26 de mayo de 2009

La imagen de hoy: "Katia leyendo", de Balthus.

Monólogo de Yocasta.


Yocasta en el escenario despojado, que realza su presencia. Antes de decidirse a hablar, Yocasta se mantiene de pie, como para hipnotizar al público con su figura. Así permanece durante algunos segundos.



YOCASTA
La catástrofe sobrevino
Demasiado pronto.
Los hechos se precipitaron
Con espantosa rapidez
Y casi sin darnos cuenta
Todos nos vimos arrastrados
Por el torrente de calamidades
Que sumergió a Tebas.
Nunca tuve tiempo de reflexionar
Sobre lo que nos estaba pasando
Porque cuando todo terminó
Yo ya no pertenecía a este mundo.
Por eso, ahora, cuando ya no quedan ni rastros
De mí misma, de Edipo, de mis hijos
En el corazón de los humanos,
Vuelvo del fondo de los tiempos
Para recordar algunos hechos
Que están enlazados con mi existencia
Y la de los que me rodearon en vida.
No puedo evitarlo:
Una y otra vez
Una fuerza vigorosa me impulsa
A volver,
Para hablarles a los mortales de turno.
No fue el destino,
No fue la fatalidad
No fueron los vaticinios,
Los que nos arruinaron.
Fue la pasión de Edipo,
Su delirio por el poder,
Lo que lo terminó consumiendo,
A él, a mí, al palacio,
Como una hoguera que se desborda.
Fue esa pasión de Edipo
La que lo perturbó de tal manera
Que ya no pudo escucharme.
Esa misma pasión también había dominado a Layo,
Su padre, y también a él lo condujo a la catástrofe.
El mal residió no tanto que la verdad se revelara
Como en el hecho de que Edipo y yo la conociéramos.
Hice lo posible para advertírselo
Pero no quiso atender razones.
Con los oráculos comenzó la desgracia.
No por lo que auguraban
Sino porque Layo, el antiguo soberano,
Extravió su razón al conocerlos.
Y desde entonces,
Todas sus acciones fueron guiadas
Por su afán de eludir la suerte
Que los augurios presentaban como inexorable.
Y ese mismo afán lo decidió a sacrificar
A su hijo,
Mi propio hijo,
Gestado con amor y esperanza,
Parido con dolor y alegría,
Mi propio hijo,
Al que nunca quise abandonar.
Cuando, en mi propia presencia,
Layo lo entregó al pastor,
Rogué, supliqué, imploré por la vida
De ese niño inmaculado.
Traté de arrancarlo de sus brazos,
Me retorcí de dolor, me arrastré,
Yo, la reina,
Por mi hijo.
Y aunque siempre amé a Layo con todas mis fuerzas,
En ese momento funesto le deseé la muerte.
Mi amor por él se transformó poco a poco
En mera cordialidad.
Nuestro último encuentro fue frío pero amable.
El rey se disponía a partir,
Yo a esperarlo.
Días después, cuando me enteré de su muerte,
Mis ojos vertieron lágrimas limpias y verdaderas
Pero algo en mi corazón se regocijó
De cualquier modo, no tuve demasiado tiempo
Para llantos,
Ya que al poco tiempo la Esfinge
Trajo a Tebas males indecibles.
Todas mis penas por Layo y la suerte de Tebas
Se desvanecieron el día en que Edipo venció a la Esfinge.
Todos los habitantes festejaban alborozados
Y Edipo entró altivo en la ciudad con paso firme, sereno.
Las mujeres aclamaban a ese joven hermoso y valiente.
Lo llamaban por su nombre, le gritaban “rey”.
Apenas lo vi, su figura me hizo recordar a la de Layo,
Aunque con una plenitud que jamás le había conocido
Edipo, convocado por mis mensajeros, llegó al palacio.
Se presentó ante mí,
Se arrodilló.
Yo me quedé observándolo por largos segundos.
Luego le ordené que se incorporara
Ya que no era conveniente que un rey
Estuviera de rodillas.
Aquellos años junto a Edipo fueron felices
Ya que pude tener
Lo que Layo me había negado:
Hijos.
Antígona, Ismene, Etéocles, Polinices.
Con mi familia así constituida
Había logrado una plenitud
Que un tiempo antes me habría parecido inimaginable.
Todavía ni sospechaba que el destino
Ya había fabricado el laberinto
En el que mis días iban a extinguirse.
Todo terminó el día que se declaró la plaga en la ciudad.
La peste fue un anuncio de que algo funcionaba mal,
Un amargo presentimiento
Que yo preví como advertencia personal.
Y aunque jamás llegamos a hablarlo,
Sé que Edipo sintió lo mismo.
Los sacerdotes de Tebas
Acudieron a él para implorarle
Que encontrara solución a esos males.
Todos estaban de acuerdo
En que Edipo era el hombre más idóneo
Para restaurar a la patria.
Pues había resuelto
El acertijo propuesto por la Esfinge.
Todos aclamaban a Edipo como a un salvador.


Héctor Levy-Daniel