24 de febrero de 2010

Edward Gordon Craig: La Supermarioneta contra el actor.


Craig. La renovación del teatro según sus propias leyes.
Durante los cuarenta años que precedieron a la primera guerra mundial, el teatro inglés alcanza niveles desconocidos de popularidad y éxito comercial. Entre 1890 y 1900 se inauguran en Londres catorce nuevos teatros y se renuevan muchos de los ya existentes. Los productores teatrales que invirtieron su capital para estas empresas inevitablemente necesitan un producto seguro para mantener a su público. Esto significa el sacrificio implacable de toda innovación artística. Es por esta razón que Edward Gordon Craig considera que el teatro de su época está en una condición miserable y esta comprobación le sirve como punto de partida para proponer una renovación de la escena que él considera imprescindible.
Hasta ese momento, el montaje de una obra ha estado en manos del actor principal o del dramaturgo, con un director de escena cuya función ha sido meramente auxiliar. Y esto continúa siendo la práctica común, en tanto los actores-administradores y estrellas como Irving, Beerbohm-Tree, George Alexander dominan la escena.
En sus trabajos teóricos, pero sobre todo a través de su propia práctica de la puesta en escena, Craig modifica radicalmente la concepción del rol del director en el teatro. Este deja de ser un simple auxiliar del actor o del dramaturgo para convertirse en aquel que asume
“el completo y absoluto control del escenario y de todo lo que tiene que ver con la escena” .
Según su concepción, el arte del teatro no se identifica exclusivamente con la representación y tampoco con la escenografía o la danza, sino que, por el contrario, es la síntesis de todos los elementos que componen el conjunto: la acción, las palabras, el ritmo, las líneas y el color (la acción es el espíritu de la representación; las palabras forman el cuerpo del texto; las líneas y el color constituyen el corazón de la escenografía; el ritmo es la esencia de la danza). Por lo tanto, el director de escena ideal es aquel artista que logra dominar los diferentes materiales con los que debe trabajar para conseguir una síntesis de todos ellos. En Craig, la noción fundamental de control está directamente relacionada con el concepto de equilibrio, el cual es la condición de existencia de la belleza. El director logra una obra bella cuando alcanza el dominio sobre los diferentes elementos que integran el conjunto, cuando estos componentes diversos se vinculan entre sí en una relación dinámica de máxima armonía. Precisamente, lo bello para Craig es la expresión
“que indica lo que tiene el máximo equilibrio, es más justo y suena de manera completa y perfecta”
ya que, desde su punto de vista, el arte del teatro está basado en la idea del perfecto equilibrio, el resultado del movimiento. El movimiento es similar a la música. Todas las cosas brotan del movimiento y la música también. El artista del teatro es el ministro de esta fuerza suprema: el movimiento. Craig supone la existencia a priori de leyes fundamentales del arte del teatro, del mismo modo en que debe haber leyes que dominan todas las artes verdaderas. Afirma con vehemencia la necesidad de descubrirlas y adueñarse de ellas, pues solamente bajo la guía de tales leyes el teatro se desarrollará lentamente hasta adquirir una forma, que es la condición para que exista belleza. Y atribuye la miseria del teatro inglés de su época a que ningún artista quiere descubrir tales leyes sino tan sólo imponer por la fuerza sus ideas sobre los demás, sean éstas buenas o malas, o intentar exclusivamente ganar dinero.

Craig y la impugnación radical de las pasiones y del realismo.
Dentro de su proyecto de renovación del teatro Craig incluye una nueva concepción de lo que debe ser según él el trabajo actoral. Realiza un diagnóstico acerca del trabajo de los actores de su época y señala que lo que prevalece es el culto de la personalidad, la búsqueda de efectos y el predominio absoluto de las emociones.
Craig impugna la tendencia de los actores de su tiempo, que sólo se limita a mostrarse, y, sin saberlo, se convierte de tal modo en un simple instrumento del autor: este actor declama versos ante una muchedumbre y después del aplauso pronto es olvidado. Para el autor, este tipo de actor, que no necesita otra cosa que mostrarse, es de gran utilidad, ya que preocupado solamente por parecer encantador al público se convierte en un mero instrumento para transmitir sus palabras, que se convierten en único objeto de valoración. Así, este actor
“hace una magnífica publicidad al mundo de las letras”
y de este modo, afirma Craig,
“asistimos al extraño espectáculo de un hombre contento de enunciar lo pensamientos a los cuales otro ha dado forma, mostrando la propia persona en público. Hace esto porque es halagado; y la vanidad... no razona” .
Y el público no aclama lo que hace o por la manera en que lo hace sino al actor mismo por la fascinación que su presencia y su personalidad generan en el escenario. Y esto nada tiene que ver con el arte. Craig observa que las personalidades excepcionales encuentran siempre las maneras y los instrumentos con qué expresarse; y la actuación es solamente una, la menor entre las disponibles. Por esta razón, los hombres y mujeres que se aprovechan del encanto de su presencia en la escena hubieran sido igualmente famosos en cualquier tiempo y en cualquier actividad. Es decadente al arte teatral que se sirve de medios violentos y conmovedores –lo que Craig llama efectos- para hacer olvidar al espectador del hecho teatral en sí y arrollarlo con la personalidad del actor. Craig observa que, desde muy temprano enfrentado a la crítica, el joven actor no encuentra mejor camino que el de llevar a cabo aquellas acciones que concentren la atención sobre su persona, convirtiéndose así en un actor de efectos. Ahora bien, estos efectos están directamente relacionados con la entrega del actor a sus emociones. De este modo, se cree que el verdadero trabajo del actor consiste en dejarse llevar por la pasión que hace que su expresión y su voz se distorsione, se agite, varíe permanentemente. El actor cree que logra la aprobación del público cuando queda a merced de la emoción y se ofrece para que ésta haga de él lo que quiera. Detrás de esta idea se encuentra la fantasía habitual de que la emoción es el alma de los dioses y por lo tanto lo que el artista aspira a producir como más valioso es una emoción desordenada, un sentimiento accidental.
Craig impugna toda idea del trabajo actoral que supone que la naturaleza (la emoción) aporta por sí sola todo lo que da vida a una obra de arte. Según su estricta concepción todo arte tiene que ver con el cálculo (que es un medio para lograr el control). Y aquel actor que ignora esto es un actor mediocre. El poder de crear obras de arte pertenece únicamente al hombre, que las realiza gracias a su inteligencia y su voluntad. Por ejemplo, el actor que quiera hacer el papel de Otelo, no sólo deberá poseer los recursos naturales de los cuales servirse
“sino también la capacidad para imaginar qué producir, además la de concebir cómo manifiesta lo que ha creado” .
Por lo tanto será un actor ideal aquel que al mismo tiempo posea recursos naturales y una gran inteligencia. Porque es la inteligencia la que debe guiar a las propias emociones a un nivel de racionalidad tal que no lleguen jamás a la “ebullición” (con la consiguiente exhibición de actividad), sino que se mantengan, por el contrario, en el nivel de calor perfecto que ella sabe regular. De esta manera, el actor perfecto sería el hombre cuya mente está en condiciones de imaginar y mostrar los símbolos magistrales de todo lo que contiene su naturaleza. El Otelo encarnado por este actor ideal no hará desmanes, no se enfurecerá, desorbitando los ojos y apretando los puños para dar impresión de celos.
Por el contrario, indagará en las profundidades más ocultas de su mente para descubrir lo que se encuentra en ella, para luego llevarla a la esfera de la imaginación,
“en la cual se pueda dar vida a los símbolos que sin revelar las pasiones desnudas, hablen no obstante, de ellas con claridad” .
Si el trabajo del artista está basado en el control, entonces todo aquello que aparece como accidental es enemigo del artista. El arte está en antítesis absoluta con el caos y el caos es creado por la acumulación de hechos accidentales. Si al arte se llega únicamente con un propósito (la creación de la obra) entonces está claro que para producir una obra cualquiera podemos trabajar solamente con aquellos materiales que estamos en condiciones de controlar. Y en este punto Craig presenta su tesis más fuerte: El hombre no es uno de esos materiales. En el teatro moderno, puesto que se utiliza como material el cuerpo de hombres y mujeres, todo lo que se representa es de naturaleza accidental: las acciones físicas del actor, la expresión de su rostro, el sonido de la voz, todo está a merced de sus pasiones. El actor se vuelve súcubo de la emoción que invade sus miembros, los sacude como quiere. Él está totalmente en su poder, se mueve como presa del delirio o como un loco, tambaleando aquí y allá; la cabeza, los brazos, los pies, si bien no están totalmente fuera de control, oponen poca resistencia al torrente de las pasiones, que pueden ceder y hacerle dar un paso en falso de un momento a otro. Es inútil que intente razonar: a menudo los miembros rechazan obedecer a la mente cuando la emoción se enciende, mientras la razón no hace más que alimentar el fuego de las emociones. Y desde el momento en que la inteligencia del actor tiene menos poder que su emoción, desde el momento en que aquella se convierte en esclava de ésta, al actor le tienen que acaecer continuos inconvenientes. Y entonces se llega a un punto en el cual la emoción es la causa que antes crea y luego destruye. El arte, entendido como control de los materiales necesarios para la producción de la obra de arte, no puede admitir hechos accidentales. Por lo tanto, dice Craig, lo que el actor nos da no es una obra de arte, sino una serie de confesiones fortuitas. Al respecto, Craig ofrece una cita de John Ruskin:
“El niño que baila por su gusto, el borrego que retoza o el venado que juega, son unos seres felices y benditos, pero no son unos artistas. El artista es aquel que se atiene a una regla dura, con el fin de dispensarnos una alegría deliciosa” .
Como podemos observar, aunque Craig postula la necesidad de que el actor controle sus emociones por medio de su inteligencia, al mismo tiempo afirma la imposibilidad y la inconveniencia de que ese control se realice alguna vez. La naturaleza humana tiende hacia la libertad y por esto mismo el hombre presenta en su misma persona la prueba de que difícilmente logre establecer un dominio sobre sí mismo. Pero aunque el actor consiguiera el control de su naturaleza por medio de su inteligencia, su cuerpo quedaría siempre en condición de esclavitud. Y esto es algo que un cuerpo sano se rehusa completamente a tolerar. Lo que la mente del actor se propone el cuerpo del actor no logra realizarlo a causa de su naturaleza. En la práctica el cuerpo toma la delantera sobre la inteligencia y, como sucede a menudo en los escenarios, altera completamente los intentos. Por lo tanto, el cuerpo humano es por su naturaleza absolutamente inutilizable como material artístico.
Los grandes actores son aquellos que se acercan a este tipo de actor ideal (como el caso, ofrecido por Craig, de Heny Irving) que logran un perfecto dominio de la mente sobre la naturaleza. Pero este acercamiento nunca llega a ser total porque, según él,
“el cuerpo humano rechaza ser un instrumento, aunque sea de la mente que habita en el cuerpo mismo” .
El hombre no podrá jamás pretender que su propia persona sea el medio más digno y acabado para expresar el pensamiento perfecto. Por lo tanto, debe abandonar cualquier intención de usar la forma humana como instrumento apto para traducir el movimiento, que constituye el objetivo y la substancia del arte teatral.
Craig encuentra una rendija a través de la cual los actores podrían evadir a tiempo “la servidumbre en que se encuentran”: una nueva forma de actuación, que consiste fundamentalmente en gestos simbólicos que tienen como objetivo la captación y expresión de esencias. Craig observa que el actor de su tiempo personifica: le indica al público que preste atención, pues ahora finge ser de una y otra manera y simula una u otra acción; luego se pone a imitar lo más exactamente posible todo cuanto ha anunciado que indicará.
Sin embargo, el actor de mañana deberá representar e interpretar. Y el actor de pasado mañana deberá crear.
Craig impugna a aquel actor que ve la vida como máquina fotográfica, que busca hacer un retrato que compita con una fotografía. Este actor supone que su tarea consiste en esforzarse por reproducir la naturaleza y por tal razón jamás aspira a crear. Difícilmente advierte que su labor no tiene que ver con la reproducción (que Craig impugna radicalmente) sino con la invención, para lo cual la naturaleza sí constituye un aliado incondicional. Este actor, que no es un artista sino un mero reproductor o imitador, jamás podrá ofrecer al público el espíritu, la esencia de una idea , ya que su mísera habilidad solamente está en condiciones de exhibir una copia sin arte, o un facsímil de la copia misma. Craig se burla abiertamente del actor que pone como ejemplo, el cual yace acostado y hace la mímica de la muerte (“si lo piensan, ¿todo esto no es pura idiotez?” ). A este actor Craig lo considera, por su habilidades imitativas, un pariente del ventrílocuo. Este actor-ventrílocuo afirma poner vida en su trabajo pero lo que verdaderamente realiza es una reproducción fiel y material de algo vistoso y placentero. A diferencia del pintor, que entiende algo muy diferente cuando habla de vida ya que se refiere a algo esencialmente espiritual, pues
“persigue el imposible sueño de llevar íntegramente sobre la tela todo el valor material y espiritual de cuanto lo rodea” ,
este actor se limita a una mirada interior y personal, dirigida a sí mismo:
“Inconscientemente él saborea la sensación de sí mismo en el acto de representar la figura primaria y central en una escena verdaderamente buena. Recorre a grandes pasos el espacio entre nosotros y el panorama, girando en semicírculo, y mira el estupendo ambiente sin verlo, consciente de una cosa solamente: de sí mismo y de su actitud”.
Craig se declara enemigo acérrimo del realismo , al cual considera una imitación torpe de la realidad, algo muy lejano a la meta del arte, que en absoluto consiste en reflejar los hechos cotidianos de esta vida.
Con el realismo, nos dirigimos a la cosa real para ver qué tenemos que copiar. Sin embargo, al observar detenidamente la realidad, nos embarga el horror o la tristeza, ya que lo que se percibe está repleto de defectos y manchas. Es totalmente desatinado suponer que el hombre deba utilizar el don de la vista para registrar la imperfección de las cosas. Por tanto debe descartarse el lugar común que sostiene que tales imperfecciones son bellas y los defectos son placenteros. El arte, pues, desde la posición de Craig, no tiene por qué intentar reproducir tales deficiencias (que por otra parte, sí pueden aparecer como agradables, pero siempre fuera del dominio del arte). Es por esta pasión por la precisión de los detalles inútiles en escena que el realismo desemboca en lo cómico: el realismo deriva en la caricatura. Dado que no puede tender hacia lo alto sino siempre hacia abajo hasta que toca fondo, termina finalmente en el music hall. En otras palabras, el realismo conduce a la anarquía. En la medida en que el arte sólo se guía por la imitación de los objetos, sólo tiene por ley la que le permite copiarlos, lo cual implica dejar de lado las verdaderas leyes del arte. Y esta especie de anomia artística conduce a la anarquía.
Por otra parte, la tarea del artista no es la de caminar tras las cosas ya que, por el contrario, ha conquistado el privilegio de precederlas, de guiarlas. El artista ya no debe intentar representar la vida; más bien la vida debiera reflejar la pista del espíritu, quien primero escogió al artista para que narrara su belleza. Y los colores necesarios para semejante tarea, que pretende tomar la forma de la vida por su belleza y fragilidad, deben ser buscados en el territorio de la imaginación, la cual es
“el paraje donde habita lo que nosotros llamamos muerte” .
Mientras la idea de personificación, de reproducción de la naturaleza domine el teatro, éste jamás podrá volverse libre, porque siempre se dará por supuesto y por necesario el deseo de introducir la vida en el trabajo actoral. Y esto siempre quiere decir, según Craig, gestos excesivos, discursos altisonantes, mímica presumida, acompañados de una escenografía deslumbrante con la vana y desenfrenada ilusión de que con medios de este tipo se puede evocar mágicamente la realidad.

El teatro de la muerte y la Supermarioneta.

Craig parte de la comprobación de que jamás ha existido un actor que haya conseguido educar su cuerpo de la cabeza a los pies para obtener una total sumisión al trabajo de la mente sin la intervención de las emociones. Y estima que aunque sería deseable la ilusión de un estado de perfección mecánica en el que cada una de las emociones sea controlada y el cuerpo se presente como esclavo absoluto de la mente, la sola existencia de esta ilusión equivale a admitir que
“no ha existido nunca un actor perfecto, que no ha existido nunca un actor que no haya echado a perder su papel una, dos o diez veces, quizás cien veces en una noche. Que no haya habido jamás un trozo de actuación que se pueda decir por lo menos casi perfecto y que no existirá jamás” .
Y dado que el cuerpo del actor como material para el teatro ha demostrado sus carencias y sus imperfecciones, Craig afirma la necesidad de descubrir un nuevo material. Estima que si el artista tiene capacidad para encontrar en la naturaleza un material que no haya sido jamás utilizado por el hombre para dar forma a sus pensamientos, entonces se puede decir que este artista está en buen camino para crear un arte nuevo, ya que ha encontrado aquello con lo que puede crear. Dice Craig:
“Si pudiese hacer de tu cuerpo una máquina o un pedazo de materia inerte como la arcilla, y si eso te pudiera obedecer en todo movimiento por todo el tiempo que estás frente al público, y si pudiera poner a un lado el poema de Shakespeare, estarías en facultad de crear una obra de arte, con lo que está en ti. Porque no solamente habrías soñado; habrías ejecutado a la perfección; y habrías podido repetir tu ejecución infinitas veces sin mayores variaciones de las que diferencian dos monedas”
Craig argumenta que si se exige terminar con el árbol real sobre la escena, con la realidad de la dicción, con la realidad de la acción, siguiendo una lógica implacable, se terminará por exigir la desaparición del texto escrito y del actor y de los medios con que actúa y florea un degradante realismo escénico. Craig opina que si alguna vez los espectadores disfrutaran del placer que da una representación sobre una escena desnuda, entonces pronto irían más allá y terminarían por exigir dramas sin actores. En otras palabras, no debería existir más una figura apta solamente para confundir al público identificando lo cotidiano y el arte, una figura viva en la cual estén perceptibles las debilidades y los estremecimientos de la carne. En este sentido, el hombre haría algo de más consonancia con su condición humana si inventara un instrumento fuera de su persona y a través del mismo comunicara su mensaje. Porque un hombre, usando su persona como un medio no puede conseguir más que pequeñas cosas, pero con la mente puede inventar aquellos instrumentos necesarios para alcanzar cualquier propósito. Es decir, Craig propone tajantemente la desaparición del actor y su reemplazo por otro medio de expresión.
Dado que aspira a algo totalmente opuesto a la vida tal como la vemos, propone que la figura del actor desaparezca y en su lugar intervenga la figura inanimada: el títere o muñeco, es decir, el equivalente a un actor que no tenga ni carne ni sangre, ni vida. Craig considera a la marioneta como el último eco del arte noble y bello de una civilización pasada . Señala que en los tiempos antiguos, el cuerpo humano no era utilizado como material en el arte del teatro; en ese entonces las emociones de los hombres y las mujeres no eran consideradas un espectáculo apto para las multitudes. Craig afirma que los títeres son descendientes directos de una noble y grande familia de imágenes, las cuales eran hechas a semejanza de Dios y poseían un movimiento rítmico. El títere, en la época de su esplendor, era llamado a representar el símbolo del hombre en la gran ceremonia, en la que al caminar con porte majestuoso constituía la imagen misma de la alegría en el corazón humano. Por lo cual, advierte Craig, si nos riéramos de la memoria del fantoche, tendríamos que reírnos de la caída que hemos producido en nosotros mismos: deberíamos reírnos de la fe y las imágenes que hemos quebrado.
Craig narra la experiencia de un antiguo viajero griego en su visita al templo-teatro de Tebas, en Egipto, quien se vio subyugado por la belleza de los títeres gracias a su “noble artificialidad”. Precisamente en el arte egipcio ve Craig un modelo en el que la ley del arte es severa y el artista prácticamente oculta sus sentimientos personales:
“Su actitud es tan silenciosa que se asemeja a la de la muerte. Sin embargo, hay también una ternura, una fascinación; siempre la gracia se acompaña de la fuerza; el amor emana de cada una de esas obras; pero, ¿y la exuberancia, la emoción, la vanidosa personalidad del artista?; ni un sola seña de todo esto. ¿Y las dudas angustiantes, la pesadumbre interior?; absolutamente nada. ¿Y el esforzado ánimo?; ni una seña de todo esto; ninguna de estas confesiones o estupideces. No al orgullo, no al temor ni a la comicidad, ningún signo que la mente o la mano del artista (fuese aún por una fracción de segundo) dejara fuera de control las leyes que lo disciplinaban. (...)Esto era ser un gran artista: la cantidad de efusiones sentimentales de hoy y de ayer no son signos de suprema inteligencia; es decir, no son signos de arte supremo” .
Craig sostiene que la marioneta desciende de las imágenes de piedra de los templos antiguos y, aunque en ese tiempo del inicio del siglo XX atraviesa su período menos feliz y su figura es la de un Dios muy degradada. En manos bruscas o vulgares el muñeco se ha vuelto una cosa indigna y los titiriteros son malos comediantes. Los cuerpos de los títeres se han vuelto rígidos y han perdido la gracia compleja de los tiempos ancestrales: los ojos han extraviado aquella infinita astucia de fingir ver: ahora sólo están desmesuradamente abiertos. No recuerdan que su arte que su arte debiera llevar en sí el mismo sello de discreción que algunas veces vemos en el trabajo de otros artistas, ya que el arte más alto es aquel que esconde todo artificio y no lleva huella alguna del artífice. A pesar de todo, Craig presume que quizá los títeres vuelvan a ser otra vez el medio de expresión fiel de los pensamientos del artista. La figura del títere nos eximirá de la influencia cruel de las confesiones sentimentales de debilidad a las que el público asiste todas la noches y que inducen también en los mismos espectadores la debilidad que ostentan. Pero Craig afirma que no debemos conformarnos únicamente con el títere: es necesario crear la Supermarioneta . Esta ya no competirá con la vida sino que más bien irá más allá. Su ideal no será ya la carne y la sangre (propios del actor) sino más bien el cuerpo en catalepsia. Con la figura de la Supermarioneta Craig aspira a algo totalmente opuesto a la vida tal como la conocemos. Nos propone un Teatro de la Muerte. Se trata de partir de una lejana y breve visión de aquél espíritu que llamamos muerte, para evocar con ello las cosas bellas del mundo imaginario. Craig objeta la percepción de aquellos que dicen que son frías las cosas muertas, ya que a menudo éstas se ponen más cálidas y más vivas que lo que se ostenta habitualmente como “vida”. Por lo cual, sombras o espíritus le parecen ser
“más bellos y vitales que hombres y mujeres enviciados en mezquindad, objetos inhumanos, enigmáticos: gelidísimo hielo, misérrima humanidad” .
Craig afirma que si se consideran por bastante tiempo las cosas de la vida se advierte que éstas no son ni bellas ni trágicas, sino que por el contrario son inertes, melodramáticas y desabridas, y conspiran contra todo calor. En cambio, de las cosas muertas, que poseen una vida misteriosa, gozosa, de perfección extrema, una vida de sombras e imágenes desconocidas donde no es cierto que todo sea oscuridad y niebla como generalmente se imagina, se pueden obtener vívidos colores, formas nítidas, luz poderosa, figuras extrañas, fieras solemnes, sosegadas, empujadas hacia una maravillosa armonía de movimiento. De esta idea de la muerte, que a Craig se le aparece como una especie de primavera, de florescencia, puede llegar una vasta inspiración que nos empuje a lanzarnos hacia ella con decidida exultación. Así la Supermarioneta, como cuerpo en catalepsia, aspirará a vestir con una belleza similar a la muerte, aun cuando emane un espíritu lleno de vida. Este muñeco será capaz de retener en el rostro aquellas expresiones bellas y lejanas, aun cuando sean sometidos a una lluvia de elogios o a una catarata de aplausos.
Con la idea de la Supermarioneta, Craig considera que ha arribado a un tipo de artificiosidad noble, contrapuesta a la artificiosidad del naturalismo que se había vuelto pedante e insípida. Y propone un estilo de arte al que considera completamente viril, ya que se ubica en la línea histórica de aquellos que consideraron (como los pintores Rubens y Rafael) la moderación en el arte como el sueño más preciado y excluyeron de su obra cualquier expresión apasionada y exuberante, en contraposición con aquellos artistas exuberantes o tibios, cuyas obras y cuyos nombres obtienen el favor de los modernos,
“no se expresan como hombres, sino que gritan más bien como animales o charlan como mujeres” .

La Supermarioneta propuesta por Craig no es sino un concepto teórico, una especie de figura ideal que sirve como modelo de orientación e ideal estético que habilita una nueva mirada sobre el trabajo del actor tradicional. Y las reflexiones que sirven de base para la formulación de dicha figura abren, todavía un siglo después, un enorme y riquísimo campo de experimentación en el arte teatral que no debería ser desaprovechado por los creadores. Las ideas de Craig respecto del culto de la personalidad del actor y su crítica radical del realismo tienen enorme significación hoy, cuando el teatro muchas veces está contaminado con las formas provenientes de los medios masivos de comunicación, que sólo pueden ofrecer modos de expresión uniformes y limitados. La indagación sobre una forma pura, esencial de expresión, la búsqueda de contenidos esenciales, la convicción de que el camino del arte es una tarea de invención permanente y no de imitación servil, hacen que las ideas consignadas en este trabajo puedan servir de base, también en nuestros días, para un programa que oriente la siempre necesaria renovación del teatro.


Héctor Levy-Daniel



BIBLIOGRAFIA

BRAUN, E., 1986, El director y la escena. Del naturalismo a Grotowski, Buenos Aires, Galerna.

CEBALLOS, E. Introducción a El arte del teatro, México, Grupo Editorial Gaceta.

CRAIG, E. G., 1995, El arte del teatro, Traducción de Marguerita Pavía, México, Grupo Editorial Gaceta.


Texto incluido en el libro "Historia del actor II", compilado por Jorge Dubatti y editado por Colihue.

19 de febrero de 2010

Dos individuos... Nathaniel Hawthorne


Dos individuos, de común acuerdo, redactan testamentos en mutuo favor. Luego cada uno se pone a esperar con ansiedad la muerte del otro. Un buen día les informan, a la vez, que lo tan deseado por ambos ocurrió. Con feliz tristeza corren al funeral, se topan uno con otro y entienden que fueron objetos de una burla.

Traducción de Eduardo Berti.

La imagen de hoy: "El Diario de Smolensk", de Chagall

18 de febrero de 2010

Cine. Reseña intempestiva. Una historia violenta, de David Cronenberg.


La película comienza con el diálogo entre dos hombres junto a un auto, en una parada cualquiera en una ruta de Estados Unidos. Uno de los hombres, el más joven, entra en un minimercado para buscar algo que tomar y no se inmuta cuando ve dos cadáveres tirados en el piso. De lo cual deducimos que fueron él y sus compañero quienes han asesinado a los que yacen detrás del mostrador. Una puerta se abre, una nena irrumpe con gesto desesperado, el hombre joven se sorprende, toma disimuladamente su pistola luego le apunta y dispara. Pero no vemos este hecho sino que a través de un montaje sonoro el ruido del disparo se asimila a un grito de una ñiña. Aparecemos en la casa de Tom Stall, protagonizado por Viggo Mortensen, cuya hija acaba de despertar aterrada porque ha soñado con monstruos. Este es el comienzo verdadero de la historia. Los dos asesinos, la noche siguiente, recalan en el bar que tiene Tom en el pueblo, con el cual mantiene a su mujer, su hijo adolescente y su hijita. Los hombres tratan de asaltarlo, Tom intenta no reaccionar, pero no puede evitarlo cuando uno de los asesinos está por atacar a su empleada. Tom le rompe una jarra de café en la cara al más viejo, le quita el arma, le dispara a él y al más joven con una efectividad total y, cuando el más viejo le clava un puñal en el pie, Tom termina de rematarlo con otro disparo. Tom se convierte en el héroe pero también ha delatado su condición. Nadie es capaz de golpear y matar con tanta efectividad si no es un profesional. Es lo primero que a uno le viene a la cabeza luego de ver a Tom Stall en plena acción. Uno o dos días después tres hombres muy misteriosos entran en el bar y le hablan a Tom, llamándolo Joey. Tom niega llamarse así, la actitud de los tres hombres es bastante amenazante pero sin embargo, la esposa de Tom, que está presente los echa y llama a Sam el policía del pueblo, quien logra interceptar a los tres hombres en la ruta y les ordena no volver más. Sin embargo, los hombres no obedecen, y en una estación en la que la mujer de Tom se encuentra de compras con su hija, la mujer vuelve a encontrarse con Fogart, el jefe de los tres hombres misteriosos, interpretado por Ed Harris. La mujer ha perdido de vista a su hija y en plena búsqueda se topa con Fogart, que sentado en un banco le señala la presencia de la nena, que se encuentra mirando una vidriera. Luego de regañarla y entrecruzar unas palabras con Fogart, la mujer se va, anunciando que logrará que no pueda estar a menos de ciento cincuenta metros de su familia. Sin embargo, poco después, cuando Tom siente el peligro latente que le hace correr desde el bar a su casa con el pie herido, Fogart y sus secuaces se presentan en la casa de Tom, con su hijo de rehén. Tom se ofrece a cambio de su hijo, y después de confirmar que su hijo está a salvo, entabla una lucha con los tres en la que vuelve a exponer sus dotes de matador. Sin demasiada dificultad y con gran pericia mata a los dos secuaces pero recibe un tiro debajo de la clavícula. Cuando está por morir a manos de Fogart, su hijo le salva la vida de un escopetazo del cual Fogart ya no se puede reponer. Ahora la mujer de Tom se ha dado cuenta de la verdad. En realidad Fogart no mentía. Tom es en verdad Joey, y ella ha tenido dos hijos con un matador profesional que le ha ocultado todo su pasado y ha dado una cantidad de detalles falsos. Sin embargo, la mujer decide mantener el secreto dentro de los límites de la casa y cuando Sam, el policía, llega para averiguar más sobre Tom, ella misma se ocupa de protegerlo y echarlo sutilmente. Sin embargo, no ha terminado todo allí. Su propio hermano, que Tom ha negado cuidadosamente, lo busca para hablarle. Tom acude a la lujosa casa de su hermano (interpretado por William Hurt). También su hermano está rodeado de matones, también su hermano intenta asesinarlo, también su hermano falla. Tom logra matar a todos los secuaces de su hermano y luego le dispar en la cabeza sin demasiado remordimiento. Al amanecer, Tom se desnuda, se acerca a un pequeño lago y se lava la cara y el cuerpo en un baño que pareciera bautismal. A partir de ahora Tom ya deja de ser Joey para siempre. Tom vuelve a su casa en el mismo momento en que su mujer y sus dos hijos se disponen a rezar para iniciar la cena. Cuando ven a Tom, lo aceptan con la mirada y su hijo le alcanza el pan que van a compartir todos.

4 de febrero de 2010

La imagen de hoy: "Desnudo femenino con medias verdes", de Schiele.

CUADERNO INFANCIA 53


Estoy en cuarto o quinto grado, creo que en quinto pero no lo puedo asegurar. Marcos Palacios no es mi mejor amigo, pero nos llevamos bien. Marcos es morocho, de pelo ondulado, ojos negros y por el gesto que dibuja su boca pareciera siempre que terminara de reírse. Aunque ahora quiero recordar una sola anécdota que hayamos compartido juntos, no puedo. Un día Marcos aparece con la noticia: se va. Se va no solamente del colegio sino del país. A Colombia. Ese exilio repentino de alguien tan chico como yo me impresiona brutalmente. No puedo imaginarme cómo es irse del país, vivir en otra ciudad, con otra gente, con nuevos compañeros en un colegio extranjero. Nadie pregunta las razones por las que se va, ni tampoco por qué de esa manera tan repentina. Y tampoco por qué a Colombia. Al final de una tarde de esa misma semana Marcos nos viene a saludar porque ya no nos vamos a volver a ver. Se abraza, con otro compañero y después le toca abrazarse conmigo. La idea de que es el último abrazo, de que probablemente nunca más vayamos a encontrarnos, es algo que no me cabe en la cabeza y me produce tanta angustia que el pecho se me oprime y mientras nos rodeamos mutuamente con nuestros brazos no puedo contener mis lágrimas. Creo que es la primera vez que me toca despedirme de alguien definitivamente y todo se me transforma en una experiencia imborrable. Ya nunca volveré a ver a Marcos y sin embargo el recuerdo del gesto en la cara de ese niño me acompaña hasta ahora.

2 de febrero de 2010

La imagen de hoy: "Pallas Atenea", de Klimt.

Bertolt Brecht. "El origen del Tao-Te-King".


Leyenda sobre el origen del libro Tao-Te-King,
dictado por Lao-tse en el camino de la emigración.

A los setenta años, ya achacoso,
sintió el maestro un ansia de paz.
Moría la bondad en el pais
y se iba haciendo fuerte la maldad.
Se abrochó lo zapatos.

Empaquetó las cosas necesarias.
Pocas. Pero algo había que llevar.
La pipa en que fumaba cada noche.
El libro que leia a todas horas.
Algo de pan blanco.

Gozó mirando el valle, y lo olvidó
cuando la senda comenzó a ascender.
Rumiaba el buey, alegre, hierba fresca
mientras llevaba al viejo.
Pues iba muy deprisa para él.

Caminó cuatro dias entre peñas
hasta que un aduanero lo paró.
“¿Alguna cosa de valor?” “Ninguna”.
“Es un maestro”, dijo el joven guia
del buey. Y el aduanero comprendió.

Y el hombre, en un impulso afectuoso,
aún preguntó: “¿Qué ha llegado a saber?”
Y el muchacho explicó: “Que el agua blanda
hasta la piedra acaba por vencer.
Lo duro pierde.”

Aprovechando aquel atardecer,
tiro el guia del buey, siguiendo viaje.
Ya se perdían tras un pino negro
cuando los alcanzó el buen aduanero.
Les gritaba: “¡Esperadme!”

“Dime otra vez eso del agua, anciano”
Se detuvo el maestro: “¿Te interesa?”
“Soy sólo un aduanero”, dijo el hombre,
“pero quiero saber quien vencerá.
Si tú lo sabes, dímelo.

¡Escríbemelo! ¡Díctalo a este niño!
No lo reserves sólo para ti.
En casa te daré tinta y papel.
Y también de cenar. Yo vivo allí.
¿Aceptas mi propuesta?”

Examinó el anciano al aduanero:
chaqueta remendada, sin zapatos,
viejo antes de llegar a la vejez.
No era precisamente un triunfador.
Murmuró: “¿Tu también?”.

Había vivido demasiado para
no aceptar tan amable invitación.
“Quien pregunta, merece una respuesta.
Parémonos aquí”, dijo en voz alta.
“Hace ya frio”, el guia le apoyó.

Echo pie a tierra el sabio de su buey.
Escribieron durante siete dias
alimentados por el aduanero,
quien maldecia ahora en voz muy baja
a los contrabandistas.

Una mañana, al fin, ochenta y una
sentencias dio el muchacho al aduanero.
Y, agradeciéndole un pequeño don,
se perdieron detrás del pino negro.
No es fácil encontrar tanta atención.

No celebremos, pues, tan sólo al sabio
cuyo nombre en el libro resplandece.
Al sabio hay que arrancarle su saber.
Al aduanero que se lo pidió
demos gracias también.