22 de junio de 2013

La imagen de hoy: "Las meninas", de Picasso.


Eva. Material para la escritura de una versión de Barba Azul.



Eva: yo era muy chica cuando lo conocí. Papá lo admiraba y nos transmitía esa admiración a nosotros, a mis dos hermanos y a mí misma. A mí me fascinaba la presencia de ese hombre enorme, rubio, de mirada melancólica que cuando nos saludaba nos hacía sentir ya adultos aunque yo no había cumplido los dieciséis todavía. Cada vez que entraba en casa, en el comedor, mamá no estaba. Papá la tenía que mandar a llamar, casi siempre por uno de nosotros, sobre todo yo, que era la más chica. Golpeaba la puerta de la habitación, abría y me encontraba con mamá que se terminaba de arreglar como si tuviera una fiesta. Sentada frente al espejo, comprobaba que cada pequeña zona de su cara estuviera perfectamente cuidada, maquillada, radiante. Me llamaba la atención que se preparara tanto para recibirlo, me preguntaba por qué tenía tanto interés en agradarle a alguien que casi no conocía. Evidentemente quería que Bernardo se fijara en ella. Yo tenía miedo de que a papá le molestara semejante muestra de atención, que se pusiera celoso. Pero papá se comportaba como un caballero perfecto, como si entendiera que era muy difícil conocer a su amigo y no tratar de hacer algo para gustarle, con lo cual justificaba de antemano a mamá. Y ella bajaba la escalera con uno de sus vestidos nuevos, iluminada por su propia euforia, la vista clavada en Bernardo, con una sonrisa que nos excluía sin pudor a papá, a mis hermanos y a mí. La escena siempre era la misma: antes de que bajara el último escalón, Bernardo la tomaba de la mano, se la besaba y decía algo así como “por fin, tenía miedo de irme sin verla”. Ella dejaba salir una pequeña carcajada, sostenía su mano entre las de él y no quitaba la vista de sus ojos claros. Cuando ya estábamos todos sentados en los sillones alrededor de la mesa chica del living, mamá no dejaba de llamar a la mucama para que se ocupara de servir a Bernardo vasos de whisky o de coñac, canapés, fiambres, carne asada fría o cualquier cosa que se le ocurriera en ese momento. El jamás rechazaba nada de lo que le ofrecían, podía comer sin parar desde que llegaba hasta que se iba, y eso fue algo que jamás pude olvidar, aumentaba mi fascinación por él aunque no me daba cuenta todavía de qué manera la presencia de él me hipnotizaba. Nunca supe qué tipo de negocios encaraban Bernardo y papá pero lo que sí puedo recordar es que en un tiempo empezó a venir cada vez más seguido y cada vez abríamos una botella de champán para festejar alguna operación que se presentaba como auspiciosa para él y para nosotros. Bernardo entraba y su sola presencia lograba que mis hermanos y yo abandonáramos en el acto lo que estábamos haciendo para sentarnos en el living alrededor de él para verlo comer, reír y beber.
Eran socios y papá estaba más que feliz de haberse relacionado con un hombre tan rico que lo había incluido en sus negocios con tanta generosidad y desinterés. Durante los años en que Bernardo vino a casa papá multiplicó por dos o por tres los bienes que tenía, compró una casa en el campo, una quinta cerca de la ciudad, un barco y hasta un avión pequeño.
Los negocios se mantuvieron incluso después que Bernardo se fue de viaje a Escocia para casarse con una brasileña que vivía en Edimburgo con sus padres desde hacía muchos años. Aunque la noticia del casamiento pareció que excitaba a mamá, en realidad le provocó una enorme decepción. Sabía que no iba a volver a ver a Bernardo sentado en el living de su casa, que ya no iba a mantener sus manos entrelazadas a las de él y eso significaba eliminar de un solo corte todas las fantasías que pudo haber concebido acerca de una relación entre él y ella. Papá fingió no notar su desaliento y mis hermanos ya no tuvieron que fingir que jamás se habían dado cuenta de nada. Solamente yo podía darme cuenta de que ninguna sonrisa era igual a la que le dedicaba a Bernardo. Cuando después de unos meses nos llegó la novedad de la muerte de su esposa brasileña, mamá no pudo disimular más. Papá le contó la noticia y ella, en vez de aparentar algún tipo de espanto por la forma en que la pobre mujer había muerto (se había caído de un acantilado) tuvo un ataque de risa. Mis hermanos y papá la miraban sin entender. Solamente yo sabía qué era lo que le estaba pasando. Mamá preguntó qué iba a hacer Bernardo. Papá le contestó que ya no tenía nada que hacer en Escocia por lo que seguramente iba a volver pronto para acá. Mamá trató de mantener cierta formalidad, quiso ponerse seria pero otro acceso de risa incontenible la dejó indefensa. Mientras reía negaba con el índice como tratando de señalar que no debían interpretarla mal. Intentaba calmarse pero parecía que cuanto mayor era el esfuerzo menos podía contenerse. Por fin, no tuvo más remedio que levantarse y subir corriendo hasta su cuarto. Mis dos hermanos miraban a papá como tratando de encontrar una explicación. Pero papá se mantuvo muy serio, la boca casi fruncida por el gesto de disgusto, los ojos mirando al frente sin ver nada.
Después de tres meses, Bernardo volvió al país y al poco tiempo vino a casa otra vez.
No parecía triste por todo lo que había tenido que sufrir. Nos contó todos los detalles acerca del accidente de su esposa. Cómo salían a caballo casi todos los días, cómo a María le gustaba galopar a toda velocidad a pesar de que él muchas veces le había advertido lo peligroso que era, cómo esa tarde el caballo de María se desbocó y corrió directamente hacia el borde del acantilado, se frenó de golpe justo al filo del precipicio y ella salió despedida hacia el vacío. No apareció el menor rastro de emoción en su rostro mientras nos contó los detalles. Cuando la buscaron entre las rocas ya la marea empezaba a subir y el cuerpo de María flotaba con los pantalones de amazona y la camisa pegada al cuerpo que dejaba entrever la forma de sus senos. Una de las botas se le había salido, nadie sabe de qué manera y nunca la pudieron encontrar. La nuca de la brasileña estaba totalmente quebrada, la cabeza había girado y los ojos estaban del mismo lado que la espalda. El funeral fue una ceremonia muy breve y austera a la que asistieron la madre, el padre con dos de sus amigos, el pastor y él. Nadie más. Mamá lo miraba y a duras penas podía disimular su consternación. Pero al mismo tiempo todas las esperanzas deshechas ahora retornaban con más fuerza que nunca y cada fantasía desvanecida volvía a reflejarse en sus ojos, que delataban una alegría fuera de toda medida. De pronto, todo volvía a ser como unos años atrás, estábamos los cinco integrantes de la familia sentados otra vez alrededor de ese enorme hombre risueño, de mirada celeste y melancólica cuya sola presencia nos ponía contentos aunque nos estuviera relatando una historia espantosa.
Fue esa misma tarde que noté que aunque Bernardo era el mismo, ahora ya no me miraba de la misma manera. Dos o tres veces lo sorprendí con la mirada en mi escote. Y cada vez, instintivamente, yo me había llevado las manos al pecho, como intentando protegerme. En esos momentos, él desvió la vista con gran velocidad y siguió con su conversación sin turbarse un solo segundo. Por supuesto, en esos años mi cuerpo había cambiado, tenía todas las formas definidas de una mujer con curvas pronunciadas y sabía ya perfectamente lo que generaba en los hombres. Pero nunca me imaginé que podía provocar lo mismo en el socio de papá, nunca soñé que ese hombre podía fijarse en mí. Esas breves exploraciones de mi escote y unos pequeños cruces de miradas entre los dos me convencieron esa misma tarde de que yo había despertado algo en Bernardo, que me llevaba más de veinte años. El problema era que no solamente yo me di cuenta de todo esto. A mamá tampoco se le había escapado que me dedicaba cada palabra e incluso aprovechaba para mirarme mientras otros hablaban. Bernardo la trató de una manera mucho más fría y distante y en esa charla tan amena mamá entendió que cualquier posibilidad de encuentro entre los dos se había esfumado para siempre. Y entonces mamá se dedicó a captar qué tipo de corriente invisible empezaba a fluir entre nosotros.
A la semana tuvimos nuestro primer encuentro a solas.