en realidad, medianos redondos, firmes, mi panza un poco sobresaliente. Pero mi vello púbico en el sueño no existe. Me miro en el espejo y me doy cuenta y me llevo la mano para tratar de entender qué es lo que me ha pasado. Y entonces escucho la voz de mi madre que me llama. En ese mismo momento el espejo se empieza a empañar, el vapor lo invade todo y entonces no puedo reconocer mi silueta. El llamado de mi madre se hace cada vez más insistente y más claro. Trato de responderle pero no puedo. Y en ese momento es cuando se produce lo extraordinario: alguien aparece dentro del baño y me toma por atrás. Me acaricia los senos, me acaricia el vientre y el pubis. El vidrio se desempaña súbitamente y yo entonces puedo advertir que el vello me ha crecido nuevamente de manera brutal. Mi pubis se ha convertido en una maraña que invade mi ombligo y el nacimiento de mis piernas. Trato inútilmente de saber a través del espejo quién es el que me ataca, pero obviamente esta persona sabe ocultarse muy bien detrás de mi espalda. Sin embargo puedo ver sus brazos, que en algunos momentos aparecen cubiertos de vello masculino y otras veces parecen los de una mujer joven. Gimo y mi madre golpea entonces la puerta y me ordena que salga. Yo decido que no voy a salir hasta que no alcance mi orgasmo. Mi madre vuelve a golpear la puerta y me amenaza, pero los dedos del invasor se ocupan ahora de mi sexo y me mantienen extática. Puedo darme cuenta de que mi madre está oyendo mis gemidos, mis gritos, la manera en que llego al clímax. Y entonces ya no golpea. Trato de conocer nuevamente a mi invasor sin rostro. Giro sobre mí misma para verlo pero entonces el invasor deja de tocarme, desaparece. Yo me encuentro nuevamente frente al espejo, como en el principio del sueño. Mi madre vuelve a llamarme. Cuando me despierto tengo la mano entre mis piernas; la humedad me llega hasta las rodillas.


La pieza “Serena danza del olvido” de Héctor Levy-Daniel fue estrenada en el Teatro del Pueblo en diciembre de 2004 bajo la dirección del autor. Fue galardonada con una Mención de Honor en el Concurso Internacional Tramoya 2000 de la Universidad Veracruzana, México y el Premio Argentores a la mejor obra de teatro del año 2004 y el Tercer Premio Municipal de Dramaturgia bienio 2004-2005.

Aunque este monólogo sirvió para la construcción de uno de los personajes de la obra, no forma parte de la misma.

6 de octubre de 2009

La imagen de hoy: "Conversación nocturna", de Hopper.

SARTRE. ALGUNAS CLAVES DE SU TEORÍA DEL TEATRO. Ultima Parte.

e)Lo específico teatral. En muchos pasajes de su libro “Un teatro de situaciones” Sartre consigue reflexionar con profundidad sobre lo específico teatral pensando el teatro en contraposición al cine. Sartre considera que la aparición del cine no perjudica al teatro en su verdadera dimensión sino tan sólo al teatro realista burgués, cuyo objetivo era la representación exacta de la realidad: el realismo cinematográfico desvaloriza el realismo teatral, le quita su razón de ser. El cine obliga al teatro a reflexionar acerca de su propia naturaleza y, sobre todo, acerca de sus propias limitaciones, las cuales se convierten en condiciones de posibilidad del hecho teatral. De esta manera las insuficiencias mismas del teatro devienen en instrumentos de comunicación. Cuando se plantean las diferencias que existen entre teatro y cine lo primero que aparece es que el teatro es presentación. Cuando los espectadores acuden al lugar donde se realizará un determinado espectáculo participan en un acontecimiento verdadero y social que constituye un hecho cotidiano y único. El teatro es un arte social que no produce sino hechos colectivos, lo cual no implica que el público participe de la historia que se cuenta. El teatro presenta esta historia por medio de la acción de los personajes en escena y, a través de esta acción, presenta al mismo tiempo el mundo en el que viven tales personajes. En el teatro el espectador puede mantener respecto de la acción y los personajes una distancia que en el cine definitivamente es imposible conservar. En ese sentido, la participación del espectador en el cine es mucho mayor que en el teatro: el actor está más próximo, domina al público, está por encima de él. El espectador es aplastado, anonadado por el actor. Por otra parte, en el cine inevitablemente nuestra visión está guiada tanto por lo que la cámara registra (tomas, movimientos, iluminación, etc.) como por el trabajo posterior de montaje de las imágenes obtenidas: de este modo, nuestra recepción de las imágenes siempre está dirigida y se nos hace ver solamente aquello que se quiere que veamos. Por lo demás, en el cine se produce una rigurosa adaptación del actor a su papel y de este modo apariencia y realidad se confunden: en cambio, en el teatro la adaptación del actor a su papel no tiene por qué ser necesariamente tan rigurosa; en el teatro el personaje no es por su adaptación plena al papel sino por la significación de los gestos que configuran al personaje. Asimismo, como última gran diferencia tenemos que un film es un paisaje que crea a sus intérpretes ya que el cine pinta a los hombres en medio del mundo y condicionados por él; en cambio, en el teatro sucede a la inversa: los diferentes objetos que aparecen en escena son significaciones sugeridas por la acción. Sartre considera la escenografía como algo eminentemente conceptual. En el teatro no se ve el objeto (por ejemplo, un árbol de cartón): son los gestos de los personajes, en tanto representaciones de un acto, los que hacen surgir los objetos, la escenografía. Y los gestos crean lo general y no lo particular. Todos los objetos que aparecen en la escena son generales, muestran la esencia del objeto, a la manera de las ideas platónicas. Los objetos estilizados, esquematizados cumplen perfectamente su función pues indican por sí solos aquello que es esencial. Sartre considera que en última instancia los elementos no sirven para nada, los decorados son absolutamente inútiles. Nunca se puede develar una pieza por las cosas. Éstas son tan sólo pequeños toques, meros complementos. La única forma de hacer nacer realmente los objetos es el gesto: el gesto de apuñalar hace nacer el puñal. Por ello, en el teatro la acción es gesto, en el cine no. En el cine el objeto engendra la acción, pero en el teatro el objeto sigue a la acción y es engendrado por ella. No tenemos una acción real sobre objetos reales sino un gesto de presentación que muestre la acción como su primer sentido y a través de esta acción el mundo en perspectiva como segundo sentido. En síntesis, según lo considera Sartre, el teatro es gesto, entendiendo por gesto aquel acto o movimiento que no tiene jamás su fin en sí mismo sino que siempre está destinado a mostrar otra cosa. Un gesto es la reproducción de un acto por medio de movimientos sin que el fin de esos movimientos sea la obtención de lo que uno quiere, o de lo que uno hace. Cuando un actor bebe en escena no lo hace porque tiene sed sino porque está mostrándonos que bebe. El gesto, ya sea un acto real o un conjunto de movimientos, se refiere siempre al acto que él pretende significar. Dado que los gestos significan actos, y que el teatro es una imagen, los gestos son la imagen de la acción. Para Sartre el gesto más claro, la representación más clara del acto, es la palabra. Y si como vimos arriba el teatro es presentación es porque presenta unos hombres enfrentados a otros hombres a través de acciones imaginarias. Ahora bien, esta presentación debe dirigirse a las masas, debe hablarle de sus preocupaciones más generalizadas, expresar sus inquietudes en la forma de mitos que cada cual puede comprender y sentir profundamente. Sartre concibe al teatro como un fenómeno colectivo y religioso y por esta razón el teatro de mitos realiza plenamente aquello que le es esencial al mostrar al público los grandes mitos de la muerte, el exilio, el amor. Y en esta instancia Sartre introduce una idea que consideramos fundamental: una pieza no debería parecer nunca demasiado familiar, es decir, una obra de teatro nunca debe dejar de ser un rito. Aun cuando hable a los espectadores de ellos mismos y de su medio debe hacerlo siempre en un tono y en un estilo que, lejos de hacer nacer la familiaridad, consiga siempre aumentar la distancia entre la obra y el público. Y uno de los medios esenciales para que eso suceda es que la escritura de la pieza debe utilizar la más rigurosa economía de las palabras. A diferencia del cine que busca una realidad que, a veces, contiene momentos de verdad, el teatro no se ocupa de la realidad, sino de la verdad y en esa búsqueda la utilización de los mitos está plenamente justificada. Y en este sentido el más verdadero y auténtico campo de batalla del teatro es la tragedia, que además de tener como motivo la libertad humana (la tan mentada fatalidad que parece evidenciarse en la tragedia no es sino la contraparte de la libertad del hombre) es un tipo de drama que contiene un mito auténtico. Ninguna historia de las que el teatro se ocupa debe carecer de esta cualidad del mito, desde una historia de amor, o de matrimonio. Sartre sostiene que el teatro conservará su esencia específica (que lo diferencia, por ejemplo, del cine) solamente si no cesa de buscar la verdad a través del mito y utiliza formas no realistas, como la tragedia. En ese sentido los sujetos de las obras con tema mítico deben estar lo suficientemente sublimados como para que sean reconocibles por cada uno (sin recurrir a detalles psicológicos minuciosos): por ejemplo, para escribir una obra sobre las relaciones entre marido y mujer se retoma el mito de Alcestes. Solamente por estos medios puede el teatro continuar distinguiéndose del cine y evitar ser absorbido por él. Aunque una obra de arte no sea política, siempre deviene de una comprensión de su época y debe por lo tanto estar en armonía con su tiempo. Hasta aquí nuestras consideraciones. Aunque este escrito no agota la totalidad de las ideas sartreanas fundamentales sobre el teatro, los cinco puntos tratados constituyen una serie de categorías que aún hoy se presentan como imprescindibles para abordar, por afinidad u oposición, no solamente las cuestiones que nos presenta el teatro actual sino también aquellos desafíos que inexorablemente nos irá imponiendo el teatro que vendrá. Héctor Levy-Daniel

5 de octubre de 2009

La imagen de hoy: "Desnudo con turbante verde", de Schiele

Agamben: Experiencia y vida contemporánea.


En el primer capítulo de Infancia e Historia, Agamben afirma que al hombre contemporáneo le ha sido expropiada su experiencia. O mejor dicho, “la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo.” Y evoca a Benjamin, quien afirmaba que la gente volvía de la guerra no más rica sino más pobre en experiencias compartibles. Agamben afirma que hoy en día no hace falta una catástrofe para efectuar la destrucción de la experiencia. Para ello alcanza perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. “El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros- sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia”. Agamben afirma que esta incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insoportable la existencia cotidiana “y no una supuesta mala calidad o insignificancia de la vida contemporánea respecto a la del pasado” (por el contrario, tal vez la existencia cotidiana nunca fue más rica en acontecimientos significativos). En el siglo XIX lo cotidiano constituía la materia prima de la experiencia que cada generación le transmitía a la siguiente. “Cada acontecimiento, en tanto que común e insignificante, se volvía así la partícula de impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su propia autoridad. Porque la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento, sino en la autoridad, es decir en la palabra y el relato. Actualmente ya nadie posee la autoridad suficiente para garantizar una experiencia y, si dispone de ella, ni siquiera es rozado por la idea de basar en una experiencia el fundamento de su propia autoridad”. Agamben afirma que lo que caracteriza al tiempo presente es que toda autoridad se fundamenta en lo inexperimentable y nadie podría aceptar como válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia. La deslegitimación de la experiencia es lo que explica la desaparición de la máxima y el proverbio en los que la experiencia se situaba como autoridad. Estos han sido reemplazados por el eslogan, que aparece como el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia. Sin embargo, esto no significa que las experiencias ya no existan. Lo que sucede es que tienen lugar fuera del hombre y éste las contempla con alivio. (Agamben considera el ejemplo de la visita a un museo o a un paseo turístico. Y afirma que no se trata de deplorar semejante realidad sino de tenerla en cuenta, ya que quizás en ese rechazo se esconda un germen de sabiduría que sea la semilla de hibernación de una experiencia futura). “Cuando la única experiencia posible es horror o mentira, el rechazo de la experiencia puede entonces constituir –provisoriamente- una defensa legítima”.

Citas extraídas de "Infancia e Historia", de Giorgio Agamben (pp.7-12).