26 de octubre de 2012

La imagen de hoy: "La letra con sangre entra", de Goya.


CUADERNO INFANCIA 62.

Tengo todavía la edad como para seguir creyendo en los reyes magos. Es la noche del cinco de enero y los reyes van a venir dentro de pocas horas. Acompaño a papá hasta la casa de la abuela Sofía, su madre, que vive a menos de una cuadra, en la esquina de Morón y Emilio Lamarca. Yo cuento los minutos que faltan para que comience por fin la noche de reyes. Quiero volver a casa e irme a dormir cuanto antes para despertarme temprano y abrir los regalos. Cuando salimos de lo de la abuela, de la mano de papá, miro desde esa misma esquina la calle desierta en la noche. Un vértigo me invade, la felicidad de que una vez más van a venir los reyes, sí, pero también la posibilidad de que se adelanten justo en ese momento y los encontremos antes de llegar a casa. Esta visión tan improbable me genera un espanto feliz. La soledad de la calle, el silencio que parece vibrar en el aire de verano, los adoquines del empedrado que reflejan la escasa luz de los faroles, el trayecto de menos de cien metros que hay que recorrer me generan una excitación que hacen que ese paisaje nocturno no se me borre nunca.

16 de octubre de 2012

La imagen de hoy: "Saturno devorando a uno de sus hijos", de Goya.


EL ECLIPSE. De Augusto Monterroso


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.