22 de noviembre de 2009

La imagen de hoy: "Paisaje con árboles grandes", de Rouault.

CUADERNO INFANCIA 50


Una noche de diciembre en la casa de Emilio Lamarca. Probablemente es una de esas noches impregnadas del olor a verano que desprenden los árboles, con un aire ligeramente cálido que uno desea que dure para siempre. Terminamos de cenar y papá propone que vayamos todos a tomar un helado. "Todos" quiere decir mis cuatro hermanos, mi mamá y mi papá. Los siete nos subimos al auto y vamos a la heladería Vía Véneto, en una esquina de la Avenida Juan B. Justo. Mi felicidad es total y yo pido un cucurucho que sostiene una masa de helado que no logra mantenerse firme. Todavía no terminamos de tomar el helado y se decide que todos vamos a ir a visitar a mi tía Chiquita. Lo que hasta ese momento ha sido felicidad ahora se vuelve éxtasis. Mientras viajamos en el auto (recuerdo que yo voy adelante con alguien más) el helado, que ha terminado de derretirse, se vuelca sobre mi ropa, por lo cual mi ansiedad por llegar por fin a lo de mi tía se torna intolerable. Apenas entramos en lo de Chiquita (nunca voy a saber si nos estaba esperando o si nuestra visita fue para ella una sorpresa) corro al baño a lavarme.
Reflexión. Quizá no es evidente a simple vista pero cuento esta breve anécdota porque me parece que hay en ella algo extraordinario. Hasta puedo suponer que contiene algo así como "el sentido de la vida". Y es que en ese lapso que va desde el momento en que papá decidió llevarnos a tomar helado hasta el momento en que la visita a mi tía terminó y dejamos la casa, esos pequeños acontecimientos efectivamente se realizaron, tuvieron su lugar en nuestras vidas, con todas sus consecuencias agradables. Y también vale reparar en que ese mismo lapso duró una determinada cantidad de horas para terminar y convertirse en irrepetible, mítico (en el sentido de que significa una especie de edad de oro que, aunque posiblemente nadie recuerda, representa para mí una mínima serie de momentos de plenitud: no hay conflictos, no hay tristezas, todos estamos dispuestos a compartir toda la alegría que la vida nos ofrece). Esos momentos existen en las vidas humanas y son como luces incandescentes que se destacan en medio de un mar de amenazas: de muerte, de cambios brutales, de rupturas, de alejamientos irreversibles. Lo que llama la atención es que uno vive esos momentos y no es capaz de imaginar la importancia que van a adquirir en la memoria, ya que no dan ninguna señal que anticipe lo que van a significar. Y uno entonces los vive, los atraviesa ingenuamente, con la mirada proyectada en otras cosas, en otros tiempos futuros. Uno de pronto se encuentra con una epifanía y no es capaz de reconocerla. El sentido de la vida se nos presenta (si existe algo así como un "sentido": llegar a vivir esos momentos de plenitud) y no tenemos la habilidad para detectarlo en esa manifestación.
Quizá la escritura no tenga otro objeto: detectar esas luces incandescentes en medio de las amenazas.