28 de febrero de 2020

Monólogos en segunda persona 3: La escollera.

Me bajo del auto, es una mañana fresca, las nubes grisáceas insinúan alguna amenaza de lluvia, pero no llueve, no va a llover, me digo, y camino con paso firme hasta la entrada de la escollera con la esperanza de encontrarte rápido, me digo para darme ánimo que ya estás ahí, pero cuando llego observo a lo lejos con avidez, esperando ubicarte en ese mismo momento, el viento marino me obliga a cerrarme la campera, y empiezo a atravesar el espigón con pasos cortos que me permitan estar seguro de verte incluso antes de que aparezcas ante mi mirada, y así es como avanzo, las olas golpean contra las rocas enormes y dibujan en el aire una estela que se deposita en miles y miles de gotas sobre el suelo que yo esquivo por puro instinto, la vista puesta siempre más allá con la esperanza de que te cruces, así es como llego hasta la roca pintada de rojo que no puedo observar bien porque se recorta contra la luz que se cuela entre las nubes y me deja enceguecido, tanto que no llego a darme cuenta que ahora estoy rodeado de gaviotas que se juntan y se separan sin cesar mientras buscan sobre el suelo rocoso algo con que alimentarse, tampoco veo a un nene que acompañado de su padre, saca la pesca que acaba de conseguir en el fondo de la escollera y se la arroja a las gaviotas que se arremolinan y se pisan para comer lo que quedó en el suelo, las alas de las gaviotas casi me pegan en la cara y yo instintivamente subo los brazos para protegerme, me alejo tan rápido como puedo pero no dejo de buscarte con la mirada, seguís sin aparecer, pero en la escollera cada vez hay más hombres y mujeres y chicos, la mañana está nublada, y decidieron descartar la playa y pasear por acá, tanta gente junta me obliga a buscarte todavía más y tu ausencia se vuelve más terminante, ya deberías estar aquí, aquí teníamos que encontrarnos, fue una idea tuya, la escollera a las diez de la mañana, pero no estás, me invade la certeza oscura de que si no viniste hasta ahora ya nunca vas a venir y jamás voy a volver a verte, dijiste la escollera porque te parecía un buen augurio, un lugar perfecto para empezar una nueva etapa, pero no estás, era la primera oportunidad y al mismo tiempo la última, pienso en todo esto y te busco con desesperación, observo a cada mujer con la que me cruzo y de inmediato confirmo que no sos vos, pero sin embargo no me rindo, sigo caminando hasta el final, donde la escollera termina en un semicírculo ocupado por pescadores, chicos y grandes, que seguramente han llegado muy temprano, avanzo hasta uno de los bordes de la plataforma y me distraigo observando cómo un chico de unos diez años recoge a toda velocidad el hilo con su reel y  de pronto aparece en la superficie un tiburón pequeño que el chico saca del agua, deposita en el suelo mientras el pez se contorsiona sin parar, el chico lo inmoviliza con su pie y le quita el anzuelo como si no se hubiera dedicado a otra cosa en toda su vida, el chico de pronto deja al tiburón y me observa, soy un extraño, un intruso y de pronto siento que todos me están mirando, por esa razón retrocedo, y me encamino en dirección a la salida sin dejar de buscarte, y así vuelvo a cruzar la zona invadida por las gaviotas, y vuelvo a ver la roca pintada de rojo y también me encuentro ahora con una cantidad enorme de gente que me pregunto de dónde pudo haber salido, y por fin me encuentro otra vez con los bloques de cemento que, uno a cada costado, anuncian la entrada que  crucé un poco antes con tanta esperanza. Con un gesto automático me palpo el bolsillo de mi pantalón para comprobar que tengo las llaves del auto y en ese momento me detengo, me digo que no puedo irme así, tengo que recorrer otra vez toda la escollera y entonces giro sobre mí mismo y vuelvo a caminar entre la gente, esta vez sin ninguna esperanza, distraído, derrotado. Sin embargo, ahora siento una inquietud que no logro comprender de dónde me viene, y avanzo sin buscarte, sin querer verte, solamente tratando de determinar de dónde viene esa inquietud, es algo así como una señal que no logro descifrar, tengo la impresión de que alguien me sigue pero todavía no soy consciente, sin embargo, siento la carga de una mirada en mi espalda y avanzo con esa carga mientras esquivo cada vez a más personas que pareciera que se me vienen encima, el estruendo de la bocina de un crucero anclado del otro lado de la escollera me hace vibrar, me sobresalta, instintivamente me doy vuelta y entonces lo veo, es él, que me ha seguido desde hace rato, tal vez desde que llegué a la escollera, nuestras miradas se encuentran, nunca lo vi personalmente pero lo recuerdo de fotos que alguna vez encontré en algunas revistas o en un diario donde lo tratan como un artista famoso, parece un poco más viejo, en la barba se diría que se acumula todo el frío de la mañana, tiene arcos oscuros debajo de los ojos celestes invadidos por una luz enormemente triste, me doy cuenta de que está a punto de llorar, se me acerca, va a darme la mano pero se contiene, se queda unos segundos en silencio y después me dice que lo abandonaste, que hiciste las cosas y te fuiste, que te rogó y suplicó que no te fueras pero no pudo evitarlo, que le dijiste que ibas a venir a la escollera, que te siguió, pero que vos no viniste a la escollera, caminaste unas cinco cuadras con un bolso pequeño hasta un edificio pintado de azul y no te diste cuenta de que te seguía y él entró sin que nadie lo detuviera y miró en el tablero que el ascensor había parado en el tercer piso, y subió y eligió tocar en el departamento “A”, que vos le abriste y le dijiste que se fuera pero él empujó la puerta y se metió, me cuenta que se va a entregar a la policía, le dijiste que ese departamento en ese edificio pintado de azul era el mío y que a partir de ese momento íbamos a vivir juntos pero él no lo pudo tolerar y antes que pudieras reaccionar te rodeó el cuello con sus manos, yo le doy una trompada y él cae mientras muchos alaridos de las personas de la escollera forman un solo grito, corro, esquivo a chicos, a mujeres y a viejos, me meto en el auto, avanzo a toda velocidad, mis manos tiemblan sobre el volante, dejo el auto en doble fila, entro en el edificio, no puedo esperar el ascensor, subo sin siquiera respirar por las escaleras hasta el tercer piso, entro, parece que estuvieras descansando sobre el sillón, el sol empieza a filtrarse por la ventana y entonces tu cara parece más azul, tu boca tiene un gesto irónico, te abrazo contra mi pecho, grito, grito, lloro, te beso, te abrazo.

Héctor Levy-Daniel