25 de diciembre de 2008

Harold Pinter. Dramaturgia de la amenaza 1.


Cuando consideramos la creación de Harold Pinter inevitablemente pensamos en una obra que en la gran mayoría de los casos nos atrae con una fuerza magnética. Ya en las primeras líneas adquirimos la certeza de que en modo alguno podremos sustraernos a la potencia de la acción que comienza a desarrollarse. Y a partir de esos instantes será muy poco probable que la vitalidad de esa acción se debilite o se diluya. Difícilmente se puede sentir que el interés decae en una obra de Pinter: con él la intensidad de la experiencia dramática está garantizada. Sin embargo, además de este atractivo, que nos mantiene siempre en estado de expectación, sus piezas ejercen sobre nosotros otro efecto no menos fundamental: toda su dramaturgia es eminentemente perturbadora. Cada una de sus obras nos moviliza, o nos aterra, o nos oprime o nos obliga a la reflexión sobre nuestra propia naturaleza. Nadie que tenga una mediana sensibilidad puede dejar de sentirse atravesado por la potencia conmocionante de las creaciones de Pinter. Su efectividad está directamente asociada con la simplicidad de sus procedimientos: no necesita demasiados elementos para cumplir con sus objetivos. Es el maestro de la economía de los recursos. Generalmente con pocos personajes bucea en situaciones tan simples como fundamentales hasta alcanzar el máximo de profundidad. Sin embargo, lo logra, incluso en sus obras más “realistas”, por medio de estrategias de articulación del texto dramático que lo distinguen claramente de la mayoría de los dramaturgos contemporáneos: los personajes se definen, se dan a conocer, muestran su cualidades fundamentales a través de lo que no dicen, a través de lo que evitan comunicar, a través de los mecanismos que ponen en funcionamiento, por los cuales “cada uno de los personajes está decidido a averiguar mucho más de lo que él mismo revela” (Russell Taylor, 1968, 290). Aunque su obra a esta altura es más bien vasta, el propósito de estas notas reside en considerar la producción temprana de Pinter, con el fin de detectar cuáles son las estrategias de que se ha valido este autor para componer las obras que constituyen a mi modo de ver un modelo de experimentalidad dramatúrgica. Estas mismas estrategias, detectadas y analizadas con precisión, bien pueden ser incorporadas a las poéticas de los dramaturgos que se preocupan de desafiar el modelo del realismo psicológico en busca de nuevos instrumentos expresivos. Tal es mi caso. Pero además, un objetivo paralelo, aunque no menos importante de este trabajo consiste en analizar la significación política que tienen las piezas consideradas en sí mismas y sobre todo en el contexto específicamente argentino. Las piezas a las que me referiré son: The Room (La habitación, 1957), The Birthday Party (La fiesta de cumpleaños, 1958) y The Dumb Waiter (El montaplatos, 1960). Estas tres obras, junto con A Slight Ache (Un ligero dolor, 1961), son conocidas como las “comedias de amenaza”. Efectivamente en estas tres piezas la amenaza llega a convertirse en un recurso dramatúrgico fundamental (también en Un ligero dolor, aunque a mi entender, en menor medida). Russell Taylor observa que todas las llamadas “comedias de amenaza” se desarrollan en ambientes estrechos, en realidad en una habitación, que representa, para los protagonistas, un refugio temporario respecto de los demás. La amenaza funciona en este marco. “La amenaza proviene de afuera, del intruso cuya llegada desquicia el mundo cómodo y cálido, limitado por cuatro paredes, y toda intrusión puede ser amenazadora porque el elemento de incertidumbre e impredictibilidad que el intruso trae consigo es en sí mismo amenazador”. (1968, 282) Y la presencia del peligro se hace cada vez más efectiva cuanto menos concreta y específica es su figura: Pinter evita sistemáticamente la representación de violencia física abierta o directa, es decir, prescinde de particularizar la presencia de la amenaza. De esta manera logra que la casi totalidad de los espectadores de sus piezas se sientan aludidos con el peligro que se sugiere, pues cuanto más concreto y particularizado es el peligro menos probable es que rija en nuestro propio caso, y menos posible será que proyectemos nuestros propios temores. Es decir, cuanto más particularizada está la amenaza, menores son las chances de que nos identifiquemos con la situación. Para Russell Taylor, “la ambigüedad no sólo crea un ambiente enervante de duda e incertidumbre, sino que también ayuda a generalizar y universalizar los temores y tensiones a que están sometidos los personajes de Pinter. Cuantas más dudas existen acerca de la naturaleza exacta de la amenaza, de la provocación precisa que la engendró, menos posibilidades hay de que ninguno de los integrantes del público sienta que, sea como fuere, no podría sucederle a él” (1968, 284).
La amenaza es la columna vertebral de la primera obra de Pinter, La habitación. Sin embargo, cuando la obra comienza tenemos la típica situación cotidiana de una mujer, Rose, que le prepara el desayuno a su esposo antes de que éste salga a trabajar. La mujer dice un largo monólogo y no es interrumpida por su marido, de nombre Bert, ni tan sólo una vez: el marido no pronunciará palabra, ni siquiera en el momento de marcharse. Cuando el marido se dispone a salir llega el señor Kidd, quien parece ser el encargado en la casa de la que Bert y Rose ocupan solamente una habitación. El visitante mantiene diálogos con Rose de una manera que vale la pena destacar. El señor Kidd muchas veces no responde las preguntas de ella, ni directa ni indirectamente. Ante una interrogación cualquiera de la mujer sólo se limita a asociar lo que ella menciona con algo que posiblemente tiene en ese momento en su mente (aunque no tenemos la certeza de que sea exactamente así). La respuesta del señor Kidd será entonces absolutamente imprevisible. Y acá arribamos a una de las cualidades específicas de los diálogos pinterianos que caracterizan toda su obra: la imprevisibilidad. Jamás podrá predecirse qué es lo que el personaje va a replicar ante la afirmación o la interrogación de otro personaje. Por ejemplo:

Rose.- Entonces, ¿cuándo murió ella, su hermana?
Sr. Kidd.- Sí, en verdad, fue después de su muerte cuando debí dejar de contar. (...) Yo era su hermano mayor. Sí, era su hermano mayor. Tenía un “boudoir” precioso. Un maravilloso “boudoir”.
Rose.- ¿De qué murió?
Sr. Kidd.- ¿Quién?
Rose.- Su hermana. (Pausa).
Sr. Kidd.- Me arreglaba con lo que tenía.

El señor Kidd le ha estado hablando a Rose de su hermana y de su madre. Sin embargo, apenas el señor Kidd se va, Rose le dice a Bert: “No creo que tuviera una hermana, ni hablar.” Este es un ejemplo de la técnica utilizada por Pinter, que consiste, según Russell Taylor, en “arrojar dudas sobre todas las cosas, mediante el recurso de unir a cada información en apariencia clara e inequívoca una afirmación igualmente clara en sentido contrario.” (1968, 281). A través de este recurso logra Pinter diálogos que evidentemente pueden llegar a ser disparatados y cómicos. Sin embargo, esta misma articulación de los diálogos conforma la base necesaria para generar un clima de misterio e incertidumbre. De esta manera Pinter logra que sus diálogos sean atravesados por las tensiones internas de las que habla Russell Taylor: “lo cómico contra lo horrible, lo ligero o conocido contra lo oscuro o desconocido” (1968, 306). Rose abriga a su marido y lo prepara para la jornada de trabajo. Bert sale y Rose queda absolutamente sola. Ya están dadas las condiciones para la irrupción de la amenaza, que irá tomando cuerpo progresivamente a través del desarrollo de la pieza. Desde ese momento, observa Esslin, es la puerta la que se convierte en una amenaza, la puerta se nos presenta como “una abertura hacia lo desconocido, la casa con un incierto número de pisos, la noche y el invierno en el exterior”(1966, 215). Y cuando Rose abre esta puerta (supuestamente para sacar la basura) se encuentra con que hay allí dos personas de pie, el señor y la señora Sands. Rose se sobresalta y grita. La señora Sands le pide disculpas afirmando que no fue su intención asustarla. Ambos afirman que sólo estaban subiendo las escaleras, en busca del casero. Inexplicablemente Rose los hace entrar. Si este momento de la obra se examina rigurosamente no se entiende el motivo que tiene Rose para introducir en su casa a dos desconocidos. Aunque Pinter, como veremos, trabajará siempre en estas obras tempranas con la incognoscibilidad de las motivaciones que mueven a los personajes a conducirse de una u otra manera, cuando se analiza en detalle el ingreso del señor y la señora Sands nos queda la sensación de que es el propio autor quien los hace entrar –y no Rose- para facilitar el desarrollo de la obra. La ausencia de motivos, que en las obras posteriores se presenta como absolutamente justificada, parece en este caso un recurso arbitrario. Nos queda la sensación no de que no podemos conocer los motivos de Rose sino de que el propio Pinter nos impide conocerlos.
Ahora bien, la acción prosigue, el señor y la señora Sands ya se encuentran instalados en la habitación de Rose, protegidos del frío exterior. Cuentan que hace treinta y cinco minutos que están dentro de la casa, buscando al casero. Este es un dato que mencionan con toda naturalidad pero que no deja de parecer inquietante, pues si se piensa bien treinta y cinco minutos dentro de una casa en busca de su casero es una enormidad. Y luego, en abierta contradicción con la información anterior, afirman que fue cuando se disponían a bajar que Rose abrió la puerta y los encontró. Aquí tenemos otro ejemplo de una información en apariencia clara e inequívoca seguida poco después de una afirmación igualmente clara en sentido contrario. Rose les recuerda que el señor Sands había dicho que estaban subiendo pero el señor Sands insiste en que estaban bajando, pues se dirigían de arriba hacia abajo. Inmediatamente relatan que han estado en el sótano y que han encontrado un hombre que les informó sobre una habitación libre: la número 7, que es precisamente la habitación que ocupan Rose y su marido. La amenaza, que desde el momento en que Rose queda sola se insinúa solamente como una atmósfera, adquiere ahora contornos precisos: Rose les indica que la habitación número 7 es la que ella ocupa con su esposo, e insiste sobre esto. En lugar de responder a la afirmación de Rose, el matrimonio Sands opta por marcharse. De esta manera la amenaza se refuerza: la falta de respuesta del matrimonio Sands genera suspenso - no le dan la posibilidad a Rose de seguir investigando- y la salida del matrimonio Sands la deja a Rose sola y desprotegida con su propia incertidumbre. Rose siente amenazado el lugar cálido en el que habita cotidianamente junto a su marido. Y el espectador comparte plenamente ese sentimiento. Pero cuando el señor Kidd aparece por segunda vez, la amenaza se hace presente de manera mucho más decisiva: cuenta que hay un hombre que hace dos días que quiere verla y que solamente estaba esperando que su esposo se fuera. Hay un contraste evidente entre la forma de hablar del señor Kidd en esta segunda entrada y la primera. Ahora el señor Kidd ya no se distrae con sus propias asociaciones. Va directamente al punto que quiere tratar, es directo con sus preguntas y con sus respuestas. Y acá también detectamos una estrategia del autor: ahora ya no hay lugar para el malentendido que además de generar incertidumbre nos ubica en el campo del humor. Ya ha pasado el momento de lo cómico y ahora nos toca sumergirnos en el tiempo del espanto. El modo de hablar del señor Kidd en la primera y en la segunda entradas están en sintonía directa con estos respectivos momentos. Rose niega conocer al hombre que supuestamente espera hablar con ella y se niega a recibirlo. El señor Kidd le advierte que si no lo recibe en ese mismo momento seguramente subirá cuando su marido esté con ella. Rose, aterrada, le indica al señor Kidd que vaya a buscarlo inmediatamente. Tras unos segundos entra un negro ciego, que dice traer un mensaje del padre de Rose. El negro la llama con el nombre de Sal y le pide que vuelva a casa. Rose le pide que no la llame Sal. El negro insiste en que vuelva a casa. Rose le dice que no puede. Bert vuelve en ese momento, habla distraídamente de su viaje (por primera vez pronuncia palabra) y cuando ve al negro lo golpea hasta derribarlo. Cuando el negro cae sigue pegándole hasta que yace inmóvil. Rose queda ciega en el momento en que cae el telón.
Aunque muchos críticos han descalificado esta pieza pues consideran que se desintegra con este desenlace dominado por el simbolismo, creo, a pesar de todo, sin importar el valor de este final, que el cuerpo entero de la pieza muestra la potencia típica de la obra de Pinter y (aunque de alguna manera es mirada por esos mismos críticos como una característica “primera obra” con todos sus defectos) constituye un modelo de construcción en la que se pretende movilizar la emoción del espectador. La habitación se estructura como una espiral ascendente a través de la cual la presencia de la amenaza se hace cada vez más real. Como en el resto de sus obras, Pinter construye su pieza de tal modo que el espectador tiene muchos más interrogantes ante sí que información. Y de todos esos interrogantes sólo serán resueltos aquellos que sean necesarios para hacer avanzar la acción. Todos los demás permanecerán en el terreno de las hipótesis. ¿Quién es Rose? ¿Quién fue antes de casarse con Bert? ¿En qué momento se separó de su padre? ¿Por qué? ¿Quién es el negro ciego? ¿Por qué Rose antes tenía otro nombre? ¿Por qué su padre todavía la espera? Tales son solamente algunos de los interrogantes entre los incontables que pueden formularse. Y aquí detectamos otra estrategia dramatúrgica: el bombardeo de interrogantes como técnica de escritura. Como criterio de construcción de una obra teatral es un recurso que necesariamente deberíamos tener en cuenta los dramaturgos al momento de escribir nuestras piezas. Pinter se preocupa mucho de la solidez de la estructura y coherencia de sus obras: “No puedo escribir nada que me parezca flojo y no acabado. Me agrada un sentimiento de orden en lo que escribo”. (citado por Russell Taylor, 1968, 306).
Sin embargo sus piezas significan un desafío a la obra de base aristotélica, asentada sobre los conceptos de exposición-nudo-desenlace. En las piezas que estamos considerando poco sabemos sobre los antagonismos anteriores que dan origen al conflicto que trata la obra. Tampoco contamos con las resoluciones y revelaciones en el último acto, pues en última instancia no alcanzamos a saber si algo verdaderamente se resuelve y desconocemos las verdaderas motivaciones. En este sentido, Pinter constituye un modelo a ser analizado minuciosamente, pues muchas de las estrategias usadas por él representan instrumentos más que aptos para lograr una dramaturgia eficaz. Pinter es el maestro del manejo de la información, o mejor dicho, del manejo del enigma y la incertidumbre. No hay obra en la que el espectador no se encuentre ante la obligación de cuestionarse todo el tiempo sobre aquello que está presenciando. Pero al mismo tiempo siempre conserva el interés, nunca se siente abrumado por todos estos interrogantes. Por el contrario, de algún modo persiste en la esperanza de que por lo menos algunas de esas cuestiones van a ser resueltas y él podrá enterarse por fin qué era aquello que se le ocultaba.
Sin embargo, este manejo de la información no tiene que ver solamente con la técnica dramatúrgica. También tiene relación con la manera en que el autor percibe la realidad. Esslin sostiene que Pinter se concibe a sí mismo como un realista mucho más intransigente que cualquiera de sus contemporáneos del realismo social, pues estos nos dan un cuadro del mundo con problemas y soluciones que probablemente no se verifiquen nunca. Pinter impugna la hipersimplificación que suprime factores esenciales de la realidad para expurgarla, estilizarla, y de ese modo, presentar soluciones claras que produzcan la impresión de que todo tiene un sentido cognoscible. Y así la obra típicamente “realista” inevitablemente deja de serlo pues termina por enfocar su atención hacia lo no esencial. Interpretando el pensamiento pinteriano, Esslin sostiene que en la vida real constantemente tenemos trato con personas de las que ignoramos absolutamente su vida anterior, sus relaciones familiares, o sus motivaciones psicológicas. Y en el rechazo de Pinter del conocimiento de las motivaciones hay un deseo de mayor realismo, en el sentido en que él lo entiende: ser realista es asumir la imposibilidad de conocer jamás la motivación real tras las complejas acciones humanas, cuya naturaleza es siempre contradictoria e inverificable. Ser realista significa entonces (contrariamente a lo que generalmente conocemos por “realismo”) asumir la complejidad e incognoscibilidad de muchos de los aspectos del universo con los cuales estamos tratando. En la vida real cualquier situación generalmente está más allá de nuestra posibilidad de captarla. Y si uno está verdaderamente decidido a ser realista, lo mismo tiene que suceder en el teatro. Dice Pinter: “Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa, puede ser ambas cosas a la vez. La suposición de que comprobar lo que ha ocurrido o está ocurriendo es sencillo, la considero imprecisa. Un personaje que en escena no pueda presentar argumento o información alguna convincente sobre su pasado y cuyo comportamiento presente tampoco da un análisis comprensible de sus motivos, es tan legítimo y tan digno de atención, como uno que de modo alarmante pudiese hacerlo. Cuanto más aguda es la experiencia, tanto menos articulada es su expresión”. (citado por Esslin, 1968, 221). Y su manejo en los diálogos de repeticiones, incoherencias, errores lógicos y fallas de sintaxis está en relación directa con este objetivo de reproducir la relación que se establece entre la realidad y un lenguaje que tiene grandes dificultades para expresarla.

Héctor Levy-Daniel