22 de noviembre de 2014

La imagen de hoy: "Madre joven", de Schiele.


El teatro forjador de mitos.



En estos tiempos parece haberse asentado la idea de que la escritura teatral es un oficio accesible y estimulante. Muchas personas se preocupan de escribir piezas y estrenarlas en los muchos espacios que han proliferado en la ciudad. Semejante situación no deja de sorprenderme y me obliga a replantearme algunas cuestiones. La primera pregunta que me asalta es: ¿por qué estas personas se han decidido por escribir piezas teatrales? ¿Por qué semejante entusiasmo con una actividad tan difícil, tan compleja, tan demandante? No bien termino de formularme este interrogante, retorna otro, que me ha perseguido a lo largo de los años: ¿por qué escribo teatro? ¿Por qué decidí hace ya mucho tiempo dedicar mi vida a crear textos que van a ser presentados en escena por actores? ¿Es solamente por la satisfacción de ver en escena lo que yo imaginé en mi soledad?[1] ¿O hay acaso algo más? Y entonces me viene a la mente como repuesta la misma reflexión que me ha guiado desde mis primeros pasos en la dramaturgia. Para mí la escritura dramática es una manera de acercarse al mundo, de pensar el mundo. El teatro es una manera creativa de meditar sobre el sentido de todo lo que nos rodea. Incluso si supiera que las obras que escribo ya no se van a estrenar nunca, no por eso dejaría de escribir piezas teatrales. Porque escribir teatro es lo que nos permite producir una imagen del mundo y no querría prescindir nunca de la experiencia que implica la búsqueda de esa imagen. Por lo cual, la pregunta sobre la razón de escribir para el teatro conduce a otra cuestión: ¿de qué manera, en mi caso, el teatro me permite pensar el mundo? La pregunta sobre la razón de escribir me conduce inexorablemente a la pregunta sobre los principios que de manera implícita o explícita sostienen y guían al autor en su labor productiva. En otras palabras, me conducen a la pregunta sobre cuál es mi propia poética.

En mi caso, la reflexión sobre estos principios o fundamentos se vuelve imprescindible y retorna cada vez con la misma potencia durante el proceso de escritura de una obra. Mientras me aboco a la tarea de imaginar acciones, personajes, situaciones, mientras evalúo cuáles son las mejores alternativas de estructura para el texto que empieza a insinuarse, siempre me vuelven a asaltar las mismas preguntas: si esa es la materia sobre la que efectivamente debo trabajar, por qué deseché otras, por qué conviene en este caso una forma determinada y por qué es mucho más difícil pensar en otras formas. Porque en cada texto subyace una poética, lo sepa o no el autor. En cada texto el dramaturgo se ha guiado por determinados principios, aun cuando este mismo autor no esté siempre habilitado para explicitarlos. De todos modos, creo que todo autor debería estar en condiciones de dar fundamento a las decisiones que toma cuando aborda la tarea de escribir una obra.

Y es así que, llegado a este punto, me veo conducido al tema de cuáles son aquellos principios que me guían en mi labor de creación de textos dramáticos, es decir, a la explicitación de los elementos que constituyen el núcleo fundamental de la poética sobre la que asiento mi trabajo de dramaturgo. La idea central de este breve texto es tratar de exponer esos elementos con la esperanza de que este mismo planteamiento estimule la reflexión sobre estos temas y aliente el debate acerca de los fundamentos sobre los que uno toma decisiones al momento de escribir.


A la hora de pensar en las razones por las que escribo advierto que no es suficiente afirmar que lo hago para ver presentado en escena lo que vuelco en el papel. Esta respuesta primera no alcanza siquiera a rozar un tema que me parece fundamental: si se escriben obras de teatro no se puede dejar de pensar en la cuestión de qué es aquello que distingue al teatro. Es imposible soslayar el interrogante acerca de qué es lo específico teatral, es decir, aquello que es esencial al acontecimiento dramático y sin lo cual no puede darse, aquello que se ha presentado como condición de existencia del teatro y que va a preservarlo de cualquier asimilación a otra arte. En otras palabras, se trata de detectar aquellas condiciones sin las cuales no habría teatro. En este camino interrogativo nos encontramos con nuestro primer enunciado, sencilla y fundamental. El teatro no existe sin espacio, sin tiempo, sin determinadas sustancias (los personajes), sin un orden causal determinado. Cualquiera sea la materia de que se trate, de ningún modo podrán eludirse estas condiciones de especialidad, temporalidad, sustancia, causalidad.

Ahora bien, se puede intentar la producción de la materia teatral tratando de imitar la realidad de una manera mecánica, es decir, intentando captar la realidad tal como aparece, sin ningún tipo de mediaciones. Esta sería la actitud de lo que podríamos denominar “realismo ingenuo”, que implica una intervención casi nula en las condiciones de tiempo, espacio, causalidad y sustancia del personaje. En el otro extremo, puede establecerse una intervención conciente sobre dichas categorías y esta intervención puede asumir múltiples modalidades. Desde mi punto de vista, esta intervención sobre las categorías se vuelve imprescindible para la elaboración de textos teatrales a un punto tal que bien podría identificarse la escritura teatral con esta intervención sobre las categorías de espacio, tiempo, y sustancia del personaje y causalidad. A esta intervención me parece que bien podría llamársela “mitologización”: a través de esta intervención se trata de intervenir sobre la materia teatral para convertirla en “mito”. El teatro, desde mi punto de vista, debe ser forjador de mitos. Para lo cual, bien se pueden tomar mitos propiamente dichos para darles un nuevo tratamiento a través de la operación sobre esas categorías; o pueden tomarse historias conocidas (por ejemplo el argumento de un clásico) o hechos históricos propiamente dichos para darles una dimensión mítica (por lo cual, lo que se entiende como teatro histórico asumiría nuevas formas de ser tratadas: una presentación de la realidad histórica que permita observar los hechos de una manera absolutamente imprevisible, novedosa, estimulante); o se puede crear una historia propia y darle un tratamiento que implique la intervención sobre el tiempo, el espacio, el personaje, la causalidad.

Esta intervención sobre las categorías no es sino una forma de extrañamiento de la materia prima original que utilizaría sin mediaciones el realismo ingenuo. Este extrañamiento nos conduce a transformar la materia en otra cosa, a producir un tipo de realidad que logra autonomía: ya no necesita guiarse por las leyes de la constitución de la realidad que conocemos sino de aquellas que son propias del mundo creado. Este proceso de extrañamiento podría asimilarse a un proceso de “destilación” mediante el cual la materia teatral se despoja de toda referencia a la realidad cotidiana. De este modo se multiplican sustancialmente sus posibilidades, ya que al romper con los cánones del realismo puede dar lugar a lo fantástico, lo extraño, lo onírico, lo maravilloso, la poética de los muertos,[2]etc.

Gracias a estas operaciones de intervención sobre las categorías de espacio, tiempo, causalidad y sustancia (de los personajes), operaciones que equivalen a procedimientos de extrañamiento (y destilación) de la realidad cotidiana, lo que nos queda como residuo esencial o producto final es la materia teatral reelaborada, materia que compone la obra de teatro escrita. Esta obra que queda tiene una particularidad: se nos presenta como metáfora. Y aquí vuelvo al interrogante inicial acerca de por qué escribir teatro: creo que si hay algo que me mueve a escribir es el proceso creativo al fin del cual siempre queda como objeto creado una metáfora. La metáfora así constituida en tanto pieza teatral conserva su autonomía. A través del proceso de escritura dramática se produce una realidad; pero esta realidad no se guía por los parámetros espacio-temporales de la realidad cotidiana sino por sus propios parámetros generados durante el proceso creativo: esta realidad así constituida sólo puede tener lugar en el espacio escénico. Para lograr esta realidad que se guía por sus propios parámetros de constitución es necesario reducir al mínimo la participación de lo cotidiano o su directa anulación.

Este procedimiento tiene su correspondencia en el uso del lenguaje. Se trata de conseguir un manejo del lenguaje que prescinda de la coloquialidad cotidiana y del costumbrismo. Se trata de buscar un lenguaje puro, cuidado, pleno de imágenes. Sin embargo, esto no significa caer en el extremo opuesto: no olvidar que el lenguaje es el vehículo de la acción y nunca puede ser un fin en sí mismo. La búsqueda de un lenguaje puro no debería hacernos caer en la solemnidad y la búsqueda de la poesía en el teatro no debería entorpecer el curso de las acciones dramáticas.



Todos estos puntos así enunciados habilitan una discusión más extensa y más profunda. Sin embargo, creo que la simple exposición de estos temas alientan ya una cantidad de debates posibles.

Héctor Levy-Daniel





[1] Inmediatamente me vienen a la mente las posibles objeciones a este enunciado: no siempre el autor escribe en soledad, muchas veces el autor trabaja directamente con los actores en los ensayos, y otras tantas la dramaturgia de una obra es el producto de una creación colectiva. Sin embargo, incluso en estos casos, siempre hay un autor, un responsable que toma decisiones con respecto al material generado. Estas decisiones suponen siempre un espacio de reflexión individual.


[2] Muchas de mis obras tiene como protagonistas a personajes con una entidad específica: muertos que persisten en su existencia, por lo cual tienen una forma de ser particular ya que están en un tiempo fuera del tiempo, en un espacio totalmente extrañado, en un orden causal que nada tiene que ver con el de la realidad cotidiana. La poética de los muertos es un ejemplo perfecto de intervención sobre las categorías de tiempo, espacio, sustancia del personaje, causalidad.