28 de enero de 2011

La imagen de hoy: "Desnudo femenino acostado hacia la derecha, con cofia verde", de Schiele

CUADERNO INFANCIA 58


Porretti. Maestro de escuela en la Escuela número 10, Distrito Escolar 12, Dr Alfredo Colmo, séptimo grado. Parece increíble que un maestro se ensañe con un chico, que odie a un chico. Pero Porretti me odia, odia cada uno de mis gestos, mi autoconfianza, mi ironía. El conflicto con Porretti no es el habitual que un maestro puede tener con su alumno. Por ejemplo, un alumno que no estudia y un maestro que lo amenaza con diferentes tipos de medidas. Por el contrario, creo que Porretti jamás me puso una mala nota. En ese tiempo yo ya estoy en pleno proceso de recomposición, vuelvo a ser una persona aplicada y responsable después de cuatro años de ser un estudiante mediocre o francamente malo. Estudio las diferentes materias que nos tocan y mi curiosidad por diferentes temas se mantiene intacta. Pero él provoca en mí cierta irreverencia, cierta insolencia que a Porretti lo vuelve loco. No puedo determinar exactamente cuando este maestro y yo nos convertimos en enemigos. Pero creo que fue mi inclinación irrefrenable a contestar lo que nos enfrentó hasta el final. Porretti no es un hombre joven, como Schnitzler, el otro maestro de séptimo, que apenas pasa los veinte años y es estudiante de medicina. Tiene unos treinta y pico, supongo. El pelo completamente peinado para atrás, cejas más bien gruesas, ojos verde bien claro, el rostro muy delgado de tinte rojizo y unos bigotes enormes. Un día, probablemente harto de que yo le conteste cada señalamiento que me hace, harto de mi autoconfianza, decide atacar de frente. Dice en voz alta, para mí y para todos mis compañeros una frase inolvidable, que va a tener para mí repercusiones durante décadas: “Daniel se llama Daniel, pero a partir de ahora lo vamos a llamar ‘ego’”. Contra lo que él espera, la frase, paradójicamente, en lugar de molestarme, alimenta mi ego. Me halaga que el maestro de la clase haya decidido ocuparse exclusivamente de mí, al punto de haber pensado un apodo. Lo único que importa es que ninguno de mis compañeros me llame ego tal como él propone, ya que eso significaría que él tiene seguidores. Y yo tengo la esperanza de que Porretti predique en el desierto. Mi nuevo apodo no me intimida y uno o dos días después llega el momento de hacer un comentario que creo pertinente. Porretti me mira burlón y Goldbaum inmediatamente cumple con la consigna de Porretti. Riendo, me dice: “ego”. Sin importarme si Porretti está escuchando le respondo, indignado “Bien, pelotudo”. Creo que a Goldbaum le queda claro el sentido de mi insulto porque no insiste, queda serio, mira al frente. Y Porretti no me recrimina que lo haya insultado, hasta lo ve natural. A pesar de todo, con el correr de los días, la presión que ejerce Porretti sobre mí me empieza a angustiar. Pero pronto encuentro mi oportunidad para tener mi pequeña venganza personal, antes que Porretti se vaya del colegio. Papá me había enseñado un truco. Uno debía preguntar “¿Está bien dicho yo aré todo lo que pude?” A lo cual el interlocutor seguramente iba a contestar “no”. Y entonces uno le podía mostrar el error, ya que se trata del verbo arar y no del verbo hacer, por lo cual la frase está perfectamente construida. Un día, le cuento el plan a mis amigos de séptimo, que son muchos. Les aviso que voy a hacerle esta pregunta a Porretti delante de todos. Mis esperanzas de hacerlo caer son débiles, pero estoy convencido de que el intento va a valer la pena. Llega el maestro, se sienta. No sé si dejo pasar diez, quince minutos o media hora. Pero finalmente me decido y le pregunto, ante la expectativa de todos. “¿Dígame, está bien dicho ‘yo aré todo lo que pude’?”. Y Porretti: “No”. Y yo: “Sí. Porque es ‘aré’ de arar y no ‘haré’ de hacer”. Hay una explosión de carcajadas. Porretti se pone muy rojo y lanza una andanada de palabras entre las que sólo puedo entender algunas que dicen algo así como “Lo que pasa es que usted Daniel es un estúpido” (Mi apellido durante mi infancia es, sin excepción, Daniel). El insulto no me ofende. Por el contrario, confirma mi victoria y se me presenta como el muy mínimo precio que tengo que pagar (no debo contestarle) para disfrutarla. Pero lo que me da la sensación de gloria total son las risas de mis compañeros, que lo detestan tanto como yo. Después de este episodio, el conflicto con Porretti toma la forma de una guerra abierta, aunque sorda y silenciosa. El ya no oculta su odio y yo no puedo disimular mi desprecio. Me llama a dar lección, yo paso (o no paso, simplemente contesto las preguntas desde mi banco), Porretti reconoce que he estudiado y ahí se acaba la cosa.
Un día, una noticia. Porretti se va. Ha pedido un pase y se lo han concedido. O le han dado un pase que no ha pedido. A nadie le importa, la cuestión es que se va. La gran mayoría, festejamos. Yo interpreto también esto como una victoria personal: voy a terminar el año (y la primaria) en el colegio y él no va a estar ahí. Porretti viene en medio de la tarde, anuncia su retiro. A duras penas podemos contener nuestra alegría. Toca el timbre que anuncia el recreo, nunca más lo vamos a ver. Hay un pequeño revuelo alrededor de Porretti, algunos compañeros se acercan a hablarle. Yo me mantengo a una distancia bien prudente, como para evitar cualquier contacto casual. Carlitos Steinmann se acerca, le da la mano, le desea suerte. Inmediatamente convoca nuestro repudio más absoluto. Carlitos se ha mostrado siempre muy crítico y ahora está ahí despidiéndolo. Lo cuestionamos, pero Carlitos se defiende diciendo algo así como que no se le debía negar el saludo a quien fue nuestro maestro. Cuando al otro día voy al colegio, ya nada es lo mismo. Todo es mejor, el aire es limpio.