30 de agosto de 2008

CUADERNO INFANCIA 22


Tengo seis o siete años, o quizá ni llego a los seis. Papá me ha regalado la pelota de cuero y yo juego solo en la vereda. Se acercan mi hermano Eduardo y tres amigos (quizás son más, quizás son menos, yo cuento cuatro, en mi recuerdo siempre serán cuatro, con Eduardo). Me preguntan si les puedo prestar la pelota. Me niego, por supuesto. Ellos cuentan de antemano con mi negativa y me ofrecen algo así como un alquiler, aunque no utilizan esa palabra. Sólo me dicen que si les presto la pelota cada uno de ellos va a darme una moneda de diez pesos. Yo acepto en el acto. Todavía puedo ver la forma octogonal de las cuatro monedas que se depositan, uno por uno, en mi mano. Me quedo sentado en el umbral de la vereda, sin mi pelota de cuero y cuarenta pesos en el bolsillo. Me pregunto qué puedo comprarme. Sólo hay que esperar hasta las 6 o siete de la tarde para pueda tener de nuevo mi pelota, de cuero, número 5. Al anochecer vuelve Eduardo, con algún otro de sus amigos (no sé si con alguien más). No trae la pelota de cuero, sino una de plástico muy grande, repleta de manchas de colores. Yo quedo deslumbrado. Eduardo me cuenta que les robaron la pelota que les alquilé. Yo lo lamento enseguida pero los colores de la pelota nueva de alguna manera me compensan. Eduardo agrega que para no venir con las manos vacías compraron esa pelota de plástico en Gigante, el supermercado que está en Juan B. Justo, enfrente de la cancha de Vélez, donde ellos han estado jugando con mi pelota, la de cuero. Me explica que debo despedirme para siempre de ella, que no voy a verla más. Y que esta pelota que han comprado, entre todos, viene a reemplazarla. Acepto de buen grado. En el término de una semana esta pelota sustituta, de plástico de colores, se ha desinflado casi por completo.