9 de junio de 2014

CUADERNO INFANCIA 64

Una mañana vienen unos vendedores de libros al Colegio Maimónides, donde yo, que todavía no he cumplido los ocho años, acabo de ingresar para cursar tercer grado. Vienen a ofrecer la enciclopedia “Cosmos”. Veo desde la última fila las tapas de los tomos de la enciclopedia que nos muestran y me desespero por tenerlos. Estos visitadores matinales han encontrado un comprador potencial. A la tarde llego entusiasmado a casa y por la noche, durante la cena, le cuento a papá de la visita de los vendedores, le muestro el folleto de la enciclopedia y le pregunto si me la puede comprar. Yo espero una negativa o, en el mejor de los casos, algún tipo de postergación. Sin embargo, para mi total sorpresa y felicidad, papá consiente en comprármela sin oponer ninguna resistencia.
La enciclopedia “Cosmos”, de veinte tomos, me acompaña durante años y me llena de inquietudes. Mientras curso la primaria, a pesar de que mi desempeño en la escuela es bastante pobre, nunca me desanimo a la hora de imaginar un futuro para mí. Mis notas son casi permanentemente bajas, pero nunca pierdo la confianza. La enciclopedia me sirve de refugio y de consuelo, contiene información sobre todo tipo de temas. Gracias a la enciclopedia, yo sueño con ser un científico, y por lo tanto siempre voy a intentar poner en práctica gran parte de los experimentos que figuran allí y que sirven para afianzar los conceptos tratados. Por lo cual, con el tiempo también logro que me compren un microscopio y un juego de química. Mi fantasía específica es ser un químico y un biólogo y no puedo dejar de observar, cada vez que abro uno de los tomos de la enciclopedia, a las celebridades que allí figuran con su retrato, su descubrimiento principal y su fecha de nacimiento y muerte. Los “experimentos” se hacen cada vez más habituales, por lo cual una de mis preocupaciones principales es conseguir tubos de ensayo, que se rompen y deben ser siempre sustituidos por unos nuevos. Por esa razón, voy muy seguido a la farmacia ubicada en la esquina de Avenida Avellaneda y Emilio Lamarca, a poco más de una cuadra de mi casa. Abrir la puerta de esta farmacia es para mí una experiencia que no tiene comparación. El local entero sumergido en sombras solo matizada por una ligera luz que proviene del ventanal que da a la avenida. La obligatoria balanza junto a la entrada. Los olores de una cantidad de drogas mezcladas que dan como resultado un único olor, profundo y embriagador Y el dueño de la farmacia, un hombre bastante joven con una calvicie que comienza a insinuarse y que él disimula como puede con un peinado con raya.
Una tarde, entro en la farmacia y me acerco al mostrador, que está exactamente a la altura de mi pecho. Vengo a realizar mi compra periódica de tubos (que no son del todo buenos, ya que son más frágiles que los demás y las bases no son lo suficientemente cóncavas, pero a mí esos detalles no me interesan). Cuando le pido dos tubos de ensayo, como tantas otras veces, el hombre de la farmacia se decide a sorprenderme: viene con una caja de cartón. Me cuenta que esa caja contiene muchos tubos y que él no me los va a vender más. En otras palabras, a partir de ese momento ya no tengo que volver a la farmacia para comprar tubos ya que él me los va a regalar todos, todos los que están en la caja. Yo lo miro sin entender: no sé si el hombre se está burlando de mí o se volvió loco y está delirando. Vacilo, trato de preguntarle si lo que está diciendo es verdad. El hombre insiste en que son míos y me los puedo llevar en ese mismo momento. Con la condición, claro, de que se los reparta a mis amigos, cada vez que los necesiten.
Salgo de la farmacia con una alegría tan inmensa que apenas puedo respirar. Los tubos son todos míos y ni siquiera tengo que compartirlos, ya que a mis amigos no les interesan ni la química ni los experimentos. Llego a casa y no puedo dejar de mirar los tubos dentro de la caja y agradecerle una y otra vez al farmacéutico por ese gesto tan extraordinario. Los saco de la caja, los cuento: son más de cien. Consigo un enorme trapo que corto en tiras y, para protegerlos, envuelvo cada uno de los tubos con una tira.
Nunca he podido comprender que fue lo que motivó a ese hombre a realizar una acción tan maravillosa, que fue lo que decidió a regalarme todos los tubos. Ahora, a una enorme distancia en el tiempo, tengo la plena certeza de que esa alma buena no buscó otra cosa que la satisfacción de ver feliz al chico que entonces era yo.
Los experimentos de la enciclopedia “Cosmos” y la ilusión de ser un científico ilustre me siguen acompañando a través de toda mi infancia. Pero ya nunca volveré a comprar un tubo de ensayo.

8 de junio de 2014

La imagen de hoy: "Saturno devorando a sus hijos", de Rubens.


Teoría del teatro épico. Segunda Parte.

Sin tratar de profundizar en la cuestiones de cuál era la verdadera naturaleza del marxismo profesado por Brecht (no hay que olvidar que Adorno advertía que el materialismo dialéctico profesado por Brecht se asemejaba demasiado al marxismo vulgar) y de hasta qué punto el curso de los hechos históricos ha rebasado en gran medida la teoría marxista que sirvió de base ideológica a la teoría brechtiana del teatro, hasta qué punto el materialismo dialéctico se ha vuelto ineficaz para comprender la realidad de la sociedad postindustrial, mi objetivo consiste en detectar dos elementos básicos de la teoría brechtiana que conservan vigencia estética sea cual fuere el resultado del debate político-ideológico: la negación del teatro de la ilusión y el procedimiento de la interrupción.
Uno de los puntos de la teoría épica que con mayor énfasis puede reivindicarse actualmente es el que se refiere a la impugnación del teatro de ilusión. Ante todo se sabe que hay un teatro que ha tenido un profundo arraigo a lo largo del siglo XX, que trabaja fundamentalmente con el objetivo de producir una ilusión sobre el escenario y que para ello tiene reprimir la conciencia de ser teatro. En otras palabras, debe fingir que los límites entre la escena y realidad no existen y que la calidad ontológica de lo que la escena representa y la calidad ontológica de realidad cotidiana son una y la misma. De alguna manera la actitud impugnadora de la ilusión sostenida por el teatro épico significa para mí la ocasión para desarrollar brevemente mi visión del teatro como metáfora.
Meyerhold impugna el teatro de ilusión con el argumento de que lo dice todo y no deja nada librado a la imaginación. De esta manera el teatro se transforma en mera ilustración de las palabras del autor. Pero para Meyerhold el teatro no debe buscar la ilustración de una cosa, sea ésta cual fuere. Por el contrario, el auténtico hombre de teatro se mueve en un solo universo, el del espacio escénico. Y nunca crea un mundo que no sea inaceptable fuera de este espacio. En esta dirección, contraria al teatro de ilusión, y siguiendo a Sartre (1979) podemos sostener que la representación es una desrealización: la representación dramática tiene un carácter perfectamente ilusorio, irreal. O, para expresarlo mejor, de una realidad gobernada por un tiempo y un espacio propios, que nada tienen que ver con el espacio y el tiempo cotidianos. La representación escénica debe asumir su calidad ontológica particular, debe explotarse a sí misma hasta las últimas consecuencias como negación de la realidad cotidiana y no como imitación de la misma. En este sentido, de lo que se trata es, no de afirmar una continuidad entre realidad y representación, como propone el naturalismo, sino precisamente de reconocer los límites que existen entre ambas, y de poner tales límites al servicio del artista. De tal modo, el espacio, el tiempo, los gestos, aparecen como condiciones sin las cuales no puede haber teatro. Son los límites más allá de los cuales el teatro no puede ir. Y por lo tanto la tarea del hombre de teatro reside en darle a estas condiciones un tratamiento tal que las diferencie de las condiciones de la realidad cotidiana y multiplique así sus posibilidades: el espacio, el tiempo, los gestos, tienen que ser asumidos como límites y ser convertidos en espacio teatral, tiempo teatral, gestos teatrales que pueden ahora ser explotados por nosotros en múltiples sentidos para conformar el contexto de una realidad de jerarquía ontológica diferente, con reglas propias: la realidad de la representación. A partir de ahora ya no importa cuánto se parece una figura escénica a una figura real, sino cuán coherente es el contexto en el que la figura escénica se desarrolla, independientemente de cualquier referencia a la realidad cotidiana. La generación de una realidad autónoma, con cualidades propias, que se gobierne de acuerdo con sus propios cánones es una de mis obsesiones como dramaturgo y director. Y creo que de los cánones que sirven para constituir la materia escénica, aquél que debe considerarse en primera instancia como condición de posibilidad de toda la nueva realidad que se desea obtener es el del tiempo. Creo que el tiempo es la coordenada básica y no hay ninguna posibilidad de generar una realidad teatral autosuficiente sin examinar, manipular, modificar tal coordenada. El gran problema de la dramaturgia del texto y de la dirección reside en ejecutar en escena ese tiempo de naturaleza particular que late a través de toda la sustancia de la obra teatral. Creo que en todas mis obras me he preocupado de dar un tratamiento específico al tiempo como modo de ordenar la materia escénica de modo diverso al de la realidad cotidiana. Por ejemplo, ya en mi obra “Rommer, los últimos crímenes”(estrenada en 1994 en el Teatro Arte Belgrano de Buenos Aires) utilicé un tiempo ficcional, que me permitía no sólo recorrer grandes tramos de tiempo en contados minutos reales (en el prólogo, que no tiene una duración real de más de siete minutos, transcurren veinte años durante los cuales se modifica el vínculo entre Juliana y su falso padre, un represor que se la apropió ilegítimamente) sino que hacía posible la inclusión en el relato de hechos y espacios que generaban un contexto bien diferente del de la realidad cotidiana (la guerra civil, el prostíbulo unido a un laboratorio del que las prostitutas no sospechan la existencia).
Pero aunque la realidad de la obra así obtenida tiene un modo de ser bien diferente a la de la realidad cotidiana, de ninguna manera corta sus lazos sino que siempre de algún modo se refiere a ésta. Esto no significa que la obra sea un reflejo de la realidad: no cumple el papel de un espejo que se ocupa de detectar y registrar los detalles más insignificantes para incluirlos dentro de sí. La obra es metáfora, en el sentido utilizado por Max Black, quien la define como filtro que suprime algunos detalles de la realidad y acentúa otros: de tal modo permite que se preste atención exclusivamente a aquello que la metáfora quiere mostrar e impide que el interés se disperse en otros matices que para el caso son irrelevantes. La metáfora así entendida organiza de otro modo nuestra visión de la realidad.[1] Y por lo tanto, si teatro es metáfora, entonces también se puede afirmar que el teatro selecciona y organiza nuestra visión de la realidad de acuerdo con sus propios cánones.
Por lo tanto tenemos que a la concepción ilusionista del teatro podemos oponer la de la obra teatral como ente de cualidades ontológicas bien diferentes a las de la realidad cotidiana que en tanto metáfora selecciona y organiza nuestra percepción de la realidad de acuerdo con sus propios reglas.
Otra de las herramientas básicas del teatro épico que he tenido posibilidad de aplicar en mi práctica teatral es el de la interrupción. Independientemente del problema de la pretensión brechtiana de provocar o no el asombro como efecto dramático, creo que actualmente el procedimiento de la interrupción tal como opera en el teatro épico es un recurso fundamental para la constitución de una realidad escénica que traicione el criterio de correspondencia con la realidad cotidiana y se rija por reglas propias. Mi experiencia en el manejo del recurso de la interrupción, tanto en el terreno de la dramaturgia del texto como en la de la dirección, invariablemente me ha dado como resultado una relación fragmentada, no lineal, que me permitían el manejo de tiempos y espacios paralelos como así también el tratamiento de acciones simultáneas, las cuales podían confluir en una acción única predominante o permanecer disociadas. En mi obra “Memorias de Praga” (estrenada en 1997 en el Centro Cultural San Martín de Buenos Aires) el recurso de la interrupción permitía al personaje Tomás transitar continuamente entre la Praga de los años 1938-39 y la Argentina actual. Aunque la interrupción producía necesariamente una serie sucesiva de escenas que tenían lugar en diferentes espacios y tiempos, el efecto percibido por el espectador era el de simultaneidad de esos tiempos y esos espacios: es decir, Tomás viviendo al mismo tiempo en la Praga anterior a la segunda guerra y en la Buenos Aires contemporánea. De la misma manera, en mi proyectada puesta de mi obra “El usurpador”, (basada en algunos hechos de la vida del impostor Arthur Orton, a estrenarse en el teatro IFT de Buenos Aires en octubre de este año), el recurso de la interrupción y de la figura de dos narradores me permite, además de trabajar varios personajes con pocos actores, realizar múltiples pasajes en el tiempo y en el espacio, de modo tal que aunque la acción-eje transcurre dentro de un tribunal, se puede seguir el recorrido del protagonista tanto a través de su infancia como de su propio presente.
Pero un ejemplo del uso radicalizado de la interrupción en un texto post-brechtiano es el de “Máquina Hamlet” de Heiner Müller. En los seminarios dictado por Dieter Welke sobre el “El rol del dramaturgista”[2] y “Distintas etapas en el trabajo dramatúrgico”[3] éste sostuvo que el uso de la interrupción en la escritura, de la fragmentación en “Máquina Hamlet” era para su autor una manera de expresar la situación en la que Hamlet se encuentra, que es la de una contradicción lo más aguda posible. Pero al mismo tiempo, dado que para Heiner Müller en la forma está incluido el sentido (“Function follows form”) la fragmentación como forma en ese texto constituía una manera de expresar la desintegración, la destrucción de la continuidad en la historia alemana del siglo XX.
“Function follows form”: esto quiere decir que la fragmentación tiene en “Máquina Hamlet” por un lado un sentido interno al texto, que sirve para expresar las contradicciones en medio de las cuales se encuentra Hamlet, y por otro lado un sentido externo que intenta expresar a través de la forma del texto la naturaleza propia de la realidad histórica del siglo XX. Welke sostiene que incluso el hecho de no concluir, de no tener un final definido, puede ser la forma de un texto, que adquiere entonces la forma de un puro fragmento.(Lo cual equivale a uso del procedimiento de interrupción llevado hasta los últimos límites).
Según Welke, la de Müller es esencialmente una estética de la fragmentación, en la cual el fragmento, como percepción de una discontinuidad, significa una experiencia fundamental relacionada con la percepción del proceso histórico. Debido a eso Welke se preocupa de prevenir sobre los riesgos que implica la utilización del fragmento como algo puramente formal sin relación con el contenido (“el fragmento por el fragmento mismo”), lo cual equivaldría a una posición meramente esteticista. Un ejemplo de esto sería, según Welke, la puesta en escena de “Máquina Hamlet” realizada por Bob Wilson. Para Müller la fragmentariedad constituye la forma adecuada a los tiempos que se viven y la tarea del dramaturgo reside en investigar cuál es la fuente de la que se alimenta lo fragmentario y la destrucción de la coherencia. Supongo que una de las más fascinantes tareas que debemos encarar los teatristas argentinos sería la de intentar aplicar estos mismos interrogantes a nuestra propia realidad para reflexionar sobre qué tipo de discontinuidad atraviesa la realidad histórica argentina -no sólo en el siglo XX y el que viene, sino también en el siglo XIX- y de qué modo puede el teatro expresar tal discontinuidad para lograr un teatro que adquiera, además de otro tipo de significaciones, una significación política.
Respecto del trabajo del actor también podemos seguir a Heiner Müller en la versión de Welke para reflexionar sobre el modo en que puede concebirse el empleo de la interrupción en la dramaturgia actoral y así investigar un lenguaje diverso del dominante, que habilite al actor para desafiar los códigos actorales tradicionales. Según Welke, lo que Heiner Müller plantea (siguiendo a Brecht) es que el actor no represente al personaje sino que “lo diga”. Müller retoma la práctica brechtiana por medio de la cual el actor al mismo tiempo se transforma en personaje y muestra al personaje. El actor debe encontrar todas las situaciones a las que se refiere el texto (por ejemplo, qué sucede en el cuerpo de Ofelia en cada situación) y en el mismo texto encontrar la actitud que corresponde en cada parlamento. Cada texto es portador de rasgos o marcas que el actor debe tener en cuenta al abordarlo. Müller sostiene que el texto, que es más inteligente que su autor, se nos presenta como un dispositivo que incluye una multitud de sentidos que su propio autor desconoce. Se enfrenta así al sujeto como objeto pleno de sentidos desconocidos. Tomar una actitud frente al texto es para Müller (que en este punto sigue a Brecht rigurosamente) una actitud vital esencial, no solamente estética. Después de haber recorrido todas las marcas hallables en el texto, al actor todavía le resta la tarea de considerar la doble actitud que implica el trabajo actoral: la actitud del personaje frente a la situación y la del actor frente al personaje. Este actor, como el de Brecht, también debe mostrar que es capaz de pensar y debe reservarse el poder de salir artísticamente de su papel. Y por lo tanto también para él es inútil el procedimiento de la identificación.
Para terminar, creo que además de los dos elementos de la teoría épica referidos que a mi entender tienen significación para la praxis teatral actual (impugnación del teatro de ilusión y procedimiento de la interrupción), vale la pena reivindicar la actitud brechtiana sostenida, como vimos, con matices, de lograr un teatro entretenido, sin que esto signifique concebir un teatro que sea mero pasatiempo sino que tenga como principio fundamental apelar a todos los recursos posibles para generar productos de valor y al mismo tiempo mantener el interés del espectador.






BIBLIOGRAFÍA

ARISTOTELES., Poética. Buenos Aires, Barlovento,

BENJAMIN, W., 1975 Tentativas sobre Brecht, Traducción de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus.

BLACK, M., 1966. ,Modelos y metáforas, Traducción de Víctor Sánchez de Zavala, Madrid, Tecnos.

BOTTOMORE, T. Y OTROS, 1984, Diccionario del pensamiento marxista, Traducción de Víctor Basterrica, Madrid, Tecnos.

BRECHT, B., 1963, Breviario de estética teatral, Bs As, La Rosa Blindada.
BRECHT, B., 1977, Diario de trabajo I, Bs As, Nueva Visión.
BRECHT, B., 1977, Diario de trabajo II, Bs As, Nueva Visión.

BRECHT, B., 1977, Diario de trabajo III, Bs As, Nueva Visión.

BRECHT, B., 1970, Escritos sobre teatro I, Traducción de Jorge Hacker, Bs As, Nueva Visión.

BRECHT, B., 1970, Escritos sobre teatro, II, Traducción de Nélida Mendilaharzu de Machain, Bs As, Nueva Visión.

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FERNÁNDEZ MARTORELL, C., 19.., Walter Benjamin. Crónica de un pensador.

MEYERHOLD,V., 1982, Teoría teatral, Traducciión de Augusto Barreno, Madrid, Fundamentos, 4ta edición.

PAVIS, P., 1980, Diccionario de teatro, Traducción de Fernando de Toro, Barcelona, Paidós.

SARTRE, J.P., 1979, Un teatro de situaciones, Traducción de Mirta Arlt, Bs As, Losada.

WILLETT, J., 1963, El teatro de Bertolt Brecht, Traducción de León Mirlas Bs As, Compañía General Fabril Editora.



[1] La metáfora tal como la concibe Max Black (1966, 55) “exige que el lector utilice un sistema de implicaciones (ya sea de ‘lugares comunes’ o un sistema especial establecido con vistas a la finalidad del caso) como medio de seleccionar, acentuar y organizar las relaciones en un campo distinto; y este empleo de un ‘asunto subsidiario’ para ayudar en la penetración del ‘asunto principal’ es una operación intelectual peculiar que reclama que nos demos cuenta simultáneamente de los dos asuntos, pero que no es reductible a comparación alguna entre ellos.”
[2] 2 y 3 de noviembre de 1998 en el teatro El callejón de los deseos, de Buenos Aires.
[3] 5 y 6 de noviembre de 1998 en el marco de las IV Jornadas de Teatro Comparado, dedicadas a Heiner Müller/ Bernard-Marie Koltès, que tuvieron lugar en el Centro Cultural Ricardo Rojas.

7 de junio de 2014

Teoría del teatro épico. Primera parte.

Durante mis años de formación como dramaturgo y director y, luego, durante los años que llevo de actividad profesional, siempre tuve la necesidad de reflexionar sobre el proceso de elaboración de la obra teatral. Pero tal reflexión no se ha limitado nunca a una mera observación de la manera en que se desarrolla el proceso de escritura o de puesta en escena de una obra. Inevitablemente, en cada nueva producción me veo llevado a pensar en las diferentes posibilidades y desafíos que se abren en cada uno de los momentos del trabajo. Esto siempre me obliga a teorizar con conceptos propios, los cuales son elaborados con dificultad y contrastados inexorablemente con la realidad de la producción escénica. Pero al mismo tiempo me veo exigido de buscar fundamentos en los diferentes planteos teóricos que de alguna manera puedan ayudarme a enfrentar esos desafíos. Por esta razón tomo contacto con las diferentes ideas sostenidos por críticos, investigadores e historiadores del teatro como así también con las teorías implícitas en las obras de los dramaturgos y directores, teorías sobre las cuales generalmente está basado el manejo de los recursos que utilizan. Esta relación con la teoría no tiene para mí un sentido de especulación sobre cuestiones estéticas sino que siempre está guiada por una intención práctica: el problema es siempre cómo me ayuda la reflexión teórica a resolver los problemas prácticos de la producción de la obra teatral.
Nunca descubrí grandes autores o directores cuyos recursos no estuvieran justificados por la materia que se disponían tratar. La manera de concebir la existencia, las relaciones entre los hombres, la naturaleza de la realidad determinan siempre su modo de expresión artística. Por lo tanto estoy convencido de que para concretar mi trabajo debo ser capaz de manejar ciertos procedimientos que sirvan para crear de acuerdo a mi manera de ver también la existencia, la realidad, las relaciones sociales. Y esto implica necesariamente reflexionar sobre los elementos teóricos que están a la base de mi trabajo de dramaturgo o director. En otras palabras, a lo que apunto es a reflexionar sobre la constitución de una poética propia, una poética con fundamentos sólidos pero que sin embargo sea capaz de evolucionar en sintonía con mis necesidades y las de nuestro tiempo. Una poética así planteada no significa un mero amontonamiento de recursos de otros creadores sino una especie de dispositivo capaz de generar procedimientos propios, auténticos, que me permitan enfrentarme con mi propia materia.
Brecht es uno de los autores que más ha incentivado mi trabajo de autor y director. Mi fascinación por su figura me condujo a leer prácticamente todas sus piezas así como sus escritos teóricos y sus diarios de trabajo. Y creo que la teoría brechtiana es útil para una reflexión sobre el teatro en este tiempo. Y esta reflexión significa sobre todo búsqueda de una poética en sentido amplio, una poética que sirva de base para realizar una dramaturgia del texto, del montaje escénico y del trabajo actoral. Estas reflexiones sobre la teoría épica no tienen otro objetivo.
Brecht coincidió con Aristóteles en un punto fundamental. En el capítulo IV de su “Poética” Aristóteles dice que los hombres que asisten a las representaciones de los trágicos griegos “se gozan en ver las imágenes, porque sucede que mirándolas aprenden y razonan sobre lo que es cada cosa”. De esta sentencia se puede deducir que un objetivo vital de los trágicos griegos fue el de divertir a la gente. Sin embargo, cumplían al mismo tiempo fundamentalmente con la condición de enseñar.
Como es bien conocido, Brecht afirma, en una primera etapa de su elaboración teórica (como se verá, más tarde variará su posición), que el teatro debe tener una función eminentemente didáctica. Pero aunque fustiga lo que él considera “teatro culinario” del cual se declara enemigo, juzga necesario disipar la impresión de que su teatro está contra toda diversión y que el aprendizaje que supone no puede ser alcanzado sino a través de un gran hastío. Con conceptos similares a los citados de Aristóteles, sostiene que el proceso de conocimiento experimentado por quien asiste al teatro es placentero. “Que haya que conocer al hombre de una determinada manera engendra ya una sensación de triunfo, y que no se le conozca por entero, definitivamente, porque no se agota con facilidad, porque alberga y oculta en sí muchas posibilidades (de ahí viene su capacidad de evolución) es también un conocimiento placentero. Que se deje modificar por su entorno y que pueda él a su vez modificarlo, esto es, sacar de él consecuencias, todo ello engendra sensaciones placenteras. Desde luego que no es así cuando se considera al hombre como algo mecánico, algo que puede utilizarse sin reservas, algo que no ofrece resistencia, tal y como sucede hoy a causa de determinadas situaciones sociales.” (Benjamin, 1975, 28).
Sin embargo, Aristóteles y Brecht conciben para lograr tal intención didáctica efectos dramáticos totalmente diferentes y hasta podría decirse opuestos. En la concepción aristotélica (y gran parte de la tradición teatral que le sigue y tiene su base conceptual en la “Poética”) la imitación efectuada por el actor debe provocar la identificación del espectador con él y, a través de él, con el personaje de la obra. En el capítulo VI de su “Poética” se lee la definición de la tragedia como “una imitación de acción digna y completa, de amplitud adecuada (...), imitación que se efectúa por medio de personajes en acción y no narrativamente, logrando por medio de la piedad y el terror la expurgación de tales pasiones”. De ese modo, Aristóteles le adjudica a la tragedia una tarea catártica: se imitan aquellas acciones que provocan temor y compasión. El actor imita al héroe con tal poder de sugestión y metamorfosis que el espectador lo sigue en el proceso y así hace suyas las vivencias del héroe. Sólo puede ver lo que este ve. Las percepciones, sentimientos y tomas de conciencia de los espectadores coinciden con las de los personajes. Por lo tanto, este teatro no puede producir cambios de estado de ánimo, facilitar percepciones y llevar a tomas de conciencia que no se hubieran sugerido a través de su representación en el escenario. Brecht señala que la catarsis o depuración se produce en virtud de un acto psíquico muy particular que denomina identificación. El espectador se identifica emotivamente con los personajes del drama, los cuales son recreados por los actores. Y una dramática es aristotélica cuando produce tal identificación, utilice o no las reglas suministradas por Aristóteles para lograr dicho efecto (reglas de la unidad de acción, unidad de tiempo y unidad de lugar). Cuando el autor transgrede dichas reglas pero no cesa de perseguir como objetivo la identificación del espectador, debe afirmarse sin lugar a dudas que la dramática utilizada es aristotélica. De hecho, el fenómeno de la identificación se registra a través de las diversas dramáticas que se suceden en el transcurso de los siglos.[1]
Brecht intenta generar una nueva tradición teatral sobre la base de una fundada oposición a la dramática aristotélica. Observa que, a pesar de los grandes cambios producidos en el ámbito de la ciencia, no puede afirmarse que el espíritu científico haya penetrado en las masas. El hombre desconoce las leyes que rigen su vida. Las fuentes de sus sentimientos, pasiones y tomas de conciencia están enturbiadas y contaminadas. No tiene una imagen cierta y acabada de un mundo que, como él, se transforma velozmente y por lo tanto no puede actuar en ese mundo con posibilidades de éxito. La clase dominante impide que la ciencia (que con tan buen resultado se aplica para dominar la naturaleza) pueda ser aplicada para conocer la verdadera índole de las relaciones que los hombres mantienen entre sí al generar sus medios de subsistencia (lo que en términos de Marx equivaldría a las relaciones de producción), relaciones que se organizan en un sistema implacable de explotación del cual dicha clase se beneficia. Debido a estos impedimentos que la burguesía le opone, el hombre común no puede sino desconocer su propia naturaleza y la de la sociedad humana en su totalidad. La imagen que tiene del mundo es distorsionada, imprecisa, contradictoria; en una palabra, es impracticable, en el sentido de que el hombre no puede dominar el orden de cosas en el que se halla inmerso. No sabe de qué factores depende él mismo, no conoce las maniobras que es necesario realizar para que la maquinaria social produzca el efecto deseado. Y mientras persista en tal estado de ignorancia respecto de estas cuestiones fundamentales, no podrá transformar el dominio de la naturaleza en una fuente de felicidad para el género humano. Por el contrario, constituirá una causa de desdicha desde el momento en que la falta de instrucción no le permita utilizar provechosamente los inventos y los descubrimientos.
Brecht se esfuerza por lograr un teatro que esté en condiciones de brindar, con medios artísticos, una imagen practicable del mundo y de los modelos de convivencia entre los hombres que posibiliten al espectador la comprensión de su medio social y le permitan dominarlo por medio de la razón y el sentimiento. El logro de tal comprensión y dominio requiere la adopción de una actitud ante la humanidad idéntica a la que se ha venido adoptando desde hace siglos frente a la naturaleza: una actitud crítica, interesada en los cambios, que no considera al hombre con todas sus circunstancias, procedimientos, normas de conducta e instituciones como algo inamovible, inmutable. Tal actitud crítica es incompatible en teatro con el fenómeno de la identificación. Cuando más intensa sea la participación emocional del público, tanto menores serán sus posibilidades de aprender. Cuanto más se logre que el público acompañe, comparta la vivencia, se identifique emotivamente, tanto menos posibilidades tendrá de comprender las relaciones que constituyen el orden social en el que se halla prisionero. Brecht considera que el abandono del principio de identificación significa una decisión colosal, quizás el más grande de los experimentos imaginables. El efecto de identificación debe ser sustituido por el efecto de distanciamiento (Verfremdung, también traducible como “extrañamiento”): el hombre ya no debe ser arrancado de su mundo por medio de procedimientos hipnóticos para ser transportado al mundo del arte; por el contrario, tiene que ser introducido en su propio mundo real. El ansia de saber debe ocupar el lugar del miedo, el deseo de ayudar el lugar de la compasión. En sentido amplio, la técnica del distanciamiento consiste en transformar la cosa que se pretende clarificar y sobre la cual se desea llamar la atención; en lograr que deje de ser un objeto común, conocido, inmediato, para convertirse en algo especial, notable e inesperado. Se procura, en cierto modo, que lo sobreentendido resulte `no entendido´; pero con el único fin de hacerlo más explicable. Para que lo conocido lo sea realmente tendrá que dejar de pasar inadvertido, es decir, deberá dejar de suponerse que no requiere aclaración. Para ser conocido, un objeto deberá recibir el sello de lo desusado. Brecht brinda ejemplos esclarecedores: quien deja de mirar su reloj exclusivamente para saber la hora y se dedica a observarlo como mecanismo, no está haciendo otra cosa que distanciar este objeto, se está sustrayendo de su observación acostumbrada e indiferente para advertir que está ante una máquina notable. Cuando la madre de un hombre se casa por segunda vez y este hombre conoce a su padrastro, automáticamente se produce un efecto de distanciamiento: el hombre ha logrado ver a su propia madre como mujer. Cuando uno sorprende a su maestro en apuros, perseguido por ejemplo por un policía, se produce un efecto de distanciamiento; arrancado de una circunstancia que lo ha hecho aparecer grande, se lo ve encajado en una circunstancia que lo hace parecer pequeño. En sentido específico, en términos de dramática, distanciar un suceso o un personaje quiere decir captar aquello que hasta ese momento se daba por sobreentendido, por conocido de dicho suceso o personaje y provocar sorpresa y curiosidad en torno a él. Por ejemplo, a través de la técnica de la identificación, el actor puede interpretar la ira del rey Lear de manera tal que el espectador la considere como una cosa tan natural que ni siquiera conciba la idea de que Lear pueda no caer en ella. El espectador en este caso hace suya la ira del rey, se identifica con él. Pero a través de la técnica del distanciamiento el actor deberá interpretar la ira del rey Lear de modo tal que el espectador pueda imaginar reacciones que no sean la de la ira. Se interpone distancia entre el espectador y la actitud de Lear, se expone tal actitud como algo propio del personaje representado, como un fenómeno social no sobreentendido, pues esa ira es humana pero no propia de todo ser humano y hay hombres que en el mismo caso no la experimentarían. La ira puede ser posible en cualquier época y en cualquier hombre; pero esa ira, la que así se manifiesta y así se origina, está condicionada por un momento histórico. Por lo tanto, distanciar quiere decir historizar. El campo histórico en el que transcurre la acción de la obra tiene sus propias características, las cuales lo conforman y son exclusivamente relativas al mismo. Tales características, por lo tanto no son eternas, inmutables, propias de toda época histórica. El teatro debe mostrar al personaje como influido por las condiciones materiales propias de su época; de esta manera las situaciones y los personajes aparecerán como elementos históricos, perecederos. Esto provocará el efecto de distanciamiento, ya que el espectador no podrá decir ahora: “así actuaría yo”, sino que dirá: “así actuaría yo si viviese bajo las mismas condiciones”. En los trabajos inspirados en nuestro propio tiempo las condiciones a las que están sujetas las acciones también deberán aparecer con su carácter particular. Las actitudes de los personajes contemporáneos deben representarse como algo condicionado temporalmente, sujeto al devenir. De esta manera se logra que el espectador ya no perciba a los personajes del drama como seres inmutables, ajenos a toda influencia, entregados a sus destinos. El espectador comprende que un hombre es así porque las circunstancias son tales o cuales. Y las circunstancias son tales o cuales porque el hombre es así. Pero es posible imaginar a ese hombre no sólo como es, sino como debería ser, y también las circunstancias podrían ser diferentes de lo que son. El espectador se convierte de este modo en el gran transformador, que ya no se contenta con tomar el mundo tal cual es, sino que lo domina. El teatro ya no intenta cargarlo de ilusiones, hacerle olvidar su mundo, reconciliarlo con su destino sino que le presenta ahora el mundo para que él intervenga.
Brecht denomina épico a este nuevo modelo teatral que propone (aunque reconoce que tiene sus antecedentes en el teatro chino, el clásico español, el teatro popular de la época de Brueghel y el teatro isabelino) en oposición a la forma teatral aristotélica que él designa como dramática. En un sentido estricto, “épico” es un término utilizado por Aristóteles para designar una forma de la narrativa que no está sujeta al tiempo, en tanto la tragedia estaría constreñida por las unidades de tiempo y lugar. Como la tensión se concentra menos en el desenlace que en los sucesos en particular, el teatro épico es capaz de abarcar los períodos más extensos: por ello la dramaturgia de “Edipo rey” está en el polo opuesto de la dramaturgia épica, emparentada con el eslabonamiento deshilvanado de los hechos similar al que encontramos en la historia shakespeariana o en la novela picaresca, y es en ese sentido que el término épico fue usado por los escritores alemanes del siglo XVIII - Schiller y Goethe, por ejemplo, en su correspondencia- o por Lenz, el predecesor de Büchner. En tanto la crítica inglesa utiliza el término para sugerir una escala heroica, sin tener en cuenta demasiado el tipo de obra, en alemán su significado esencial es el de una forma narrativa particular.
El teatro épico parte de la pretensión de alterar sustancialmente el contexto funcional entre escena y público, texto y representación, director y actores. La escena deja de ser un espacio mágico que significaría “las tablas que significan el mundo” para pasar a ser tan sólo un lugar favorablemente situado. El público deja de ser una masa de personas en las que se ensaya el hipnotismo para convertirse en una reunión de interesados cuyas exigencias el teatro épico debe satisfacer. La representación ya no equivale a una interpretación virtuosa sino que se asimila a un control estricto. El texto que sirve a dicha representación ya no es su base sino un registro de seguridad en el que su producto se inscribe como formulaciones nuevas. El director abandona las indicaciones que acostumbra dar a los actores para conseguir un efecto y en su lugar ofrece tesis para que tomen una posición. El actor renuncia a ser un mimo que debe encarnar un personaje, para transformarse en una especie de funcionario que tiene que inventariar los gestos contenidos su papel.
La escena naturalista trabaja fundamentalmente con el objetivo de producir una ilusión sobre el escenario y para dedicarse enteramente a sus fines de imitar la realidad tiene que reprimir la conciencia de ser teatro. Por el contrario, en el teatro épico, que aspira a tratar la realidad con voluntad demostrativa, la ilusión de la escena naturalista es absolutamente inservible. El teatro de Brecht se mantiene ininterrumpidamente consciente de ser teatro. Y no tiene tanto que desarrollar acciones como representar situaciones. Pero la representación no es en este caso reproducción en el sentido teórico de los naturalistas. De lo que se trata, ante todo, es de tratar los elementos de lo real en el sentido de una prueba experimental. Al final de esta prueba lo que el espectador descubre son las situaciones, que no se le acercan al espectador sino que se alejan de él. (Igualmente podríamos decir, utilizando el término estudiado más arriba, que las situaciones se extrañan). Y el estado subjetivo con el que el espectador reconoce tales situaciones no es la suficiencia, como en el teatro del naturalismo, sino el del asombro. En vez de compenetrarse, identificarse con el héroe, el público experimenta el asombro acerca de las circunstancias en las que aquél se mueve. El asombro se produce en el espectador a partir del estancamiento en la corriente real de la vida, ese momento en que el curso de la vida se detiene (lo cual equivale para Benjamin a la dialéctica en estado de detención). (197, 29). Benjamin observa que “Nada resulta más característico en el estilo de pensar de Brecht que la tentativa que se emprende en el teatro épico de convertir ese interés original en interés inmediatamente especializado. El teatro épico se dirige a interesados que ‘no piensan sin razón’.”(1975, 20).
Por lo tanto el teatro épico tiene como objetivo interesar a las masas por el teatro de un modo “especializado”. Esto conduciría a un teatro lleno de especialistas, de la misma manera que los estadios deportivos se llenan de gentes expertas.
Ahora bien, cuando se plantea la cuestión acerca de cuál es la práctica mediante la cual las situaciones se descubren y producen asombro, uno se topa con el procedimiento de interrupción del proceso de la acción. Y aquí se arriba a un procedimiento dramatúrgico fundamental en el teatro de Brecht. La interrupción es la forma operativa primordial en la teoría teatral épica.
A través de la interrupción se encuentran bien diferenciadas unas situaciones de otras en una pieza. La interrupción de la acción es la función primordial del texto en el teatro épico y convergen hacia esa finalidad tanto el carácter episódico del encuadramiento como la “literarización” a través de formulaciones, carteles, títulos, canciones y convencionalismos gestuales. De tal modo surgen intervalos que en lugar de alentar el proceso de ilusión del público, lo perjudican, paralizando su disposicíón para identificarse. Dichos intervalos están encaminados a lograr que el espectador tome una posición crítica no sólo respecto del comportamiento representado por los personajes sino también sobre la manera como lo representan.
Brecht reflexiona sobre si los acontecimientos que el actor épico representa no tendrían que ser conocidos de antemano, por lo cual una fábula antigua será más útil que una nueva, con lo cual se despojaría a la escena de su “sensacionalismo temático.” Esto haría posible poner los acentos no en las grandes decisiones (que están en la perspectiva de la expectación) sino en aquello que los mismos tienen de singular. De esta manera puede inducirse al espectador a reparar en que si bien los hechos ocurrieron así bien pueden haber ocurrido de una manera completamente distinta. Para Brecht, esta es la actitud básica de quien escribe para el teatro épico. Las formas del mismo tienen su correspondencia con las formas del cine y la radio, nuevas formas artísticas generadas por el desarrollo de la técnica, que produce fenómenos de naturaleza hasta ese momento desconocida: en el cine vale el principio según el cual al público le es posible engancharse en cualquier momento y ese mismo público el que a cada momento enciende y apaga su receptor de radio de manera caprichosa. En sintonía con estas nuevas formas Brecht aspira a que su teatro se rija por el mismo principio: por lo tanto, se percata de la necesidad tanto de evitar supuestos embrollados como de otorgar a cada parte de la obra un valor propio, episódico, paralelo a su valor respecto del conjunto. De esta manera, en el teatro épico no hay nadie que llegue demasiado tarde. Mientras que la imagen habitual de quien asiste a un drama es la de un hombre que sigue un proceso con todas sus fibras en tensión, el teatro épico desea sobre todo un público relajado, que siga la acción sin ninguna incomodidad. Este público se presentará siempre como una colectividad y en tanto colectividad se verá animado a tomar prontas posiciones, meditadas y distendidas, propias de personas interesadas. Para eso el teatro épico prevé un mecanismo de participación por medio del cual los hechos puedan ser controlables por el público en pasajes decisivos. En el teatro para fumadores que Brecht proyecta los proletarios son los contertulios y para ellos Brecht es capaz de exigir a un actor la realización de un “número” determinado pues no es extraño que precisamente a causa de este “número” haya gente que se proponga visitar el teatro en el mismo momento en que se ejecuta. Los proyecciones son carteles que anuncian esos números y no decorados para una escena. Pero para que los hechos puedan ser controlables la representación debe ser montada transparentemente, lo cual no significa mera simplicidad; por el contrario, presupone en el director entendimiento artístico y perspicacia.
La interrupción tiene fuerza organizativa. Detiene el curso de los hechos, fuerza al espectador a tomar posición ante el suceso y al actor a tomarla respecto de su papel.
La interrupción es la base de la cita. Y en el teatro épico no sólo son citables los textos sino que también son citables los gestos que tienen lugar en el curso de la actuación. Una de las funciones esenciales de este teatro es mostrar los gestos en su naturaleza esencialmente conclusa. El teatro épico es por definición un teatro gestual. Su material es el gesto y la tarea consiste en valorar y utilizar este material adecuadamente. También en este terreno el procedimiento de la interrupción juega un papel fundamental : cuanto con más frecuencia se interrumpa al que actúa tanto mejor se recibirá su gesto. La función esencial en el teatro épico consiste en interrumpir la acción, lejos de ilustrarla o apoyarla: “El carácter retardatario de la interrupción, el carácter episódico del encuadramiento son los que hacen que sea épico el teatro gestual”. (1975, 44).
Los gestos se encuentran dados de antemano en la realidad y, además, sólo en la realidad actual: “Supongamos que alguien escribe una pieza teatral histórica. Yo afirmo entonces: dominará semejante tarea en tanto tenga la posibilidad de ordenar, sensible y razonablemente, acaecerse pretéritos en gestos que el hombre actual pueda llevar a cabo.(...) La materia prima del teatro épico es por tanto exclusivamente el gesto que pueda hoy encontrarse, ya sea gesto de una acción o de la imitación de una acción.” (1975, 43). El gesto tiene dos ventajas, por un lado frente a las manifestaciones y afirmaciones enteramente engañosas de las gentes, ya que el gesto sólo es falsificable hasta cierto punto, y tanto menos cuanto más habitual sea y más irrelevante. Y, por otro lado, frente a la múltiple dimensionalidad e impenetrabilidad de sus actos, pues el gesto tiene un comienzo y un final definibles a diferencia de las acciones y empresas de las personas. Esta índole estrictamente conclusa de cada elemento de una actitud es uno de los fenómenos dialécticos fundamentales del gesto. Benjamin(1975) señala que la cuestión acerca de los métodos con que se elaboran los gestos hace patente la dialéctica propia del teatro épico. Son dialécticas la relación del gesto con la situación y viceversa, la relación del actor que representa con la figura representada y viceversa, la relación del comportamiento autoritariamente vinculado del actor para con el crítico del público y viceversa, la relación de la acción puesta en escena para con esa acción que hay que percibir en cualquier tipo de puesta en escena. Todos estos momentos dialécticos se subordinan a la suprema dialéctica redescubierta tras largo tiempo y que se determina por medio de la relación entre conocimiento y educación. Todos los conocimientos a los que llega el teatro épico poseen una eficacia educativa inmediata; paralelamente dicha eficacia se transforma inmediatamente en conocimientos.
La ejecución más importante del actor consiste en lograr que sus gestos puedan ser citados: el actor debe poder espaciar claramente sus gesticulaciones. La tarea más importante de la dirección épica radica en expresar la relación de la acción que se representa con la que está dada en el hecho de representar: hay una incesante confrontación entre el desarrollo escénico, que es mostrado, y el comportamiento en la escena, que muestra. El precepto cardinal del teatro épico es que el que muestra, es decir, el actor, al mismo tiempo sea mostrado. En otras palabras, el actor debe mostrar una cosa y al mismo tiempo debe mostrarse a sí mismo. Al mostrar la cosa inevitablemente se muestra a sí mismo y al mostrarse a sí mismo forzosamente muestra la cosa. Sin embargo, aunque los dos cometidos coincidan, deben coincidir de tal modo que la diferencia entre ambos nunca desaparezca. La tarea del actor épico consiste en probar con su actuación que mantiene la cabeza fría, es decir, el actor debe mostrar que es capaz de pensar. Tiene que reservarse el poder de salirse de su papel artísticamente y jamás debe resignar sobre su papel en el momento que las circunstancias se lo exijan. También para él resulta apenas utilizable la identificación, el actor ya no tiene por qué hipnotizarse a sí mismo.
Por lo que se desprende del análisis realizado hasta aquí, observamos que el teatro épico se preocupa de mantener antes que nada una actitud y una función eminentemente didácticas.
Pero en 1948 Brecht termina su Kleines Organon für das Theater (Pequeño Organon para el teatro). En este estudio Brecht revé su posición y desvía su teoría hacia nuevas perspectivas. En el prólogo señala: “Ellos (los partidarios del nuevo teatro) aspiraban a un teatro de la era científica y cuando les resultó demasiado penoso tomar prestado o robar del arsenal conceptual de la estética los elementos necesarios para mantener a distancia a los estetas de la prensa, los planificadores de ese teatro anunciaron, lisa y llanamente, su intención de ‘transformar un instrumento de placer en instrumento didáctico y ciertas instituciones de diversión en organismos de difusión’; dicho con otras palabras: su intención de emigrar de la esfera de lo agradable.” (Brecht, 1970, II, 107-108). Es decir, la enseñanza ya no es el objetivo y el teatro de Brecht debe justificarse ahora como un pasatiempo: “Desistamos, pues -para decepción general, quizá- de nuestro propósito de emigrar de la esfera de lo placentero y anunciemos -para decepción más general aún- nuestra decisión de establecernos definitivamente en esa esfera. Tratemos al teatro como un lugar de diversión -así corresponde enfocar a una estética - y procuremos descubrir qué tipo de entretenimiento nos conviene más.” (1970, II, 108) El Kleines Organon significa una especie de transacción entre los objetivos didácticos primeros -para los cuales se elaboró la teoría- y el teatro más ortodoxo (pero de ninguna manera totalmente no didáctico) de la edad madura. En esta etapa Brecht juzga fundamental resolver el problema de cómo lograr un teatro que sea al mismo tiempo entretenido e instructivo. Y sostiene ahora que la condición indispensable del teatro, su función más noble, es la de divertir y recrear. Aunque no tuviera otro objetivo, debería tener éste, el de entretener, sin importar demasiado los medios. Si no existiera un aprendizaje placentero, el teatro no estaría en condiciones de enseñar. El teatro, aun cuando sea teatro didáctico, mientras sea buen teatro será recreativo.




[1] Pavis (1980, 263) considera que la noción brechtiana de identificación dista mucho de dar una explicación acabada del fenómeno. Por un lado advierte sobre la imposibilidad de que el espectador se identifique totalmente con el personaje ya que aquél siempre se desmarca levemente de éste, para afirmar la propia superioridad o especificidad. Y por otro lado sostiene que hay varios modos de interacción de idenficación con el héroe. Pavis observa que no existe una teoría científica de las emociones que distinga los diferentes niveles de recepción (según la afectividad, la intelección, la ideología, etc) por lo cual se hace imposible proponer una tipología sólida de los modos de interacción entre espectador y personaje. Sin embargo, reivindica la tipología  propuesta por H.R. Jauss, la cual distingue cinco modelos de identificación: a)asociativa (el espectador se pone en el lugar de los papeles de todos los participantes), b)admirativa (el espectador tiene hacia el héroe una actitud de admiración), c)compasiva (el espectador adopta hacia el personaje una actitud de piedad,   d)catártica (el espectador experimenta una violenta emoción trágica al compenetrarse con el destino del personaje que sufre o bien adopta una actitud de burla, de liberación cómica hacia el héroe oprimido) y por último e)irónica (el espectador siente sorpresa por la desaparición del héroe o se siente provocado por la suerte del anti-héroe). De acuerdo con Pavis, la teoría épica sólo tiene en cuenta uno de estos modelos  -el modelo de identificación catártica- y deja de lado los otro cuatro posibles modos en que el espectador establece una relación de identificación con el héroe de la pieza.

La imagen de hoy: "El taller del pintor", de Courbet


José Carlos Mariátegui. Marxismo y cuestión indígena.

No fue Mariátegui ni el primero ni el único de los pensadores que contribuyó antes de 1930 a la introducción del pensamiento marxista en América Latina y a la educación y organización política de la clase obrera en el marco del socialismo revolucionario. En Argentina Ponce y Codovilla, en Chile Recabarren, Mella en Cuba, por dar sólo algunos nombres, actúan en la misma época que el escritor peruano. Sin embargo, a cien años de su nacimiento, la figura de Mariátegui conserva su  vigencia e incita a hacer una lectura atenta de sus escritos. Según Alonso Quijano ( José Carlos Mariátegui, Reencuentro y debate, p. XLIV) fue el peruano quien logró apropiarse del marxismo más profunda y certeramente como “marco y punto de partida para investigar, conocer, explicar, interpretar y cambiar una realidad histórica concreta, desde dentro de ella misma”. Mariátegui logra traducir su ideología  marxista al lenguaje de la  realidad peruana para su comprensión y transformación.
Sin embargo, el pensamiento de Mariátegui abreva en muchas otras fuentes bien diversas y hasta opuestas al marxismo. Este trabajo tiene como objetivo precisamente definir los marcos dentro de los cuales el escritor peruano generó un pensamiento marxista propio y original, que nunca se dejó aprisionar por una supuesta “ortodoxia” esterilizante. Cómo con este mismo pensamiento fabricado con tan diferentes elementos se dedicó a reflexionar sobre su propia realidad nacional, penetrando en las capas que él trata como las  más fundamentales de su constitución.
Mariátegui expone desde sus  primeras manifestaciones intelectuales un desprecio profundo por lo que él considera “la civilización burguesa” y reniega de la Razón y la Ciencia, que juzga fundamentales derivaciones intelectuales de esa civilización. Desde su punto de vista el racionalismo ha conducido a la humanidad a la convicción de que la Razón no puede proporcionarle ningún camino. Mariátegui prefiere reemplazar la “Razón” por la “razón”. Es aquella la que ha desacreditado a ésta. Es aquella la que ha extirpado del alma de la civilización burguesa todo vestigio de los antiguos mitos, dejándola vacía. Y a  esto se debe que esta civilización haya caído en el escepticismo que caracteriza la época postbélica que le toca vivir al escritor peruano. La Razón, La Ciencia constituían la base fundamental de “la  antigua superstición del progreso”. Desvanecida esa ilusión, la burguesía no encuentra salida. Luego de la Primera Guerra Mundial, sin poder evitar semejante aturdimiento, sólo se preocupa por la “normalización”,  que significaría “la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda” (José Carlos Mariátegui, Textos Básicos, “Dos concepciones de la vida”, p.7). Contra  esta normalización, Mariátegui cita nada menos que a Mussolini, quien incita a  “vivir peligrosamente”. El escritor peruano juzga que la esencia de la vida consistía para la civilización burguesa en el pensamiento. La imposibilidad de este mismo pensamiento de satisfacer la necesidad  de infinito que hay en el hombre lo condujo al nihilismo y al escepticismo. Pero según su punto de vista, determinado por las nuevas circunstancias, la vida  es mucho más que pensamiento, es acción, combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe, y esta es una fe combativa. En los tiempos por los que él transita ya no hay posibilidad de vivir dulcemente, lo cual constituía el ideal de la sociedad burguesa prebélica. Por el contrario la vida se manifiesta en toda su plenitud cuando se toma la decisión de vivirla peligrosamente. Para Mariátegui tanto los fascistas como los bolcheviques tienen en común la cualidad de concebir su misión como una empresa épica y heroica y tanto unos como otros dejan translucir el ejercicio de una  voluntad y una fe combativas. (Posteriormente Mariátegui variará sus puntos de vista respecto del fascismo, cuando observe que la empresa épica y heroica se transforma en mera acción policial). Retomando una idea fundamental del sorelismo, sostiene  que sólo el mito podrá satisfacer la necesidad de infinito en el hombre. Para comprender qué es lo que Mariátegui entiende por mito es conveniente recurrir a la  concepción que el mismo Georges Sorel (que tanta influencia ejerciera sobre el peruano) tenía de lo que era  un mito. Para este autor los mitos son cuerpos de imágenes que apelan a los sentimientos, no a la razón. Los mitos son construcciones anticipatorias “que reúnen las tendencias más fuertes de un pueblo, un partido o una clase y que, además de revelarse al espíritu con la fuerza de los instintos, en todas las circunstancias vitales dan aspecto de completa realidad a las esperanzas de acción inmediata por las cuales -con mucho mayor facilidad que por cualquier otro método- los hombres pueden reformar sus deseos, sus pasiones y su actividad mental” (Alberto Ciria:  George Sorel, con antología de textos, p.75). Para Sorel el mito es un medio de obrar sobre el presente. No se debe confundir el mito con la utopía, la cual es el típico desarrollo de un mecanismo intelectual. El mito se basa, por el contrario, en una construcción antiintelectual, no susceptible de críticas articuladas según  los métodos racionales de análisis. Según Mariátegui, la civilización burguesa se encontró a sí misma impedida de operar sobre su propio presente desde el mismo instante en que constató su carencia de un mito. Es el mito lo que mueve al hombre en la  historia, y sin el mito la existencia no tiene sentido histórico. ¿Ahora bien, cuál es el mito capaz de reanimar nuevamente el espíritu de los hombres? Es indispensable encontrar un nuevo mito y no intentar resucitar mitos pretéritos que estarían de antemano condenados al fracaso. (Por ejemplo, el fascismo, que cree representar el espíritu de la Contrarreforma, así como otros trabajan por un retorno al Renacimiento y al ideal clásico). Porque si la  burguesía se ha vuelto incrédula, escéptica y nihilista por la falta de un mito, es la fe en un mito -el mito de la revolución social- lo que más clara y netamente distingue al proletariado de la burguesía. La fuerza del proletariado, en tanto sujeto revolucionario, está en su fe, en su pasión, su voluntad. Esta fuerza tiene como motor al  Mito: es por lo tanto una  fuerza de índole religiosa, espiritual. Ahora bien, el gran interrogante es cómo se logra conjugar esta concepción, en la cual  el mito actúa como motor de la acción, y el marxismo, del cual difícilmente se puede negar un ascendiente vinculado en mayor o menor medida al racionalismo, a tal punto que Henri de Man, el filósofo revisionista con el cual Mariátegui polemizará una y otra vez, lo considera un producto del racionalismo del siglo XIX. Para responder es indispensable indicar el modo mariateguiano de asumir el marxismo. Mariátegui sostiene que “el materialismo histórico no es, precisamente el materialismo metafísico o filosófico, ni es una filosofía de la historia dejada atrás por el progreso científico. Marx no tenía por qué crear más que un método de interpretación histórica de la realidad”. Y más adelante cita  a Croce, quien afirma que “el presupuesto del socialismo no es una Filosofía de la Historia, sino una concepción histórica determinada por las condiciones presentes de la sociedad y del modo como ésta ha llegado a ellas”. El marxismo se ocupa concretamente de la sociedad capitalista, pero de ninguna manera puede juzgársela como una simple teoría científica, ya que su función primordial consiste en guiar y movilizar a las masas en su acción revolucionaria. Tenemos pues un método de interpretación histórica y una teoría científica de la sociedad y de la historia, cuyas funciones no terminan en el simple acercamiento intelectual a la realidad que nos circunda, sino que sólo adquieren verdadero sentido cuando sirven para la transformación revolucionaria de esa misma realidad. (Precisamente el mito en la concepción mariateguiana es el gozne fundamental que convierte el discurso revolucionario sobre la transformación en acción concreta). Pero como señala Alonso Quijano (Op. cit. P.XLV) en el modo de asumir el marxismo de Mariátegui hay también una filosofía de la historia que está en una tensión no resuelta con aquel método y aquella teoría de la sociedad. Esta filosofía de la historia posibilita la recepción de otras vertientes filosóficas que contribuyan a la permanencia y el fortalecimiento de la acción revolucionaria. El autor peruano juzga necesario completar la obra de Marx y para ello apela a otras fuentes filosóficas; y propone como modelo a Sorel, que se animó a reconsiderar el pensamiento revolucionario a la luz de la filosofía de Bergson. En el movimiento intelectual marxista ninguna corriente fillosófica ha quedado al margen, todo ha sido aprovechado: vitalismo, pragmatismo, relativismo. Sin embargo, Mariátegui rechaza sin dudar el positivismo. Esta escuela filosófica es para él la última y más acabada expresión del modo de pensar del capitalismo; por lo tanto deben impugnarse enérgicamente los intentos de asimilación del marxismo al positivismo, tarea que realizan tanto el revisionista Henri de Man como el líder de la escuela futurista italiana, Marinetti, quien junta en una misma rama a Marx, Darwin, Spencer y Comte. Por el contrario, se le debe hacer justicia al marxismo, observando atentamente que la bancarrota del positivismo no compromete en absoluto su posición. El marxismo se apoya en la ciencia, pero no en el cientificismo. Lo cual significa que el marxismo mariateguiano no sostiene una posición anticientífica, sino que cree que la metodología utilizada en el campo de las ciencias naturales tiene que remitirse exclusivamente a ese terreno  y no debe tratar de colonizar otros universos de saber. Un modo eficaz de asimilar el marxismo al positivismo es exageradamente el determinismo en la concepción materialista de la historia. De ese modo los críticos del marxismo (entre los que se cuenta el revisionista Henri de Man) se habilitan para declararlo un producto de la mentalidad mecanicista del siglo XIX. El rechazo del determinismo que exhibe Mariátegui tiene clara raíz soreliana, lo cual nos otorga un marco de análisis de las implicancias de tal impugnación. Una de ellas tiene que ver con el progreso. Cuando el peruano señala las diferencias que se dibujan entre las concepciones de la vida pre-bélica y post-bélica, menciona explícitamente a Sorel como aquél que denunciaba las ilusiones del progreso. La idea del progreso es propia de la democracia gracias a la cual la burguesía se sentía vivir en un mundo consolidado para siempre, asegurado contra toda posibilidad de cambios, al tiempo que las masas socialistas y sindicales se complacían con sus conquistas fáciles y graduales, “orgullosas de sus cooperativas, de su organización, de sus ‘casas de pueblo’ y de su burocracia” ((José Carlos Mariátegui, Textos Básicos, “Dos concepciones de la vida, p.6). La idea de progreso, pues, anula la capacidad de lucha del proletariado adormeciendo su voluntad, al tiempo que satisface plenamente las aspiraciones burguesas. Otra de las ideas ligadas directamente al determinismo tiene que ver con la concepción que sostiene que una sociedad debe transitar necesariamente por las etapas históricas que estarían prefijadas para arribar a la forma socialista. De tal modo el capitalismo sería un paso necesario en la transición al socialismo. Este punto es vital para comprender la visión mariateguiana de interpretación y transformación de la realidad de su propio país: Mariátegui rechaza enérgicamente el etapismo y así relativiza el papel central atribuido al modo de producción capitalista como punto de referencia central y necesario en la comprensión de la realidad histórico-social desde una perspectiva totalizadora. Una tercera idea ligada directamente al determinismo se refiere a la cuestión de cuál es el papel que se asigna a la economía en el pensamiento mariateguiano. Desde el punto de vista del escritor peruano, el hecho económico constituye el sustrato o fundamento de las formaciones histórico-sociales y un planteo que se autodefina como realista y moderno no puede dejar de tenerlo en cuenta. Pero esto no autoriza a tratar de clarificar, a través de la economía, la totalidad de un fenómeno y sus consecuencias. Es decir, se rechazan todos los ensayos reduccionistas que suponen que los fenómenos socio-políticos son un mero reflejo de la estructura económica que le sirve de base. Tenemos pues que antiprogresismo, antietapismo y antieconomicismo confluyen en la misma senda antideterminista diseñada por Mariátegui. Este afirma que “el marxismo, donde se ha mostrado revolucionario –vale decir donde ha sido marxismo- no ha obedecido nunca a un determinismo pasivo y rígido” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos, “El determinismo marxista”, p. 27) y denuesta a los críticos de la Revolución Rusa que, asentados sobre una concepción determinista la señalan como “una tentativa racionalista, romántica, anti-histórica, de utopistas fanáticos”. El determinismo conlleva el conformismo, pues se anula en la conciencia socialista la tendencia a forzar la historia a través de la lucha de clases. Sin embargo, no hay que exagerar desde nuestro punto de vista los alcances de su oposición al determinismo. Mariátegui no lo rechaza de plano; más bien lo relativiza, le atribuye límites dentro de los cuales hace su aparición la acción revolucionaria. Por eso, para terminar de definir cómo es que se concibe el determinismo nada mejor que considerar como contrapartida la voluntad socialista. Y aquí arribamos a la cuestión de cuál es el papel que se le asigna a la voluntad en el proceso revolucionario. Mariátegui cita a Adriano Tilgher, quien afirma que tal voluntad “no se agita en el vacío, no prescinde de la situación existente, no se ilusiona de mudarla con llamamiento al buen corazón de los hombres, sino que se adhiere sólidamente a la realidad histórica, mas no resignándose pasivamente a ella”. ” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos, “El determinismo marxista”, p. 28). Es decir, la voluntad verdaderamente socialista no espera que los acontecimientos se produzcan (como quien espera la gestación de algún hecho natural, físico o biológico), sino que trata de forzar el orden dado de las cosas para generar hechos nuevos. En síntesis, el socialismo tiene un fondo determinista (pues necesariamente tiene que tratar con la realidad): éste es el aspecto que los críticos del marxismo más han subrayado, ya que de tal manera se facilita su asimilación al positivismo y su posterior rechazo. Pero Mariátegui resalta sobre todo el carácter voluntarista del socialismo, el que según su punto de vista la crítica no ha terminado de comprender. Si se observa el desarrollo del movimiento proletario desde los orígenes de la Primera Internacional hasta la Revolución Rusa, se advierte en ese proceso que “cada acto del marxismo tiene un acento de fe, de voluntad, de creación heroica y creadora, cuyo impulso sería absurdo buscar en un mediocre y pasivo sentimiento determinista” ” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos, “El determinismo marxista”, p. 28). Sin embargo, valorar el papel de la voluntad en el proceso revolucionario no significa de ningún modo reivindicar el romanticismos y el utopismo propio de la concepción paradisíaca rousseauniana. El proletariado no debe renegar de la obra realizada por el capitalismo, sino que percibiendo el agotamiento y la decadencia de la clase burguesa (la cual ha dejado de ser una fuerza de progreso y de cultura), debe sucederla en la empresa civilizadora. El marxismo no tiene sino un objetivo histórico fundamental al cual subordina todas las estrategias y todas las luchas llevadas adelante por el proletariado: la construcción de la sociedad nueva, la sociedad socialista. No se preocupa por especulaciones altruistas y filantrópicas que nada tienen que ver con la edificación de aquel orden social superior.  No atiende necesidades meramente subjetivas; su tarea tiene que ver con la modificación objetiva del orden de cosas establecido. Para Mariátegui el socialismo ético, humanitario, que se trata de oponer al socialismo marxista no es otra cosa que el ejercicio lírico de una burguesía fatigada y decadente. Esto no habilita a sus críticos para hablar de una supuesta anti-eticidad del marxismo. Por el contrario, como sostiene Croce “…es evidente que la idealidad y lo absoluto de la moral, en el sentido filosófico de tales palabras, son presupuesto necesario del socialismo. ¿No es, acaso, un interés moral o social, como se quiere decir, el interés que nos mueve a construir un concepto de sobrevalor? (” (José Carlos Mariátegui: Textos básicos,  “Ética y socialismo”, p. 21). La función ética del socialismo debe ser buscada en “…la creación de una moral de productores del propio proceso de la lucha anticapitalista”. La moral de productores (la idea es una vez más de Sorel) se forma en la lucha de clases librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada. Y es en esta lucha donde hay que buscar el sentimiento ético del socialismo, no en los sindicatos aburguesados cuyos trabajadores están satisfechos de su bienestar material, ni en los grupos parlamentarios, asimilados al espíritu del enemigo al que combaten con discursos y mociones. Como señala Gobetti, en la fábrica el individuo se acostumbra a sentirse parte de un proceso del cual es al mismo tiempo parte imprescindible e insuficiente. La fábrica es la mejor escuela de orgullo y humildad, de autoestima y solidaridad. El materialismo marxista, pues, contra quienes desde una posición crítica le niegan aptitudes para producir grandes valores espirituales, compendia todas las posibilidades de ascensión moral, espiritual y filosófica. Hasta aquí hemos intentado mostrar la manera en que Mariátegui elabora su particular concepción de la teoría marxista, contando con los elementos de su propia formación intelectual. Sin embargo, hace un uso concreto de esa teoría: la utiliza para pensar la realidad de su propio país. Y para ello juzga imprescindible examinar la estructura económica que constituye la base explicativa a la que debe remitir la consideración de los fenómenos históricos. Es preciso aclarar que en ningún momento Mariátegui cae en un reduccionismo economicista. Pero, en tanto marxista, no se el escapa la importancia del hecho económico como razón de la realidad histórica.
La Conquista, empresa militar y eclesiástica, es el hecho que escinde la historia del Perú. Antes de la llegada de los españoles el Imperio de los Incas funcionaba como una organización colectivista, en la que el deber social constituía el principio básico al que obedecía cada uno de sus integrantes. Era inconcebible el impulso individual: el trabajo se realizaba colectivamente para la consecución de fines sociales. Pero esta “formidable máquina de producción” fue destruida por el golpe conquistador. La sociedad indígena y la economía se descompusieron y la nación incaica se disolvió en comunidades dispersas. Sobre las ruinas de este mecanismo colectivista el Virreinato echó las bases de una economía feudal, sin que se hubiese formado una verdadera fuerza de colonización. El Pioneer español carecía de aptitud para crear núcleos de trabajo. En lugar de la utilización del indio, parecía perseguir su exterminio. Esta organización fallaba por la base, ya que carecía de cimiento demográfico. Este proceso de economía colonial determinó las relaciones económicas que constituyeron la base de la economía de la República, segunda etapa del esquema evolutivo planteado por Mariátegui, que se inició con la  Revolución de la Independencia, entendida ésta como movimiento de destrucción de aquellos obstáculos que impedían el desenvolvimiento económico de las colonias, al no permitirles traficar con ninguna otra nación y reservarse como metrópoli, monopolizando todos los derechos de comercio y empresa en sus dominios. Es decir que “la independencia sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista” (José Carlos Mariátegui, ”Siete ensayos…”,  p.8). Posteriormente, con el descubrimiento del guano y el salitre como generador de utilidades explotables por el capital británico, se inaugura un nuevo capítulo de la historia económica de la República: se fortalece el poder de la costa, de la tierra baja, y de esta manera se rectifica la situación generada por la colonia española que privilegiaba la extracción minera y obligaba de ese modo a que se establecieran en la sierra las bases de la Colonia. Esta etapa, denominada del guano y del salitre, acentúa el dualismo y el conflicto que constituye, desde su punto de vista, el mayor problema histórico. El último capítulo de la evolución económica peruana es el de la posguerra, el cual se inicia con un casi absoluto colapso de las fuerzas productoras. En esta etapa, la burguesía conformada en los tiempos del guano y el salitre reorganiza la economía del país en función de sus intereses de clase. Los caracteres fundamentales de esta economía de posguerra son la aparición de la industria moderna, con el establecimiento de fábricas, usinas, transportes, etc., que transforman sobre todo la vida de la costa y hacen posible “la formación de un proletariado industrial con creciente y natural tendencia a adoptar un ideario clasista”; el surgimiento del capital financiero, con bancos nacionales que financian empresas industriales y comerciales, pero que se hallan enfeudados a los intereses del capital extranjero y la propiedad agraria; el acortamiento de las distancias y el aumento del intercambio entre el Perú y Estados Unidos y Europa a consecuencia de la apertura del canal de Panamá; la gradual superación del poder británico por el poder norteamericano; el desenvolvimiento de una clase capitalista, dentro de la cual cesa de prevalecer la antigua aristocracia; la ilusión del caucho; las sobreutilidades generadas por el alza del valor de los productos peruanos que generan un rápido crecimiento de la fortuna privada peruana; la política de los empréstitos, es decir el restablecimiento del crédito peruano en el extranjero que conduce al Estado peruano a recurrir a los préstamos para ejecutar programas de obras públicas. Como consideración final se constata la coexistencia en el Perú de elementos de tres economías diferentes: “Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista indígena. En la costa, sobre su suelo feudal, crece una economía burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía retardada(José Carlos Mariátegui, ”Siete ensayos…”,  p.8). Pero el Perú es ante todo y sobre todo un país agrícola, en el que el cultivo de la tierra ocupa a la gran mayoría de la población nacional. El indio, que constituye las cuatro quintas partes de ésta, es tradicionalmente agricultor. El problema del indio es el problema fundamental de la realidad peruana, cuya resolución subordina el  replanteamiento de todas las demás cuestiones que atañen al país. La consideración del problema del indio por Mariátegui significa la posibilidad de traducir el marxismo en tanto teoría “europea” al análisis socio-político de la realidad nacional. El problema del indio tiene sus causas en la economía del país y no en el mecanismo jurídico, eclesiástico, ni en la pluralidad de razas, ni en las condiciones culturales y morales. La Conquista interrumpió brutalmente el estado de autonomía de la nación incaica pero las leyes de la misma no fueron reemplazadas por las de los conquistadores. Posteriormente, la Independencia no significó una transformación radical de la estructura económica colonial y no mejoró de modo sustancial las condiciones de vida del indígena, si bien cambió su situación jurídica y franqueó el camino de su emancipación política y social. Pero la República no siguió ese camino: ésta significó para el indio la ascensión de una nueva clase dominante que se apropió sistemáticamente de sus tierras. Esta clase, que usufructuó la obra realizada por los libertadores mantuvo en la miseria moral y material a la comunidad indígena y esta situación es la que se debe transformar. Mariátegui descalifica las diversas tesis que consideran el problema del indio mediante criterios laterales y exclusivos: la de quienes plantean la defensa del indio por medio de decretos y leyes del derecho liberal, sin percibir que semejante reforma jurídica es incompatible con la existencia del régimen feudal y por lo tanto la instrumentación de aquélla supone la destrucción de éste; la de quienes suponen que la cuestión indígena es un mero problema étnico y proponen como solución el cruzamiento de las razas, sin tener en cuenta que los pueblos asiáticos han podido asimilar la cultura occidental, sin necesidad de transfusiones de sangre europea; la de quienes lo consideran como un problema moral y confían ingenuamente en el éxito de un llamamiento al sentido moral de la civilización; la de quienes proponen una acción religiosa (o más bien, eclesiástica) que consista en encargar al misionero la función de mediar entre el indio y el gamonal; la de quienes sostienen que el problema del indio es un problema de educación y no alcanzan a advertir el carácter fundamentalmente adverso del gamonalismo a la educación del indio, en quien cultivan el alcoholismo como medio de mantenimiento de su ignorancia. Contra todas estas tesis Mariátegui afirma que el problema del indio tiene sus raíces en la economía: es una consecuencia del gamonalismo, régimen sucesor de la feudalidad colonial cuyo aspecto sustancial es la hegemonía de la propiedad de la tierra, la cual es avalada y justificada desde la política y el Estado. El gamonalismo no está representado exclusivamente por los gamonales, sino que refiere toda una estructura jerárquica de funcionarios, intermediarios, agentes, parásitos, etc. Aquel indio que arriba a un nivel de educación y alfabetismo se ve obligado por esta estructura a convertirse en explotador de su propia raza. El gamonalismo se ha generado gracias a la ilimitación del derecho de propiedad, y esto ha conducido a la creación del latifundio en perjuicio de la propiedad indígena. Por lo tanto, la solución del problema del indio no consiste sino en la reivindicación explícita y enérgica de su derecho a la tierra. En otras palabras, no hay posibilidad alguna de pensar la cuestión indígena sin referirla al problema agrario. Éste se presenta como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú, tarea que no fue realizada por el régimen demo-burgués instalado con la Revolución de la Independencia. El establecimiento de la República no significó para los terratenientes una disminución de su predominio: el régimen de propiedad feudal no dejó de manifestarse desde entonces a través del latifundio y la servidumbre, como expresiones solidarias y consustanciales. Y teniendo en cuenta que el régimen de propiedad determina el régimen político y administrativo de toda una nacion, en el Perú el problema agrario constituye una cuestión capital. La feudalidad es una tara transmitida por el régimen colonial. El régimen económico incaico en el que el ‘ayllu’ o conjunto de familias emparentadas detentaban la propiedad colectiva de la tierra, de las aguas, de los bosques para su explotación común a través del trabajo cooperativo, fue destruido por un régimen que alentó la conformación de grandes latifundios de propiedad individual, cultivados por indios organizados a la fuerza en un tipo de sistema feudal. Estos grandes feudos fueron ampliándose con el transcurso del tiempo y su propiedad se consolidó y concentró en pocas manos. En otras palabras, la comunidad indígena fue obligada a sobrevivir en un régimen de servidumbre, absolutamente ajeno a su naturaleza y despojada de sus tierras en beneficio del latifundio feudal, constitucionalmente incapaz de generar progreso técnico. En la época en que Mariátegui escribe, éste considera que en la costa el latifundio ha evolucionado de la rutina feudal a cierto desarrollo de la técnica capitalista, pero en la sierra el latifundio ha conservado íntegramente su carácter de feudo, oponiendo una resistencia firme al desenvolvimiento de la economía capitalista. Como señalamos más arriba, el latifundismo necesita para su supervivencia un régimen de servidumbre que en el Perú adopta diversos nombres y formas. Las leyes del Estado no son válidas en el latifundio mientras no obtienen el consenso tácito o formal de los grandes propietarios. La autoridad de los funcionarios públicos se encuentra sometida de hecho a la autoridad del terrateniente en el territorio de su estado. Éste considera a su latifundio virtualmente fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse en absoluto de los derechos civiles de la población que vive dentro de los dominios de su propiedad. Pero en el Perú, como en otros países que conforman la América hispánica, la dominación de clase se complica con el problema de la raza: el terrateniente considera a sus súbditos étnicamente inferiores (a diferencia de lo que ocurría en la Europa feudal, en la que el señor se sentía naturalmente superior, pero no étnica ni nacionalmente diverso, en el Perú el propietario del latifundio tiene una arraigada convicción de su superioridad de hombre blanco y éste sentimiento se extiende a gran parte de las clases medias). La economía peruana  está estructurada sobre la base de estos latifundios, es decir, es una economía colonial, la cual inevitablemente, para su movimiento y desarrollo, necesita subordinarse a los intereses de los capitales extranjeros. Esta economía transforma el país en un mero depósito de materias primas y en una plaza para las manufacturas provenientes del exterior. La agricultura peruana obtiene solamente los créditos y los transportes para los productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados mundiales. “La finanza extranjera se interesa un día por el caucho, otro día por el algodón, otro día por el azúcar (…). Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero”. En otras palabras, la propiedad agraria se presenta como una de las mayores trabas para el desarrollo del capitalismo nacional. Los terratenientes, consumidores improductivos, imponen a la producción una pesada renta que no está sujeta a los eventuales descensos de los productos agrícolas. Es decir, no se preocupan de la productividad sino de la rentabilidad de sus posesiones. La explotación capitalista e industrialista de la tierra, que requiere para su pleno desarrollo la eliminación de todo canon feudal, progresa en el  Perú con lentitud extrema. Por otra parte, el latifundismo se presenta como la barrera más firme para la inmigración blanca: la aspiración del campesino europeo es devenir pequeño propietario, lo cual se hace imposible en el Perú, pues el régimen de propiedad feudal anula la disponibilidad de tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas, y comunicadas por ferrocarriles y mercados. Otro de los perjuicios que genera la existencia de latifundios consiste en que el enfeudamiento a los intereses de los capitales extranjeros (británicos y norteamericanos) impide no sólo el desarrollo y la organización de la agricultura en función de la economía nacional, sino también el ensayo y la adopción de nuevos cultivos. En síntesis, el feudalismo agrario sobreviviente (sobre todo en la sierra) se muestra absolutamente inepto para la creación de riqueza y de progreso. Los rendimientos del suelo son ínfimos, los métodos de trabajo, primitivos. Mariátegui descalifica la solución liberal del problema de la tierra que consistiría en el fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña propiedad. Considera que esta fórmula es constitucional, democrática, capitalista y burguesa. Y al mismo tiempo juzga que “la hora de ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista ha pasado ya” (José Carlos Mariátegui, ”Siete ensayos…”,  p.32). La liquidación del gamonalismo, que no pudo ser efectuada por la República dentro de los principios liberales y capitalistas, debe ser realizada por el socialismo. Si como señalamos anteriormente el problema de la tierra consiste en el de la aniquilación de la feudalidad en el Perú, en tanto régimen que mantiene a la gran mayoría de la población en estado de servidumbre –los indios-, la resolución de este problema equivale a un movimiento de reivindicación indígena. La cuestión del indio es por lo tanto el problema primario del Perú. Oscar Terán (En busca de la ideología argentina, p. 119) señala que en el momento en que Mariátegui reconoce el problema del indio como el problema primario “se produce un vuelco discursivo hacia la asunción del problema de la nación peruana”, es decir, el de su inacabamiento y su incompletad originada en el hecho de la Conquista hispánica que impidió para siempre su desarrollo capitalista y lo condenó a un destino feudal. La tarea que se debe llevar a cabo consiste en reintegrar a la masa peruana, que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina y hasta ese momento se ha mantenido en un estado de marginalidad y atraso, al proceso de conformación del Perú como nación completa y acabada. En tanto esa tarea no sea cumplida, “el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano”. Mariátegui lleva a cabo un repensamiento de su nación, a la cual concibe no como una realidad abstracta y superior sino concreta y viviente. Ahora bien, la reconstrucción de la nación que Mariátegui plantea tiene un sentido bien definido: “…los que profesamos el socialismo, propugnamos lógicamente y coherentemente la reorganización del país sobre bases socialistas y –constatando que el régimen económico y político que combatimos se ha convertido gradualmente en una fuerza de colonización del país por los capitalismos imperialistas extranjeros-, proclamamos que éste es un instante de nuestra historia en que no es posible ser efectivamente nacionalista y revolucionario sin ser socialista”. En otras palabras, sólo el socialismo podrá abordar la tarea de reorganizar una realidad nacional esencialmente inorgánica, sólo el socialismo podrá liberar a las masas indígenas de su estado de marginalidad para integrarlas como núcleo fundamental de la nación peruana. Sólo a través del socialismo el Perú podrá retomar su verdadera identidad. La intención de Mariátegui no es de ningún modo aislar al Perú de las grandes corrientes mundiales, sean éstas económicas, sociales o culturales, sino afirmar la propia especificidad peruana en el marco de los cambios internacionales, evitando de esa manera todo cosmopolitismo abstracto. Ahora bien, ¿de qué manera concibe Mariátegui el sujeto histórico revolucionario que operará semejante transformación? ¿Cómo programar una política socialista sobre bases presuntamente reales? En otras palabras, siendo el socialismo un fenómeno urbano, cómo fusionar al proletariado como fuerza organizada con el campesinado indígena? Como señala Oscar Terán (Op. cit. p. 117), Mariátegui tuvo que “rechazar frontalmente un reduccionismo clasista según el cual a cada clase de la sociedad le corresponde una determinada ideología, siendo el socialismo la que debe ser portada naturalmente por el proletariado”. El campesinado indígena, revitalizado por el mito de la revolución socialista, -el cual encuentra la apoyatura necesaria en los elementos socialistas que subsisten en la comunidad india- se fusionará en un mismo y único bloque histórico con el proletariado industrial y urbano para la consecución del nuevo orden social. Dentro de ese bloque, la clase obrera, a pesar de su exigüidad numérica, gracias a su voluntad y disciplina oficiaría como potencia articuladora del movimiento, ya que sólo ella es capaz de portar un proyecto alternativo de nación.
Sólo a través de esta fusión constituyente del sujeto revolucionario podrá concebirse la construcción del socialismo, sólo a través del socialismo podrá pensarse la transformación del Perú en una nación verdaderamente orgánica. Señala Mariátegui (”Siete ensayos…”,  p.134): “La unidad peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y convivencia, dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla”.


Héctor Levy-Daniel