12 de junio de 2020

Material para la escritura de una versión de Barba Azul. Bernardo




Bernardo: Sé que existe una idea muy extendida según la cual todos los chicos se enamoran de la maestra. Pero mi amor no fue como cualquier otro amor infantil.  Mi imaginación siempre fue precoz. Y mi avidez por saber, insaciable. Mientras mis amigos de otras casas perdían el tiempo en juegos inocentes, yo me demoraba mucho más tiempo del necesario para un niño en la biblioteca de papá. Confirmaba que no hubiera nadie cerca, me trepaba al primer estante y estiraba mi cuerpo y mi brazo para alcanzar cualquiera de los libros que estaban en la estantería más alta. Había descubierto que papá usaba esa fila tan lejana para guardar los libros que consideraba inconvenientes para mí. Entre los ocho y los diez años había leído casi todos esos libros que incluían figuras anatómicas, relatos eróticos, novelas de guerra con escenas perturbadoras de crueldad y violencia. Así fue que me convertí en un experto en una cantidad de temas que a los demás compañeros de colegio les estaban totalmente vedados y a los diez años ya tenía un conocimiento de ciertas materias que aventajaban al de cualquier adulto medio. Yo era una fuente de conocimiento para mis amigos, los cuales acudían a mí cuando se presentaba alguna controversia sobre algún tema del que no podían hablar con ningún adulto. Y si yo me inclinaba por una posición u otra del debate, mi palabra era aceptada por la parte perdedora como un veredicto inexorable.


Pero seguía siendo un chico, con toda la sensibilidad y la candidez que todavía conserva un niño hasta los once o doce años. Y con esa misma candidez me enamoré de la señorita Marta, mi maestra de cuarto grado. La señorita era muy bella (debe de serlo todavía) y lo que más recuerdo de ella era su cutis rosado e impecable, su lengua detrás de sus dientes blancos cuando sonreía y sus ojos castaños que parecían poder ver cada uno de mis pensamientos. Yo era un alumno excelente, no tenía dificultades para aprender y todas mis aptitudes las ponía al servicio de que la señorita pusiera su atención en mí. Matemática, historia, geografía, lengua, cada una de las lecciones que yo me aprendía estaban dedicadas secretamente a conquistarla. Y entonces yo me imaginaba que por fin ella se rendía ante mis esfuerzos, encontraba alguna razón para besarme en la boca y ponía en práctica conmigo todo lo que yo había aprendido en los libros de la fila alta de la biblioteca de papá. Muchas veces me sorprendió observándola con ojos de enamorado. En esas ocasiones yo alcancé a captar una sonrisa tierna e irónica, una sonrisa que al mismo tiempo que alentaba mis fantasías me decía que nuestro romance nunca iba a suceder, que yo era demasiado joven, que ella nunca iba a poder esperar que mi cuerpo se transformara, se cubriera de vello y adquiriera la virilidad necesaria para afrontar toda la violencia que una relación con ella iba seguramente a requerir. Todo ese año en que la señorita Marta estuvo a cargo de mi clase estuve pendiente de ella.

Un día salí del colegio y la señorita Marta estaba tomada de la mano de un hombre. La señorita pudo seguir con precisión la trayectoria de mi mirada de sus ojos a su brazo, de su brazo a su mano, de su mano a la mano a la que estaba unida, de esa mano a su dueño, un hombre muy flaco, joven y de cara arrugada, de anteojos gruesos. La señorita no pudo contener una breve carcajada ante mi gesto de sorpresa que no llegué a disimular. Yo recuerdo que una ola de calor se disparó recorrió todo mi abdomen hasta llegar a mis orejas. Me apresuré a salir con la sensación de que mi cara entera ardía. Caminé las siete cuadras que me separaban de mi casa tratando de entender por qué había elegido a una persona tan fea para traicionarme. La imagen del hombre se plantaba una y otra vez ante mí, los lentes oscuros, la cara con arrugas, las manos entrelazadas. Y cada vez que recordaba la risa de la señorita, el calor volvía a subir desde mi estómago hasta que poco a poco se convirtió en una leve náusea. Cuando llegué a casa, mis sueños románticos estaban despedazados. Subí a mi habitación, me eché boca abajo en la cama y lloré.


A partir de esa tarde ir al colegio se transformó en un suplicio. Levantarme de la cama, desayunar, entrar en el colegio, esperar que icen la bandera, entrar al aula, enfrentar la mirada impiadosa de la señorita Marta era mucho más que lo que yo podía soportar. Estaba convencido de que la señorita había cambiado su actitud hacia mí y su modo de mirarme era otro. En cada mirada, en cada palabra, en cada sonrisa que me dirigía yo sólo era capaz de detectar solamente ironía. Sin embargo no perdía las esperanzas. Imaginaba que dejaba a su novio flaco y arrugado y quedaba en una situación de absoluta soledad que sólo yo era capaz de revertir. Imaginaba que la señorita Marta deambulaba por la vida durante años sin encontrar a quien amar y mientras tanto yo crecía, me volvía viril y entonces era capaz de enamorarla, sacarla de su estado solitario, convocar su confianza y hacerla mía para siempre. La señorita no volvió a mostrarse en compañía de su novio por lo cual mis esperanzas fueron tomando cada vez más vuelo. Pero un día, un miércoles a la mañana, en lugar de la señorita Marta apareció una mujer baja, rubia, con gesto agrio reafirmado por sus anteojos de carey negros y gruesos. Esta mujer nos informó que estaba allí para reemplazar  a Marta, quien había renunciado. Quisimos saber las razones por las que la señorita Marta iba a dejar de venir para siempre al colegio pero la maestra suplente de gesto acre solamente se limitó a preguntarnos que fue lo último que habíamos visto de matemática. Nunca supimos por qué la señorita Marta renunció. Jamás la volví a ver, pero nunca dejé de recordarla. Y a partir de entonces, a lo largo de muchos años, comencé a buscarla en cada mujer que conocí. Si sentía que algún gesto de Marta retornaba en cualquier mujer que yo conocía (una camarera, la esposa de un amigo, la empleada de un banco, una dama desconocida en el club) entonces yo iba hacia ella para averiguar si esa sensación era efímera o podía transformarse en algo más. Y cuando notaba que en esa mujer que tenía ante mí podía recuperar a la maestra de mis sueños hacía todo lo posible para conquistarla. Lamentablemente mis decepciones eran feroces, y sobrevenían de un momento para otro. De pronto me daba cuenta de que esa mujer que tanto me había ilusionado, esa mujer que yo creía amar porque recuperaba la imagen de mi maestra, en realidad no tenía nada que ver con ella. Así, esta mujer se me presentaba como una farsante que había estado tratando de engañarme usando todo tipo de disfraces que me hicieran pensar que era la persona adecuada. Y la sola idea de que quien hasta ese momento era una mujer querida se convertía de pronto en una estafadora que trataba de apropiarse de lo mejor de mi alma me llenaba de tanto rencor y resentimiento que a duras penas podía refrenarme. Entonces volvía contra esta estafadora toda mi violencia física que no podía dominar. Varias veces luego de estos trances me encontré con el cuerpo de mi acompañante entre mis manos. Indefectiblemente me sentía el ser más desdichado de la tierra, le pedía perdón, mostraba mi más eterno arrepentimiento. Pero la mujer muerta  se mostraba incapaz de escucharme. Entonces comenzaba para mí la más ingrata tarea que consistía en deshacerme del cuerpo de la desgraciada y de fingir ante mis conocidos y las autoridades que se había tratado sólo de un accidente.

 

Héctor Levy-Daniel