12 de mayo de 2010

CUADERNO INFANCIA 55.


Carol
En la playa Bristol de Mar del Plata, verano de 1973, uno de los últimos días de febrero. Es una tarde sin sol pero no hace frío. Yo estoy con mi hermano Eduardo, quien a su vez está con algunos de sus amigos y amigas, que siempre son muchos. Todos nos metemos en el mar pero luego de unos minutos mi hermano y sus amigos ya no están y yo quedo cerca del final del espigón junto a una chica de tez mate y cabello negro que tiene más o menos mi edad. La chica me habla y todavía no me doy cuenta de que tiene acento cordobés. Supongo que hay alguien más, una amiga de ella, pero no puedo asegurarlo. Para mí, hasta el día de hoy sólo estamos ella y yo, los dos moviendo incesantemente brazos y piernas para mantenernos a flote mientras no dejamos de charlar. Ella es la que más habla y al mismo tiempo se las arregla para hacer preguntas. Así puedo saber que se llama Teresa y ella se entera de que soy el hermano de Eduardo, que es amigo de su hermana Pupé. Cuando salimos del mar, estoy totalmente enamorado de Teresa. Y lo extraordinario es que, para mi total felicidad, me entero por un amigo de mi hermano Eduardo, (que también se llama Eduardo, aunque lo llaman Sapo), que yo le gusté. Uno o dos días después, estamos en las duchas del balneario número 3 de la Bristol, mi hermano Eduardo, Sapo y yo. Sapo le cuenta a mi hermano que “la hermanita de Pupé” gusta de mí y se ofrece para hacer de intermediario. Yo no logro imaginarme cómo Sapo va a lograr semejante proeza. Pero enseguida mi hermano desecha la idea y yo sufro una decepción fenomenal. Mi hermano no cree que tenga mucho sentido cualquier tipo de relación a mi edad. Sin embargo, yo quiero ser el novio de Teresa y no sé exactamente qué significa eso a mis once años pero no tengo problema en averiguarlo. De todos modos, en los días que me quedan de vacaciones, que no son muchos, ya no me despego de ella, nos vemos en la playa, vamos al Piso de Deportes que está a unos pasos del Casino Central, sobre el Boulevard Marítimo, donde ella me enseña a patinar. Un día antes que yo vuelva a Buenos Aires, vamos a andar en bicicleta en la Plaza Mitre. Yo voy con mi hermana y ella con una prima. Nos arreglamos para estar juntos todo el tiempo que dura el alquiler sin importarnos ni de mi hermana ni de su prima. Esa tarde de bicicletas con ella en Plaza Mitre no se me va a borrar nunca. Por primera vez en mi vida voy a saber lo que es sufrir una separación de alguien que verdaderamente me importa. Me pregunto por qué ella tiene que vivir en Córdoba. Si viviera en Buenos Aires podríamos repetir esa salida todas las veces que quisiéramos. Tan enamorado estoy que cuando llego a casa me animo a pedirle a mi mamá que por favor nos quedemos un día más. Mi mamá adivina inmediatamente la razón de mi ruego, se enternece por mi “metejón” y hasta llega a consultarlo con mi papá. Para mi gran sorpresa, el “no” no es terminante, por lo cual se abre una débil esperanza. Dudan, consideran la posibilidad durante más o menos dos horas hasta que por fin papá descarta la idea: es demasiado tarde, ya han preparado todo para el retorno. Vuelvo a Buenos Aires con la confianza de verla a Teresa el verano siguiente en Mar del Plata. Durante todo el año 73 en que curso séptimo grado no dejo de recordarla. Durante todo ese año la idea de volver a verla me llena de energía y ansiedad. En el verano del 74, cuando volvemos a Mar del Plata, la encuentro por primera vez en el mismo Piso de Deportes donde ella me enseñó a patinar. Está entre la gente, sentada en una de las gradas. Ella me ve, me reconoce, y hasta veo que toma del brazo a la amiga que está con ella para indicarle dónde estoy yo, que finjo no darme cuenta de nada. Poco después, me pongo a patinar (mucho mejor que el último verano, he tenido todo el año para practicar). Mientras me desplazo entre cientos de chicos con patines, siento que me toman del brazo, y me sueltan algunas palabras. Antes de girar la cabeza ya sé que es ella, después de tanto esperar acabamos de retomar el contacto. Pero ya nada va a ser igual. Ella ha decidido que va a usar su segundo nombre, Carol y ya no quiere que la llamen Teresa. Mi pasión sigue intacta, pero algo se ha transformado. Aunque los dos tenemos doce años, yo ahora soy un poco más chico que ella y hay una cantidad de contendientes de más edad con los que no puedo competir.
Ese verano del 74 es una época de duro aprendizaje. Después de ese encuentro en el Piso de Deportes me imagino que a diferencia del año anterior tengo todo el verano para estar con ella. Y como la carpa de Carol está en el Balneario N° 3 enfrente a la Rambla y mi carpa está en el Anexo de ese mismo Balneario, a unos cien metros, todos los días, apenas llego a la playa Bristol hago el recorrido que me lleva hasta ella. Es inmensa la satisfacción que me produce caminar por la galería que conecta los diferentes balnearios, ver de lejos el lugar en el que su familia tiene una de las tantas carpas amarillas y comprobar que ella ya está allí. Tan sólo tengo que cruzar la rambla para encontrarla y compartir el resto del día con Carol. Sin embargo, hay muchos chicos rondándole. A pesar de su corta edad Carol es una chica atractiva y ya es perfectamente consciente del efecto que produce en los adolescentes. Y ahora que soy uno más entre tantos cada vez se fija menos en mí y con el pasar de esos días de febrero la magia se desvanece. Un día, una prima de Carol que se llama Mónica, me pregunta si Carol me gusta. El modo en que me lo pregunta no me deja anticipar nada bueno, pero le respondo que sí. Mónica es lapidaria: me dice que Carol no tiene ningún interés en mí, por lo cual no debo ni pensar en hacerme ilusiones. La derrota es absoluta y dos o tres días después dejo de visitar para siempre a Carol en su carpa. Algunas veces paso por la galería y alcanzo a verla pero ahora tengo la triste certeza de que ya no voy a cruzar la rambla, ya no la voy a encontrar en su carpa, ya no voy a compartir mi día con ella. En los años que siguen me cruzo con Carol en diferentes lugares y circunstancias y ni una sola vez dejo de sentir que el calor de esa pasión infantil vuelve a invadirme.

2 de mayo de 2010

Carta de Tennesse Williams a su agente Audrey Woods



29 de agosto de 1947


Querido Audrey:

... No puedo decirte el alivio que significa que hayamos encontrado un Stanley enviado por Dios en la persona de Brando. No se me había ocurrido antes el valor excelente que surgiría al poner a un actor muy joven en este papel. Humaniza el personaje de Stanley, en tanto que representa la brutalidad o la insensibilidad de la juventud más que los vicios de un hombre mayor. No quiero centrar la culpa o la responsabilidad especialmente en ninguno de los personajes, sino que sea una tragedia de la insensibilidad y la incapacidad de entender a los demás. De la lectura de Brando, que fue por lejos la mejor lectura que escuché jamás, surgió un nuevo valor. Parecía que había creado un personaje con dimensión propia, del tipo de los que la guerra ha creado entre los veteranos jóvenes. Es un valor que va mucho más allá de lo que podría haber aportado Garfield y, además de sus dotes de actor, posee una gran atracción y sensualidad física, por lo menos tanta como Burt Lancaster. Cuando Brando firme creo que tendremos un elenco realmente destacado de 4 estrellas, tan atractivo como el mejor y que merece todos los problemas por los que hemos pasado. Tenerlo a él en lugar de a una estrella de Hollywood creará una impresión sumamente favorable, pues le quitará el estigma de Hollywood que parecía unido a la producción. Por favor, usa tu influencia para oponerte a cualquier movimiento por parte de la oficina de Irene a fin de reconsiderar o demorar la firma del muchacho, en caso de que a ella no le guste. Espero que haya firmado antes de que ella llegue a Nueva York.