25 de julio de 2012

Faulkner: La responsabilidad del escritor.

"Noventa y nueve por ciento de talento... Noventa y nueve por ciento de disciplina... Noventa y nueve por ciento de trabajo. Nunca hay que estar satisfecho con lo que se hace. Nunca es tan bueno como podría serlo. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que es posible hacer. No hay que preocuparse simplemente por ser mejor que los contemporáneos o que los predecesores. Hay que tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por los demonios. Nunca sabe por qué lo eligieron a él y suele estar demasiado ocupado como para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que puede llegar a robar, a pedir prestado o a mendigar ante cualquiera para poder hacer su obra.(...) La única responsabilidad del escritor es hacia su arte. Será completamente despiadado si es buen escritor. Tiene un sueño. Lo angustia tanto que debe librarse de él. No tiene paz hasta que lo logra. Todo lo demás se arroja por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo para que el libro se escriba". William Faulkner, entrevistado por Jean Stein, para París Review, 1956.

La imagen de hoy: "Metropolis", de Grosz.


10 de julio de 2012

"Continuidad de los parques", de Julio Cortázar.


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
    Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

De Final del juego, Alfaguara, 1996.

9 de julio de 2012

La imagen de hoy: "Desnudo leyendo", de Prinet.


La salamandra



Los actores se ubican en escena en segundo plano. La narradora ocupa el centro y se dispone a relatar.


NARRADORA
Desde hace muchos días
Un frío impiadoso castiga
Las ciudades y los pueblos.
Una pequeña cabaña
Alejada de los pueblos y las ciudades
Apenas logra conservar cierta calidez
Gracias a una salamandra de hierro
Que se alimenta con carbón.
Los vidrios de las ventanas
Están totalmente empañados
Por el calor que proviene de esa estufa.

EL
Desde hace muchos días
Lo único que me importa
Es como mantener el fuego encendido,
Dónde encontrar la materia para alimentarlo.
El carbón se acabó hace rato
Y ahora tengo que utilizar
Cualquier cosa que encuentre.

ELLA
Yo lo ayudé a romper
Los muebles de la cabaña
Para mantener el fuego encendido.

NARRADORA
Podrían salir a buscar leña,
Pero tendrían que caminar
Más de cincuenta quilómetros
En el frío.
Probablemente morirían.
O los arrestarían.

ELLA
Desde hace quince días
Esperamos el rescate.

EL
Quince días es mucho tiempo
Pero nuestros socios no nos van a fallar.

NARRADORA
Cada minuto que pasa los acorrala más,
Les anuncia la inminencia de la muerte
Por congelamiento.
Saben que no pueden permitir
Que la salamandra se apague
Porque quizás no logren encenderla
Otra vez.

ELLA
Hace tiempo que no dormimos juntos
Hace tiempo que nos turnamos para dormir.
Uno duerme y el otro cuida
Que el fuego no se apague.

EL
Ya quemamos todo lo que encontramos.
Es poco lo que nos queda.

NARRADORA
A unos ocho quilómetros
El viejo auto de ella
Soporta una y otra capa de nieve.
Consumió la última gota de nafta
Y se detuvo allí, en una carretera
Oculta por árboles altos y frondosos.
Luego de una caminata desesperada
En medio de la nieve y el frío,
Los dos llegaron hasta la cabaña
Gracias al mapa.

EL
El mapa que yo insistí en conservar.

ELLA
Habíamos dejado el mapa en el auto.
El insistió en volver.
Yo no quería.
Habíamos caminado demasiado.
Si no hubiese sido por él.
Jamás habríamos llegado.
El es así, siempre logra
Conservar la calma.

EL
Ya quemamos todas las sillas
Un sillón viejo, la mesa,
Todos los muebles de la cocina.
Las camas y los armarios enteros.
Vaciamos la casa.

ELLA
Todo se consumió mucho más rápido
De lo que esperábamos.
Todavía tenemos paquetes de fideos,
De azúcar.
Cajas de té, latas de conserva.
Todavía tenemos comida para un mes.
En un mes ya no vamos a tener nieve.

EL
Podríamos romper la puerta
O el marco de las ventanas.
Pero eso sería como vivir a la intemperie.

NARRADORA
Hasta ayer les quedaba nada más
Que el maletín de cuero negro
Con el dinero robado.
Una suma enorme que consiguieron
Después de cumplir con todo detalle
El plan del asalto al banco del pueblo.
El pueblo que está como a cien quilómetros
De esa cabaña.
O tal vez más.

EL
Decidí romper el maletín
Y usar también los pedazos
Para alimentar el fuego.

ELLA
Entonces quedaron todos esos fajos de billetes
Que en el suelo parecían desnudos,
Insignificantes, obscenos.
Iluminados por la luz sucia
Que el crepúsculo anunciaba
A través de la ventana.
Yo los vi y no pude evitar
La idea de que esos fajos que estaban ahí,
(En la tierra húmeda que nos quedó
Después que quemamos el piso de madera),
Esos mismos fajos llevaban una maldición
Que nos aisló en esta cabaña
Y definió nuestros destinos.
Esa misma idea me impulsó a tomar un fajo
Y meterlo en la salamandra,
Como un aporte más
A la conservación del fuego.

EL
No. No. No. No. No.
Estás loca.
No, no, no, no, no.

ELLA
Para responderle
Tomé otro fajo y también
Lo tiré dentro de la salamandra.

EL
La tomé del brazo.
Por primera vez
Estuve a punto de pegarle.

ELLA
Sí estuvo a punto de pegarme
Pero no tuve miedo.
Eché atrás mi cabeza
Y me quedé mirándolo.
Por primera vez hablé ese día.
Nos vamos a morir.

EL
Quise convencerla de que
El auto iba a venir.
Seguramente esa misma noche
O a la mañana siguiente.

ELLA
Pasó toda la noche
Pasó toda la mañana
Y lo único que quedaba para quemar
Era un almohadón viejo
Que él encontró en el baño.
El almohadón y los billetes.
Cuando puso el almohadón
Fijó sin querer la vista en los billetes.
Me miró.

EL
La miré.
Ella tenía los ojos perdidos
A través del vidrio de la ventana.
El reflejo gris del mediodía sin sol
Le daba un aspecto angustioso.
Entonces, sin preguntarle nada,
Sin dirigirle siquiera la palabra,
Tomé uno a uno los fajos de billetes
Y los puse en la salamandra.
Ella sabía lo que yo estaba haciendo,
Pero no quería girar la cabeza,
La vista fija en la ventana.
Cuando el último de los billetes ardía,
Me pasé las manos por el pantalón
Y caminé hasta ubicarme junto a ella,
Las dos narices casi pegadas al vidrio de la ventana.

NARRADORA
Imposible saber cuánto tiempo
Estuvieron en ese mismo lugar, estáticos,
Sin atreverse a pronunciar palabra.
El silencio sólo se desgarró
Cuando él dijo
“Ahí vienen, ahí vienen a buscarnos”.
Ella no tuvo coraje para señalarle
Que la carretera estaba tan vacía como siempre.
No tuvo coraje para decirle que el auto
Nunca iba a llegar.


"La salamandra" es una de las siete obras breves que componen "Dinero. Heptalogía" de Héctor Levy-Daniel. "Dinero. Heptalogía" fue estrenada bajo la dirección del autor y de Clara Pizarro en el teatro Patio de Actores el 29 de mayo de 2010. El elenco estuvo compuesto por Anahí Martella, Jessica Schultz, Enrique Papatino, Pablo Vascello, Graciela Clusó y Giselle Lousek.

Fotos de colección 3: Ernesto Guevara en la Facultad de Medicina.