“Ahora el hombre llamado Pepe no
vivía estrictamente ahí sino que cambiaba sin parar de casa desde esa vez,
mucho antes que Assunta se metió con todo a poner caños cuando a las tres de la
mañana, en pleno agosto, unos tipos de civil entraron con unos vigilantes a
punta de ametralladora a buscarlo a Pepe, y sacaron a todo el mundo al patio en
calzoncillos, con cero grado y a mover los piecitos che, para calentarse y
revolvieron toda la casa, encontraron una razón de mi vida y unos almanaques
con fotos del hombre y un marco de plata para la foto de evita y juntaron todo
en medio del patio mientras uno pateaba el piso buscando el sótano que no encontraron
porque la entrada estaba debajo de la cama del abuelo y donde el hombre llamado
Pepe estaba acurrucado, con una pistola esperando que bajaran a buscarlo.
Después de cortarle hasta el colchón al abuelo y sin encontrar discos ni
órdenes ni rastros de ese Pepe que jodía tanto la paciencia agitando a los
sindicalistas se fueron pero uno de los muchachos con ametralladoras rompió
ante los ojos de Asuntta la foto de evita en pedacitos y le dijo con amargura
¿cuando aprenderán salvajes? Y vean cómo les estoy haciendo un favor. Después
roció el montón con nafta y le prendió fuego en el patio Y todo pronto fue cenizas (…)”.
5 de junio de 2019
10 de mayo de 2019
La teatralidad en Kafka
En
el cuento breve de Kafka titulado Un
fratricidio, un personaje de nombre Schmar se ubica en un determinado lugar
de una calle de Praga para realizar la tarea que tiene programada. Schmar se
prepara, realiza una cantidad de acciones (mira su cuchillo, lo pasa por la
suela de su zapato, etc). Un hombre llamado Pallas lo observa desde su ventana
en el segundo piso. La señora Wese, a cinco casas de distancia del otro lado de
la calle, lleva puesto un abrigo de zorro sobre su camisón y también espera
desde la ventana. Muy cerca, suena una campanilla que indica que Wese, el
marido de la mujer, está dejando su oficina. Cuando abre la puerta para salir, la
campanilla suena. Kafka nos indica que no solamente suena en el lugar de
trabajo de Wese sino por toda la ciudad. Por tal razón, todos están enterados
de que Wese sale: Schmar, Pallas y la señora Wese, quien, ya tranquila, se
aleja de la ventana. Pero Pallas no se mueve, permanece en su sitio, con la
mirada fija en la calle. Schmar, a quien Kafka describe como ardiendo por lo
que está por hacer, apoya la cara y las manos contra las piedras. Por su parte,
Wese, que ya ha salido de la oficina, llega a la intersección de las calles en
la que se encuentra Schmar, mira al cielo, se levanta el sombrero, se acaricia
el pelo. Apenas lo tiene frente a sí, Schmar lo acuchilla mientras le dice “En
vano te espera Julia”. Luego arroja el cuchillo en la calle. Inmediatamente,
sin moverse de su lugar, Pallas, que ha sido testigo del crimen, lo acusa y le
advierte que todo ha sido visto y nada quedó oculto. La señora Wese se
precipita sobre el cuerpo de su esposo aún vestida con el tapado sobre el
camisón. El tapado ahora cubre también el cadáver de su marido. Y Schmar, para
contener la náusea, apoya la boca sobre el hombro del policía que se lo lleva.
En
la vasta obra que Kafka nos legó hay siempre una minuciosidad en la descripción
de las acciones que es verdaderamente asombrosa. Este rigor ha sido dejado de
lado por la mayoría de los estudiosos, en general más preocupados por debatir
el sentido general de su obra que por investigar los procedimientos mediante
los cuales elabora sus textos.
Kafka
constituye en este sentido un extraordinario modelo de análisis de la acción. Y
la precisión con la que va delineando cada uno de los gestos de sus personajes
(sea en las novelas como en muchos de los relatos más breves) se presenta como
un paradigma que bien podría ser asumido por dramaturgos, actores y directores.
Kafka profundiza el análisis de las acciones más mínimas hasta niveles
insólitos . En este sentido, se presenta como un maestro de dramaturgos.
En
sus obras, ningún gesto es gratuito, siempre tiene alguna significación. E
inexorablemente, en la mayoría de los casos tiene consecuencias sobre aquél a
quien el gesto va dirigido. La acción física que cada gesto implica está en
general íntimamente implicada con la palabra. En el cuento citado Un fratricidio, la consideración de lo
que hace cada uno de los personajes (Schmar se prepara, la señora Wese espera,
Pallas observa, Wese sale tranquilo de su oficina anunciando involuntariamente
con la campanilla que se dirige al lugar donde lo espera la muerte) genera una
tensión que no es otra cosa que tensión dramática, ya que anticipa las
condiciones que darán lugar al acontecimiento que constituye el núcleo central
del relato: el crimen.
Y
la tensión la logra Kafka describiendo con absoluta precisión la acción de cada
uno y la postura física que sirve de base a dicha acción. Kafka no solamente
describe acciones sino los cuerpos en los que las mismas tienen lugar. Tiene
una extraordinaria sensibilidad no solamente para captar en cada caso cómo
funciona la corporalidad de los personajes en función de la situación a la que
los somete, sino también para narrarla. Como en una especie de laboratorio,
Kafka somete a sus personajes a un tratamiento experimental: los ubica en una
situación determinada, observa cómo reaccionan físicamente (a través de gestos
y palabras mutuamente implicados) y toma nota con todo rigor y precisión de esas
reacciones para elaborar sus narraciones. Y para que la consideración de los
gestos sea todavía más acabada, nunca se conforma con una descripción primera y
simple sino que siempre la matiza y relativiza con una segunda descripción casi
contradictoria que pone en crisis la primera. La contradicción para llevar
adelante la narración de un fenómeno determinado constituye uno de los
procedimientos que caracterizan su escritura. De este modo, logra un nivel de
profundidad que nos permite siempre tener un cuadro mucho más acabado de cada
elemento que se considera en la narración. Todo es de una manera determinada
pero al mismo tiempo de una manera opuesta y en esta tensión es donde el
fenómeno revela su naturaleza más íntima.
En
Kafka las acciones físicas que se describen abren mundos expresivos que son
propios de su escritura y son prácticamente imposibles de encontrar en otro
autor. Esto ubica a Kafka, de entrada, en un registro totalmente alejado de
cualquier tipo de naturalismo. Como ejemplo, tenemos a los dos ayudantes de K.
en El Castillo. Los dos personajes,
que aparecen en algún sentido como uno y el mismo, realizan las acciones más
disparatadas (que tienen un parentesco muy cercano con lo que podrían hacer,
por ejemplo, Los tres chiflados) y
sin embargo el autor las describe con absoluta objetividad, ya que en general,
paralelamente, está teniendo lugar un asunto mucho más serio en el que está
involucrado el protagonista. En El
Castillo, cuando K. va a la habitación del intendente, que está acostado y enfermo
de gota, mientras ambos tienen una desgastante conversación sobre la situación
de K. en el castillo, los dos
ayudantes que se supone están buscando un expediente que el intendente les
pidió que encontraran, para buscarlo han volcado el armario y han sacado la
enorme cantidad de papeles afuera. Ambas líneas de acción coexisten sin
inconveniente y Kafka lo narra con objetividad quirúrgica. Al mismo tiempo,
Mizzi, la mujer del intendente que se presenta al mismo tiempo como su mano
derecha, una funcionaria seria y aplicada, toma la carta de confirmación exhibida
por K. como un documento importantísimo, y luego de leerla con suma atención
hace con ella un barquito. Pero incluso en el cuento Un fratricidio el sonido de la campanilla que produce involuntariamente
la víctima al abrir la puerta no es un ruido cualquiera, casual: es un sonido
fundamental que se proyecta sobre toda la ciudad. Equivale a una sentencia de
muerte y por eso se le da en el texto una dimensión desmesurada. Un recurso que
bien podría ser utilizado en una estética teatral bien alejada del naturalismo.
En
Kafka, por otra parte, hay una ausencia absoluta de psicologismo: se limita a
describir la conducta de cada personaje, conducta que, como hemos visto, se
expresa fundamentalmente a través de los gestos, de las palabras que los
acompañan, de las posturas corporales, de los movimientos, de las acciones
propiamente dichas. Y esto vale tanto para los cuentos cuyos figura principales
son personas, como por aquellos que están protagonizados por animales. (“Podemos
leer un largo fragmento de algunas de las historias de animales de Kafka, sin
apercibirnos para nada de que no se trata de seres humanos”, dice Walter
Benjamin). La serie de gestos, palabras, acciones, movimientos que cada
personaje realiza en una situación determinada es aquello que lo define.
Pero hay algo
todavía más importante, tal vez lo más importante que se debe tener en cuenta
al momento de considerar la gestualidad en Kafka. Y es que los gestos que
adoptan los personajes son siempre extremos. Sus personajes nunca realizan
gestos banales o anodinos. Es esto fundamentalmente lo que establece una enorme
cantidad de vasos comunicantes entre los textos de Kafka y el teatro. Se puede
detectar en ellos una teatralidad pronunciada, muy explícita. Esta teatralidad
se desprende de la propia lectura, por supuesto, y constituye una marca
personal muy difícil de encontrar en otro autor. En otras palabras, se puede
leer un texto de Kafka como si se tratara una transcripción de una puesta teatral
que no descuida un solo detalle. Y todavía más, se puede leer ese texto como
una verdadera lección acerca de cómo se plantea, y como funciona, una puesta en
escena: no solamente hay descripciones de gestos, de palabras, de posturas
corporales sino también de ubicaciones detalladas de los personajes en el
espacio (cada ubicación tiene un sentido determinado, y hasta podríamos decir,
estratégico en la visión del autor), de los desplazamientos (que tienen una
importancia vital porque cada uno equivale de una u otra manera a una
modificación de la situación); hay propuestas definidas de iluminación, de
sonidos, de las tensiones que se desarrollan entre los personajes, y también, y
sobre todo, de determinados gestos muy precisos y extremos que se presentan
como acciones que podríamos considerar dramáticas ya que a medida que avanza la
narración van constituyendo el hilo continuo a través del cual las situaciones
se desarrollan. En el cuento Un médico
rural, el médico examina al joven por el que ha venido en medio de la noche.
El joven le pide que lo deje morir porque cree que no tiene salvación. Pero el
médico comprueba que el joven está bien, sano. Ante las palabras
tranquilizadoras del médico, los padres y la hermana del joven, sin embargo, en
vez de alegrarse, se muestran desconcertados, se reúnen a distancia del médico,
cada uno con un gesto determinado, para tratar de descifrar el diagnóstico, que
ni comprenden ni comparten. Poco después, el médico
vuelve a examinarlo, pero en este caso comprueba que el joven va a morir, ya
que tiene una gran herida. Ahora la familia se muestra radiante, en plena
actividad. En ambos momentos, con las mismas figuras, en el mismo espacio, los
dos diagnósticos determinan situaciones distintas que no solamente derivan en
estados y actitudes diferentes de los personajes, sino en desplazamientos y
agrupaciones en el espacio que son propias de una puesta en escena. Quien se
proponga realizar adaptaciones o versiones de textos kafkianos tiene, tanto
para la escritura como para la puesta en escena y dirección de los actores, un
criterio y una guía que no debería descuidar.
Por
último, y no menos importante. La teatralidad que se presenta a través del
tratamiento kafkiano de la gestualidad extrema de los personajes funda una
estética bien definida que, como ya dijimos, nos aleja del naturalismo. Quien
se sumerja en esta estética inevitablemente puede adquirir las herramientas
para generar un teatro que trata con realidades que solamente pueden tener
lugar en el espacio escénico. Los
textos de Kafka sirven en este sentido para replantearse la ontología del
teatro, como el lugar en el que el teatro se expresa en toda su autonomía, es
decir, según sus propias reglas de constitución sin depender de otras
disciplinas que le impondrían otras normas, ajenas a su propia sustancia.
Héctor Levy-Daniel
Héctor Levy-Daniel
24 de abril de 2019
Cortázar. La incomodidad del éxito
Ah, escuche, le diré algo que no debería de decir porque
nadie lo creerá, pero el éxito no es un placer para mí. Me alegra poder vivir
de lo que escribo, así que tengo que soportar el aspecto crítico y popular del
éxito. Pero como hombre era más feliz cuando era desconocido. Mucho más feliz.
Ahora no puedo ir a Latinoamérica o a España sin que me reconozcan cada diez
metros, y los autógrafos, los abrazos… Es muy conmovedor, porque con frecuencia
se trata de lectores muy jóvenes. Me alegra que les guste lo que hago, pero es
terriblemente perturbador para mí en cuanto a la intimidad. No puedo ir a una
playa de Europa, porque en cinco minutos hay un fotógrafo. Tengo un aspecto
físico que no puedo disfrazar; si fuera bajo podría ponerme anteojos de sol,
pero con mi estatura, mis largos brazos y todo eso, ellos me descubren desde
lejos. Por otra parte, también hay cosas bellas: hace un mes estaba en
Barcelona, caminando una noche por el barrio gótico, y había una chica
norteamericana, muy bonita, que tocaba la guitarra y cantaba. Estaba sentada en
el suelo y cantaba para ganarse la vida. Cantaba un poco como Joan Baez, con
una voz muy pura, clara. Había un grupo de jóvenes de Barcelona escuchándola.
Yo me detuve a escucharla, pero permanecí en la sombra. En un momento, uno de los jóvenes, que tendría
más o menos veinte años, y era muy joven y apuesto, se acercó a mí. Tenía una
torta en la mano. Me dijo: “Julio, toma un pedazo”. Así que yo tomé un pedazo y
me lo comí, y le dije: “Muchas gracias por acercarte y convidarme”. Él me dijo:
“Pero escucha, te di muy poco comparado
con lo que tú me diste a mí”. Yo le dije: “No digas eso, no digas eso”, Y nos
abrazamos y él se alejó. Bien, cosas como ésas son las mejores recompensas de
mi trabajo como escritor. Que un muchacho o una chica se acerquen a hablarme y
ofrecerme un pedazo de torta, es maravilloso. Así vale la pena el trabajo de
escribir.
Entrevistado por
Jason Weiss, 1983 para The Paris Review.
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