Bergson
se pregunta cuál es el objeto del arte y señala: “si pudiésemos entrar en comunicación
directa con las cosas y con nosotros mismos, creo que el arte sería inútil, o
más bien que todos nosotros seríamos artistas, pues nuestra alma vibraría
entonces continuamente al unísono de la naturaleza".
Sin embargo,
observa, “entre la naturaleza y nosotros, más aún, entre nosotros y
nuestra propia conciencia se interpone un velo para el común de los hombres,
pero sutil y transparente para el artista y para el poeta”. Para
el hombre es necesario vivir y “la vida exige que captemos las cosas en la
relación que guardan con nuestras necesidades. Vivir es actuar. Vivir es no
aceptar de los objetos más que la impresión útil, para responder a ella
mediante reacciones adecuadas. Las demás impresiones han de oscurecerse o no
llegar a nosotros más que de un modo confuso".
Bergson
señala que mis sentidos y mi conciencia sólo me entregan de la realidad una
simplificación práctica, por la cual se borran las diferencias inútiles para el
hombre y se acentúan los parecidos útiles. “Las cosas han sido clasificadas con
vistas al partido que podré sacar de ellas”. Y esa clasificación es la que el
hombre percibe, mucho más que el color y la forma de las cosas. Así como el
lobo probablemente no pueda distinguir la cabra del carnero, nosotros
establecemos diferencia entre ambos. Sin embargo, no distinguimos una cabra de
otra cabra, ni un carnero de otro carnero. “La individualidad de las cosas y de
los seres se nos escapa siempre que no nos sea materialmente útil percibirla. Y
allí donde la observamos (como cuando distinguimos un hombre de otro hombre),
no es la individualidad misma lo que nuestra vista capta, es decir, cierta
armonía enteramente original de formas y colores, sino solamente uno o dos
rasgos que facilitarán el reconocimiento práctico”.
Dice
Bergson: “Diremos, en suma, que no vemos las cosas mismas; las más de las veces
nos limitamos a leer unas etiquetas adheridas a ellas”. Y esta tendencia se ha
acentuado más bajo la influencia del lenguaje, pues las palabras, exceptuando
los nombres propios, designan géneros”. Por
ejemplo, de nuestros sentimientos captamos solamente su aspecto impersonal, el
que el lenguaje ha podido recoger de una vez por todas, porque es el mismo para
todos los hombres. Pero de esta manera perdemos los mil matices fugaces y las
mil resonancias profundas que hacen de nuestros sentimientos algo absolutamente
nuestro. Y así, “en nuestro propio individuo, se nos escapa la individualidad”.
Para
definir la tarea del artista, Bergson observa: “vivimos en una zona media, que
está entre las cosas y nosotros, exteriormente a las cosas, y también
exteriormente a nosotros mismos. Mas de tarde en tarde, por distracción, la
naturaleza suscita almas más despegadas de la vida.(…) Hablo de un despego
natural, innato a la estructura del sentido o de la conciencia, y que se manifiesta
en seguida por un modo virginal, en cierto sentido, de ver, de oír o de
pensar”.
“Para aquellos mismos de entre nosotros
que la naturaleza ha hecho artistas, sólo accidentalmente y por un lado solo ha
levantado el velo. Sólo en una dirección se ha olvidado de anudar la percepción
a la necesidad. Y como cada dirección corresponde a lo que llamamos un sentido, por uno de esos sentidos, y
solamente por ese sentido determinado, es por el que el artista está entregado
al arte. De ahí, en su origen, la diversidad de las artes”. De esta manera, "tanto si se trata de pintura como de escultura, de poesía o de música, el arte
no tiene más objeto que el de apartar los símbolos útiles desde el punto de
vista práctico, las generalidades aceptadas convencional y socialmente, todo lo
que, en suma, nos oculta la realidad, para ponernos frente a la realidad
misma”.
“El
arte no es seguramente más que una visión más directa de la realidad. Mas esa
pureza de percepción implica una ruptura con la convención útil, un desinterés innato y especialmente localizado
del sentido o de la conciencia, cierta inmaterialidad de vida, en suma, que es
lo que siempre se ha llamado idealismo”.
Henri Bergson, La risa, capítulo III.