9 de febrero de 2009

CUADERNO INFANCIA 32


Falta poco para que cumpla doce años y ya conseguí trabajo en la farmacia. Como regalo adelantado de cumpleaños he recibido mi bicicleta “Bambina” de color naranja. La mantengo siempre lustrosa, siempre impecable. Lo único que quiero es andar por la calle en bicicleta día y noche. Por lo tanto, trabajar en una farmacia es una buena oportunidad para andar en bicicleta todo el día y que encima me paguen. Me presento en la farmacia de Gaona y Emilio Lamarca y me observan de arriba abajo, tengo sólo once años, y me dicen que ya tienen cadete. Pero me toman en la de Avellaneda entre Joaquín V. González y San Nicolás, al lado del garage Nevada. Un hombre no muy alto de pelo muy lacio y un mechón que le cae sobre la frente me hace algunas preguntas. No sé por qué me acepta. La rutina es la siguiente: a la mañana bien temprano en la farmacia, hasta el mediodía, cuando tengo que ir al colegio. Y cuando el día de clases termina, de nuevo a la farmacia, desde las cinco hasta las ocho u ocho y media. Una rutina demoledora, que incluye los sábados a la mañana. Mamá me lo permite. Cada mañana bien temprano yo ya tengo la escoba en la mano para barrer la vereda de la farmacia. Muchas veces papá entra en el garage Nevada para buscar su auto y me encuentra barriendo. Sonríe, no me habla demasiado, entra en el garage y sale en su Chevy de color azul, que es un auto cupé, impecable, mientras yo todavía no he terminado con todo el polvo de la vereda. El farmacéutico sabe que ése que sale con ese auto es mi papá. No puedo dejar de figurarme su perplejidad: el pequeño cadete barre la vereda ante su padre, que lo observa desde el parabrisas de su auto último modelo.