4 de agosto de 2010

El relato del Mariscal. Capítulo 3

Mamá lo odiaba y supongo que fue ella la que lo mató con algún veneno o alguna de las sustancias que mi propio padre le había enseñado en el laboratorio. Nunca pude saber si la tía Elisa había participado en el crimen o si mamá se lo había confesado cuando el cuerpo de mi padre ya estaba frío. Quizás ya conocía las intenciones de mamá y la había alentado o simplemente había mantenido un silencio permisivo.
Una mañana la policía se presentó en mi casa sin que yo alcanzara a comprender la razón pues todavía ignoraba que mi padre estaba muerto. Dos agentes con panzas voluminosas y cabezas desproporcionadas permanecieron encerrados con mamá y le dispararon infinitas preguntas que ella logró contestar sin perder la calma. No dejó que ninguna de las pistas se encaminaran por otro rumbo que no fuera la idea de un suicidio. Sin decirlo expresamente, mientras tocaba varios temas a la vez, afirmó que mi padre sufría de ataques de depresión de los que difícilmente alguien podía rescatarlo. Dejó deslizar como con vergüenza que mi padre un mes atrás había permanecido tres días encerrado en su escritorio. Luego Lucía corroboró este hecho: ella le había servido la comida durante esos tres días y la había retirado sin que el patrón se hubiese dignado tocarla. También interrogaron a la tía Elisa y ésta se condujo con la naturalidad que uno esperaba de ella en estos casos. No era difícil imaginar que los policías se sentían muy inquietos ante su presencia ya que mi tía lograba encender la imaginación erótica de los hombres más contenidos y uno podía figurarse que a partir de ese momento guiaba el curso de la conversación adonde a ella se le antojase. Sin embargo esto no era del todo así y los policías dilataron el interrogatorio hasta que la tía Elisa comenzó a perder la calma. Pero no lo suficiente como para decidir a los agentes a encauzar la investigación en la dirección de un posible crimen.
Mamá y mi tía se abrazaron apenas los agentes cruzaron el umbral después de saludarlas con gesto de galanes. Se volvieron a abrazar, esta vez con verdadera alegría, cuando volvimos de enterrar a mi padre. Toda esa tarde se vivió en mi casa un clima de euforia y parecía que en cualquier momento alguna de las dos se iba a decidir a invitar conocidos para organizar una fiesta.
Después de la muerte de mi padre nunca más recibí como regalo un animalito.
Dos días después vi desnuda por primera vez a mi tía Elisa.
Mamá tenía que cumplir unos trámites y no iba a venir hasta la noche. Yo esperaba encontrar algo para hacer, deambulaba por la casa. Era verano y todavía faltaba más de un mes para que yo empezara el colegio. Llegué ante la puerta de la habitación de mis padres (todavía no era la habitación de mamá) y me extrañé de verla cerrada, o mejor dicho, casi cerrada. Empujé la puerta y vi una gran cantidad de vestidos sobre la cama matrimonial. Giré la cabeza y dirigí la vista hacia el rincón escondido que había en la habitación. Mi tía me sonreía con ojos fulgurantes y ese brillo fue lo primero que me llamó la atención al punto que no me dí cuenta en el primer instante que estaba completamente desnuda. La tía Elisa era alta, de un color de pelo castaño claro, una curva pronunciada en su cintura, piernas un poco flacas y senos abundantes. Supongo que en la misma situación cualquier chico pediría perdón y saldría corriendo. Eso era lo que yo quería hacer, pero su sonrisa, su mirada resplandeciente y que no se llevara instintivamente las manos hacias sus senos y su pubis para cubrirlos me invitaban a quedarme o más bien me lo exigían. La tía Elisa murmuró un rápido “pasá”, dio unos pasos y cerró la puerta que yo había dejado abierta. Luego continuó frente al espejo. Se probaba los vestidos que su hermana ya no iba a usar. Yo me senté en la cama y me dispuse a disfrutar de lo que mi tía me ofrecía. Se probó dos o tres vestidos en mi presencia y en ese lapso no intercambiamos ninguna palabra. Pero menos de cinco minutos después mi tía se plantó enfrente de mí, muy cerca, y me preguntó si quería mirarla. Yo bajé inmediatamente la vista pero ella me levantó el mentón con la mano y repitió la pregunta. Yo asentí con la cabeza. Mi tía se alejó un paso para que yo pudiera tener un cuadro más completo pero luego se acercó y se hincó de rodillas para quedar a la misma altura que yo. Así se mantuvo durante más de cinco minutos. Ella se daba cuenta de que yo no podía apartar la vista de sus senos enormes y entonces los acercaba más y en algún momento lo tuve a no más de tres centímetros de mi rostro. Tenía la aureola de los pezones grandes como nunca volví a ver, de un color rosa muy claro y las puntas estaban erguidas. Yo examinaba las tetas de mi tía con la esperanza de que no se me borraran nunca de la imaginación y supongo que lo logré, pues aunque luego ví muchas veces más a mi tía desnuda, esa primera vez la voy a recordar siempre. De pronto mi tía se incorporó y enfrentó su pubis directamente con mi cara. Nada de lo que había vivido desde mi ingreso en la habitación había logrado cohibirme, pero esa nutrida cantidad de pelo, desproporcionada en medio de esas piernas, ese triángulo extraordinario sí logró intimidarme. Permanecí afiebrado, con la boca abierta, con la secreta ilusión de que ella llevaría hasta allí mi mano. Pero en vez de eso, me tocó la frente, me diagnosticó una fiebre, dijo que era mejor que “por hoy” termináramos con el jueguito. Se puso su propio vestido y salió detrás de mí. Los vestidos quedaron sobre la cama. Yo estaba contento porque en sus palabras estaba contenida la promesa de que el juego iba a volver a repetirse.
Mamá volvió ese día a las siete de la noche con un montón de paquetes, a duras penas podía atravesar la puerta y desplazarse dentro de la casa. Empezaba a disfrutar del dinero de mi padre, que nunca se había distinguido por su generosidad. Mamá lo odiaba por muchas razones, pero lo que no le iba a perdonar así pasaran veinte siglos era que él le hubiese arruinado sus mejores años. Mi padre había hecho lo imposible por mantenerla ocupada en la casa de modo que a ella le fuera imposible trabajar y por lo tanto conseguir dinero por su propia cuenta. Lo inquietaba que ella tuviera un dinero que no proviniera de él. Suponía que la autonomía que mamá podía conseguir, por ínfima que fuese, era decididamente peligrosa, no sólo para el matrimonio, sino -de un modo que nunca me quedó demasiado claro- para su propia persona física. No se daba cuenta de que, como quedó en evidencia más adelante, su vida estaba en peligro aún cuando mi madre no consiguiera ganar un solo centavo. Nunca creí que mamá fuera una asesina. Me parecía natural que lo hubiese matado, pues nunca iba a poder ser feliz si mi padre no estaba bien enterrado. Yo creía que la paz y la dicha de mamá justificaba cualquier inmolación, aún (o sobre todo) si ese sacrificio significaba la muerte de mi padre. Yo la amaba más que a nada en el mundo y este amor lo incluía todo. Mamá era mi vida y tuvo que pasar mucho tiempo para que la situación se transformara mínimamente. Yo era totalmente conciente de que mi madre me había convertido en huérfano pero jamás pude reprocharle nada. Por lo mismo, me parecía totalmente justo que ella gastara ahora el dinero que siempre le había pertenecido y me llenaba de alborozo verla entrar cubierta de paquetes, de regalos para mí, para mi tía, es decir, para nosotros tres, que a partir de la muerte de mi padre comenzábamos a transformarnos en un trío inseparable, aunque imposible. Apenas mamá llegó con los paquetes yo me pregunté si la tía Elisa le contaría la escena que habíamos protagonizado juntos, si lo haría inmediatamente o esperaría a que yo estuviera ausente. Recuerdo que mi mamá abría los regalos y la tía Elisa, como si leyera lo que yo pensaba, me miraba con una expresión burlona pero tierna, una expresión que se destilaba de sus ojos negros, de su sonrisa a medias. Compartíamos un secreto y tarde o temprano mi madre lo iba a conocer.