22 de noviembre de 2014

La imagen de hoy: "Madre joven", de Schiele.


El teatro forjador de mitos.



En estos tiempos parece haberse asentado la idea de que la escritura teatral es un oficio accesible y estimulante. Muchas personas se preocupan de escribir piezas y estrenarlas en los muchos espacios que han proliferado en la ciudad. Semejante situación no deja de sorprenderme y me obliga a replantearme algunas cuestiones. La primera pregunta que me asalta es: ¿por qué estas personas se han decidido por escribir piezas teatrales? ¿Por qué semejante entusiasmo con una actividad tan difícil, tan compleja, tan demandante? No bien termino de formularme este interrogante, retorna otro, que me ha perseguido a lo largo de los años: ¿por qué escribo teatro? ¿Por qué decidí hace ya mucho tiempo dedicar mi vida a crear textos que van a ser presentados en escena por actores? ¿Es solamente por la satisfacción de ver en escena lo que yo imaginé en mi soledad?[1] ¿O hay acaso algo más? Y entonces me viene a la mente como repuesta la misma reflexión que me ha guiado desde mis primeros pasos en la dramaturgia. Para mí la escritura dramática es una manera de acercarse al mundo, de pensar el mundo. El teatro es una manera creativa de meditar sobre el sentido de todo lo que nos rodea. Incluso si supiera que las obras que escribo ya no se van a estrenar nunca, no por eso dejaría de escribir piezas teatrales. Porque escribir teatro es lo que nos permite producir una imagen del mundo y no querría prescindir nunca de la experiencia que implica la búsqueda de esa imagen. Por lo cual, la pregunta sobre la razón de escribir para el teatro conduce a otra cuestión: ¿de qué manera, en mi caso, el teatro me permite pensar el mundo? La pregunta sobre la razón de escribir me conduce inexorablemente a la pregunta sobre los principios que de manera implícita o explícita sostienen y guían al autor en su labor productiva. En otras palabras, me conducen a la pregunta sobre cuál es mi propia poética.

En mi caso, la reflexión sobre estos principios o fundamentos se vuelve imprescindible y retorna cada vez con la misma potencia durante el proceso de escritura de una obra. Mientras me aboco a la tarea de imaginar acciones, personajes, situaciones, mientras evalúo cuáles son las mejores alternativas de estructura para el texto que empieza a insinuarse, siempre me vuelven a asaltar las mismas preguntas: si esa es la materia sobre la que efectivamente debo trabajar, por qué deseché otras, por qué conviene en este caso una forma determinada y por qué es mucho más difícil pensar en otras formas. Porque en cada texto subyace una poética, lo sepa o no el autor. En cada texto el dramaturgo se ha guiado por determinados principios, aun cuando este mismo autor no esté siempre habilitado para explicitarlos. De todos modos, creo que todo autor debería estar en condiciones de dar fundamento a las decisiones que toma cuando aborda la tarea de escribir una obra.

Y es así que, llegado a este punto, me veo conducido al tema de cuáles son aquellos principios que me guían en mi labor de creación de textos dramáticos, es decir, a la explicitación de los elementos que constituyen el núcleo fundamental de la poética sobre la que asiento mi trabajo de dramaturgo. La idea central de este breve texto es tratar de exponer esos elementos con la esperanza de que este mismo planteamiento estimule la reflexión sobre estos temas y aliente el debate acerca de los fundamentos sobre los que uno toma decisiones al momento de escribir.


A la hora de pensar en las razones por las que escribo advierto que no es suficiente afirmar que lo hago para ver presentado en escena lo que vuelco en el papel. Esta respuesta primera no alcanza siquiera a rozar un tema que me parece fundamental: si se escriben obras de teatro no se puede dejar de pensar en la cuestión de qué es aquello que distingue al teatro. Es imposible soslayar el interrogante acerca de qué es lo específico teatral, es decir, aquello que es esencial al acontecimiento dramático y sin lo cual no puede darse, aquello que se ha presentado como condición de existencia del teatro y que va a preservarlo de cualquier asimilación a otra arte. En otras palabras, se trata de detectar aquellas condiciones sin las cuales no habría teatro. En este camino interrogativo nos encontramos con nuestro primer enunciado, sencilla y fundamental. El teatro no existe sin espacio, sin tiempo, sin determinadas sustancias (los personajes), sin un orden causal determinado. Cualquiera sea la materia de que se trate, de ningún modo podrán eludirse estas condiciones de especialidad, temporalidad, sustancia, causalidad.

Ahora bien, se puede intentar la producción de la materia teatral tratando de imitar la realidad de una manera mecánica, es decir, intentando captar la realidad tal como aparece, sin ningún tipo de mediaciones. Esta sería la actitud de lo que podríamos denominar “realismo ingenuo”, que implica una intervención casi nula en las condiciones de tiempo, espacio, causalidad y sustancia del personaje. En el otro extremo, puede establecerse una intervención conciente sobre dichas categorías y esta intervención puede asumir múltiples modalidades. Desde mi punto de vista, esta intervención sobre las categorías se vuelve imprescindible para la elaboración de textos teatrales a un punto tal que bien podría identificarse la escritura teatral con esta intervención sobre las categorías de espacio, tiempo, y sustancia del personaje y causalidad. A esta intervención me parece que bien podría llamársela “mitologización”: a través de esta intervención se trata de intervenir sobre la materia teatral para convertirla en “mito”. El teatro, desde mi punto de vista, debe ser forjador de mitos. Para lo cual, bien se pueden tomar mitos propiamente dichos para darles un nuevo tratamiento a través de la operación sobre esas categorías; o pueden tomarse historias conocidas (por ejemplo el argumento de un clásico) o hechos históricos propiamente dichos para darles una dimensión mítica (por lo cual, lo que se entiende como teatro histórico asumiría nuevas formas de ser tratadas: una presentación de la realidad histórica que permita observar los hechos de una manera absolutamente imprevisible, novedosa, estimulante); o se puede crear una historia propia y darle un tratamiento que implique la intervención sobre el tiempo, el espacio, el personaje, la causalidad.

Esta intervención sobre las categorías no es sino una forma de extrañamiento de la materia prima original que utilizaría sin mediaciones el realismo ingenuo. Este extrañamiento nos conduce a transformar la materia en otra cosa, a producir un tipo de realidad que logra autonomía: ya no necesita guiarse por las leyes de la constitución de la realidad que conocemos sino de aquellas que son propias del mundo creado. Este proceso de extrañamiento podría asimilarse a un proceso de “destilación” mediante el cual la materia teatral se despoja de toda referencia a la realidad cotidiana. De este modo se multiplican sustancialmente sus posibilidades, ya que al romper con los cánones del realismo puede dar lugar a lo fantástico, lo extraño, lo onírico, lo maravilloso, la poética de los muertos,[2]etc.

Gracias a estas operaciones de intervención sobre las categorías de espacio, tiempo, causalidad y sustancia (de los personajes), operaciones que equivalen a procedimientos de extrañamiento (y destilación) de la realidad cotidiana, lo que nos queda como residuo esencial o producto final es la materia teatral reelaborada, materia que compone la obra de teatro escrita. Esta obra que queda tiene una particularidad: se nos presenta como metáfora. Y aquí vuelvo al interrogante inicial acerca de por qué escribir teatro: creo que si hay algo que me mueve a escribir es el proceso creativo al fin del cual siempre queda como objeto creado una metáfora. La metáfora así constituida en tanto pieza teatral conserva su autonomía. A través del proceso de escritura dramática se produce una realidad; pero esta realidad no se guía por los parámetros espacio-temporales de la realidad cotidiana sino por sus propios parámetros generados durante el proceso creativo: esta realidad así constituida sólo puede tener lugar en el espacio escénico. Para lograr esta realidad que se guía por sus propios parámetros de constitución es necesario reducir al mínimo la participación de lo cotidiano o su directa anulación.

Este procedimiento tiene su correspondencia en el uso del lenguaje. Se trata de conseguir un manejo del lenguaje que prescinda de la coloquialidad cotidiana y del costumbrismo. Se trata de buscar un lenguaje puro, cuidado, pleno de imágenes. Sin embargo, esto no significa caer en el extremo opuesto: no olvidar que el lenguaje es el vehículo de la acción y nunca puede ser un fin en sí mismo. La búsqueda de un lenguaje puro no debería hacernos caer en la solemnidad y la búsqueda de la poesía en el teatro no debería entorpecer el curso de las acciones dramáticas.



Todos estos puntos así enunciados habilitan una discusión más extensa y más profunda. Sin embargo, creo que la simple exposición de estos temas alientan ya una cantidad de debates posibles.

Héctor Levy-Daniel





[1] Inmediatamente me vienen a la mente las posibles objeciones a este enunciado: no siempre el autor escribe en soledad, muchas veces el autor trabaja directamente con los actores en los ensayos, y otras tantas la dramaturgia de una obra es el producto de una creación colectiva. Sin embargo, incluso en estos casos, siempre hay un autor, un responsable que toma decisiones con respecto al material generado. Estas decisiones suponen siempre un espacio de reflexión individual.


[2] Muchas de mis obras tiene como protagonistas a personajes con una entidad específica: muertos que persisten en su existencia, por lo cual tienen una forma de ser particular ya que están en un tiempo fuera del tiempo, en un espacio totalmente extrañado, en un orden causal que nada tiene que ver con el de la realidad cotidiana. La poética de los muertos es un ejemplo perfecto de intervención sobre las categorías de tiempo, espacio, sustancia del personaje, causalidad.

21 de noviembre de 2014

Reseña intempestiva: "Katzelmacher", de Rainer Werner Fassbinder (1969).



El relato funciona como un mecanismo básicamente conformado por siete personajes que están todo el tiempo ubicados en el mismo lugar, cerca de la puerta de sus respectivas casas. Ellos son Marie, Erich, Helga, Paul, Gunda, Rosy y Franz. A través de este mecanismo, cualquier comentario se convierte en información, sin importar si es verdadera o falsa. Esta información circula de una boca a la otra de cada uno de ellos, se deforma, se agrava, multiplica sus matices hasta convertirse en noticia que incumbe a todos.
Salvo Marie (Hanna Schygulla) -a quien la primera toma del film muestra cerrando un local- ninguno de ellos tiene una ocupación. Cuando la película empieza, Erich (Hans Hischmüller) se dispone a cumplir un plan aparentemente peligroso y Marie, su pareja, le dice que si algo sale mal ya no lo verá. Por su parte Paul (Rudolf Waldemar Brem) y Helga (Lilith Ungerer) mantienen una relación sexual después de la cual ella se muestra sumamente pendiente de él, que no repara en sus gestos y se la quita de encima con desprecio.
A medida que la acción de la película avance, el vínculo entre Erich y Marie se irá degradando, y Paul y Helga continuarán esta relación de desprecio y dominación. Rosy (Elga Sorbas) tendrá por dinero relaciones sexuales con Franz (Harry Baer), quien se jactará repetidas veces de contar con plata proveniente de su trabajo para poseer a Rosy. Y Gunda (Doris Mattes) será el permanente objeto de desdén de todos los hombres del grupo, a causa de su inocultable fealdad.
Aunque no se explicita del todo, Erich y Paul fantasean con el proyecto hacer trabajar a Marie y Helga, sus respectivas parejas, de prostitutas. Ambas se niegan terminantemente, lo cual incrementa la violencia del trato hacia ellas, sobre todo de parte de Erich hacia Marie.
Por su parte, Franz sigue contando desvergonzadamente cómo logra tener sexo con Rosy en la casa de ésta, lo cual excita la imaginación de los hombres del grupo. Y Paul mantiene una relación por dinero con un hombre llamado Klaus (Hannes Gromball) quien lo recibe en su departamento
Paralelamente, dentro de uno de los departamentos del vecindario, Elisabeth (Irm Hermann) y Peter (Peter Moland) desarrollan una terrible relación, alejados de los miembros del grupo, los cuales se mantienen casi siempre en el mismo lugar o acuden al bar donde se miran sin hacer nada o juegan a las cartas. Elisabeth humilla permanentemente a Peter, le enrostra no tener dinero por lo cual ella debe hacerse cargo íntegramente de todos los gastos.
Con la llegada de Yorgos, el griego (encarnado por el propio RWF) todo se modifica. Yorgos, quien busca un lugar donde hospedarse, se queda a vivir en la casa de Elisabeth que lo toma como inquilino y desata una catarata de comentarios maliciosos que vinculan a Elisabeth y al griego. Elisabeth atribuye estos comentarios a la envidia que las mujeres le han tenido desde que iban juntas al colegio y que ahora se pronuncia todavía más porque saben que tiene dinero. Para agravar todo, Peter, en una de las pocas ocasiones en que se lo ve en el mismo lugar donde se convoca el grupo, cuenta que Yorgos duerme desnudo, que él lo ha podido ver y está muy bien dotado. Esto deja consternados a quienes lo escuchan y a partir de ese momento el mecanismo de transmisión de informaciones funcionará a pleno. El tamaño del pene de Yorgos dispara la imaginación y los hombres y mujeres del grupo dan por confirmado no sólo que Elisabeth mantiene una relación sexual con el griego, sino que ésta es de una intensidad inusitada. Gunda, excitada con la idea de tener una relación sexual con este hombre dotado, se lo propone directamente a Yorgos, que la rechaza. Gunda de inmediato cuenta que el griego trató de violarla lo que es recibido por todos como la noticia de que efectivamente la violó, noticia a la cual cada uno suma un nuevo detalle. Así, a partir de este momento el griego aparece como un peligro. Peter se queja ante su mujer de que todos hablan de ellos dos y más tarde hasta llega a pegarle. Intenta mantener sexo por dinero con Rosy pero fracasa. Lo mismo le sucede a Paul, a quien Rosy le pide el dinero de inmediato y no acepta fiarle. Marie, por su parte, abandona a Erich, quien termina seduciendo a Helga, la mujer de Paul. Marie se enamora de Yorgos con quien comienza una relación bastante apasionada, lo cual termina por colmar la paciencia de los hombres del grupo. Todos tienen alguna razón para odiar al griego, hasta Franz, quien del hecho de que en Grecia haya comunistas deduce inmediatamente que Yorgos es comunista, lo cual es aceptado como una verdad revelada por el resto del grupo.
En una escena fantástica, Paul, Erich y Yorgos están sentados a una mesa del bar. Mientras los dos hablan pestes delante de él e imaginan diferentes tipos de castigo y tortura, Yorgos que no entiende alemán, levanta su vaso de cerveza hacia ellos en señal de brindis y amistad.
Rosy cuenta que un productor la ha llamado para trabajar en TV y Peter conoce a una mujer hermosa, rica, independiente y dueña de un auto lujoso. Sin embargo, no abandona a Elisabeth. En otro momento Erich le pregunta a Marie qué tiene el griego que él no tenga y Marie responde “eso me lo voy a guardar para mí”. La respuesta es más de lo que Erich puede soportar.
Sobre el final, Paul, Erich, Franz y Peter se abalanzan sobre Yorgos y lo muelen a golpes. Aunque esperan que luego del castigo Yorgos volverá a Grecia, Yorgos no se muestra dispuesto a abandonar el lugar. Elisabeth, en lugar de echarlo, planea tomar otro inquilino para lo cual proyecta reducir la habitación de Peter a la mitad. Helga ha quedado embarazada de Paul y ha abortado. Marie sueña con acompañar a Yorgos a Grecia y Erich anuncia que entrará en la marina.

25 de octubre de 2014

Teatro-Ficción-Metáfora, por Héctor Levy-Daniel

La mayoría de las veces, cuando se trata de interrogar la naturaleza del teatro, invariablemente se pone en juego el concepto de mímesis o imitación. Ya Aristóteles define la tragedia en su Poética como "imitación de una acción digna y completa". Es decir, que en última instancia, cuando se trata de indagar en la esencia del teatro aparece como evidente el uso de conceptos que refieren a la reproducción o copia, que implican al mismo tiempo una vinculación entre el teatro -cuya materia son acciones, personajes y situaciones- y la realidad -que proporcionaría tales acciones, personajes y situaciones. Esta visión, occidental, tiene su antecedentes más lejanos en Platón, quien considera que el artista en general debe ser impugnado pues no es sino una especie de falsificador que recurre permanentemente a los procedimientos imitativos.  Por esta razón, para Platón las obras de arte constituyen entes de una jerarquía ontológica degradada pues imitan objetos que a su vez no son sino copias imperfectas de ideas inmutables que se encuentran más allá de este mundo.

La visión del teatro como imitación no sólo se ha mantenido durante todos estos siglos sino que de algún modo se ha transformado en un postulado que se acepta de manera habitual, casi como un reflejo: inevitablemente vinculamos cualquier espectáculo con la realidad en la que estamos inmersos. Cuando asistimos al teatro de inmediato lo pensamos como vinculado al mundo, a las personas, a los lugares, a los objetos, a las pasiones de las cuales el teatro no sería sino una imitación, fiel o distorsionada, verdadera o falsa. El primer impulso consiste en establecer entre el teatro y la realidad una relación de la cual aquél extraería su fuerza y su sustancia. Aun cuando consideramos las obras que más alejadas están de nuestra experiencia cotidiana, la comparación se nos impone casi naturalmente: ¿qué tiene que ver lo que vimos con la realidad? ¿Cuál es la distancia que separa a ambas?

1. 


Ahora bien, ¿esta vinculación que se produce en nosotros de manera casi natural entre teatro y realidad reconoce otros fundamentos que los que tienen que ver con la tradición? ¿Podemos indagar en el teatro sin tener que vincularlo con la realidad? ¿Podemos tratar de pensar en la naturaleza del teatro como un orden ontológico que se rige por reglas propias que difícilmente tengan algo que ver con las reglas que constituyen el mundo que nos rodea?  Para intentar captar su esencia, ¿podemos por un momento hacer abstracción de lo real, ponerlo entre paréntesis, aunque sea por puras cuestiones de método, para aplicarnos a la tarea de pensar el teatro como una realidad autónoma, en el sentido más puro del término, es decir como aquello que se guía por sus propias leyes?
   
Solamente después de estas consideraciones podemos tratar de pensar las vinculaciones entre teatro y realidad y los modos en que estas relaciones se producen.
   
El objetivo de estas reflexiones sobre la autonomía de la materia teatral no es otro que el de detectar aquellos elementos que la constituyen y sin los cuales el fenómeno teatral no puede existir. Pensar el teatro como sustancia autónoma significa precisamente reflexionar sobre aquello específicamente teatral que funciona como su condición de existencia, aquello que hace que el teatro exista, aquello que hará que el teatro perdure mientras el hombre habite el mundo.
   
El teatro construye a partir de convenciones un universo cerrado sobre sí mismo cuyas reglas de constitución y funcionamiento son las que imponen los artistas que participan del hecho teatral, director, actor, autor, escenógrafo, etc. Cada obra instaura un orden particular y aunque, como indicamos más arriba, el primer impulso es vincularlo con lo que nosotros conocemos del mundo para tratar de captar cuánto de la "realidad" se cumple en el escenario (pensando así el teatro como una sustancia heterónoma, que no se constituye de acuerdo a sus propios principios sino según otros que le son ajenos, que provienen de un orden que no es el de la propia obra), el teatro no debiera guiarse más que por sus propias leyes que,  en rigor, tienen que ver mucho más con las del sueño que con las de la vigilia.
   
Para exponer más claramente lo que intentamos decir nada mejor que contraponer este principio al de lo que habitualmente se considera como "teatro de ilusión": éste supone una continuidad entre la realidad y la representación y de ningún modo reconoce los límites que existen entre ambas. Aunque la consistencia ontológica del teatro y de la realidad son evidentemente diferentes, el teatro de ilusión sostiene que son una y la misma. Meyerhold afirma que el auténtico hombre de teatro se mueve en un solo universo, el del espacio escénico. Jamás crea un mundo que no sea inaceptable fuera de él. Y para conseguirlo propone dos recursos (fundamentales en su teoría y su práctica teatral) que son los de convención conciente y estilización. En este sentido, podemos decir, siguiendo a Sartre, que el espectáculo teatral se nos presenta como una desrealización: es decir, tiene un carácter perfectamente ilusorio, irreal. Y la presentación escénica debe asumir esta que es su condición ontológica particular. Ya no tratar de negarla para reproducir un orden externo sino asumir totalmente su naturaleza y desarrollarla de manera radical. El teatro debe explotarse a sí mismo hasta las últimas consecuencias como negación de la realidad cotidiana y no como imitación de la misma. De tal modo, de lo que se trata es no solamente de negar la continuidad propuesta por el naturalismo entre realidad y representación, sino de reconocer expresamente cuáles son los límites que separan el orden ontológico de la obra teatral del orden ontológico de la experiencia cotidiana. Estos límites no solamente definen exactamente cuál es el terreno del teatro sino que, como veremos, constituyen las condiciones de posibilidad del acontecimiento teatral y deberían ser asumidos por directores y dramaturgos, actores y escenógrafos par ponerlos al servicio de la materia escénica.
   
Sin embargo, quienes se dedican al teatro inevitablemente se enfrentan a lo que podríamos llamar la tentación del realismo. Cuando se aborda la creación de un texto, de un personaje, de una puesta en escena, lo primero con lo que se tiene contacto es con el conocimiento obtenido de la existencia cotidiana. Las imágenes derivadas directamente de la experiencia son la materia prima de la creación y muchas veces ese material aparece ante el artista con una potencia suficiente como para considerar que tales imágenes constituirán de modo inmediato la materia fundamental de la obra. Es decir, el proceso creativo en este caso extremo consiste en una copia sin mediación de la realidad cotidiana y en una disposición de los elementos que constituyen el espectáculo de manera tal que habiliten al artista para una presentación coherente de su obra, la cual se nos presentará como una imitación de la "vida". Para ello se recurre a diversas técnicas de dramaturgia, de actuación, de puesta en escena, que son absolutamente afines con estos objetivos de imitación. Tales técnicas, no hay por qué negarlo, han dado excelentes resultados a lo largo del siglo XX y han constituido una corriente dominante.


2. 
   

Ahora bien, estos modos y estos métodos de abordar la materia artística los comparte el teatro con otros medios, propios del siglo XX, como son el cine y la televisión. También el cine necesita para constituirse, en tanto arte eminentemente narrativo, de ciertas premisas que inevitablemente ubican el relato en ciertas coordenadas de tiempo, espacio, causalidad y coherencia (sustancia) del personaje que son análogas a las de la vida nuestra de cada día. Por lo general, aún cuando eventualmente pueda experimentarse con una de estas variables (en un segmento acotado y definido de la narración) los otros ejes se mantienen sin modificaciones, ya que de otra manera se pondría en peligro la comprensión. De hecho, muchos de los recursos que el cine utiliza para trabajar con la variable del tiempo (por ejemplo, montaje paralelo, montaje alternado) ya están lo suficientemente codificados como para ser asimilables por el espectador. Este comprende perfectamente que se trata sólo de una convención narrativa necesaria para que la acción se desarrolle. Por lo cual, las posibilidades de experimentación en el cine se encuentran con límites definidos que tienen que ver justamente con la manipulación de una o dos variables que mantiene sin modificaciones a todas las otras. Y si las posibilidades de experimentación se ven restringidas en el cine podemos afirmar que, por razones de índole comercial, tales posibilidades se ven en el terreno de la televisión reducidas a su expresión más pobre: la TV, cuya materia prima es básicamente el terreno de lo cotidiano, está obligada a someterse de manera brutal a lo que podemos llamar la prueba de realidad. Obligada como está a captar la mayor cantidad posible de público en el menor tiempo, cualquier alteración de las variables mencionadas pone inmediatamente en peligro la comprensión de quienes están frente a la pantalla, por lo cual prácticamente no hay lugar para modificaciones en los códigos.

3. 


Esto significa que en la medida que el teatro se deja llevar por la tentación del realismo de inmediato pasa a compartir el terreno con el cine y la TV. Por lo cual, lo mejor sería inhibir tal tentación y localizar cuál es el terreno propio del teatro. Tanto dramaturgos como directores deberían buscar qué es lo específico teatral, es decir, aquello que es esencial al acontecimiento dramático, aquello sin lo cual no puede darse, aquello que se ha presentado como condición de existencia del teatro y que va a preservarlo de cualquier asimilación a otro medio.
   
Es solamente a partir de estas condiciones de lo teatral que puede plantearse un trabajo de indagación tratando de determinar todas las posibilidades que este terreno ofrece, sin tener que utilizar los recursos de otros medios, sin asimilar el teatro a otras disciplinas que, aunque aparecen de alguna manera como afines, son, tanto por sus recursos como por su sustancia, esencialmente diferentes.
   
El teatro en el siglo XXI debería combatir la tentación del realismo. Es decir, el teatro debería dejar de tener en cuenta el orden externo para continuar preservándose como arte. Para ello debería buscar su discurso y sus recursos, bucear en estos para constituir aquél. Para ello inevitablemente tendría que explorar su propia ontología, su propia forma de constitución que es absolutamente diversa a la de la manera en que las cosas se dan en el orden de la vida cotidiana. El campo acotado del teatro que tiene en cuenta exclusivamente sus límites ofrece formas posibles totalmente nuevas. Y buscar estas formas significa escribir, poner en escena, fabricar universos que solamente puedan tener lugar en el escenario, bucear en formas del relato que sean realmente novedosas, que desafíen las convenciones narrativas ya conocidas para convertir al teatro en un lugar de percepciones y reflexiones inéditas y estimulantes. De tal modo, quien va al teatro sabe de antemano que va a encontrarse con una experiencia que no tiene equivalente en ningún otro lugar ni a través de ningún otro medio. Justamente el gran desafío consiste en buscar estas nuevas formas sin resignar la seducción del público, su atención, su emoción, su reflexión.


4. 



Dada su naturaleza el teatro no puede nunca imitar con éxito la realidad, de la misma manera que el arte en general no puede hacerlo. Cualquier intento de mímesis está desde su inicio condenado por una traición esencial a aquello que se trata de imitar. Y este es el primer límite: el teatro no puede reproducir el orden del mundo. Tan sólo puede limitarse a seleccionar alguno de sus aspectos. Toma de ese orden sólo aquellos elementos que son esenciales para que el hecho escénico se produzca. Y en este límite el teatro encuentra su propia esencia: el teatro extrae de la realidad humana aquellos elementos sin los cuales no podría existir: los gestos. A través de ellos se expresan y ocultan las intenciones, los pensamientos, los sentimientos de todos los humanos. El material del teatro son los gestos y con ellos construye un universo entero. Son los gestos los que producirán los objetos y son estos objetos los que constituirán la puesta, la imagen del espectáculo. Ahora bien, ni los gestos ni los objetos que ellos producen se dan aislados. Ellos se presentan en un espacio. Y tanto los gestos como el espacio constituyen la sustancia del teatro. Sin gesto no hay arte teatral, pero tampoco puede pensarse en un espectáculo que no se de en un espacio determinado. Siguiendo esta línea de pensamiento tenemos que tampoco puede concebirse un espectáculo sin duración. Gestos, espacio, tiempo. Así como no puede pensarse la presencia del hombre en el mundo sino bajo las formas (de la sensibilidad, diría Kant) de tiempo y espacio, tampoco puede pensarse el hecho teatral sino bajo esas mismas formas. Gestos en un espacio y un tiempo, son entonces las condiciones de existencia del teatro.
   
El arte en general y el teatro en particular deberían poner al servicio del artista estos ejes que se le presentan como límites. Por esta razón, todos aquellos involucrados en la creación del hecho teatral deberían tener un conocimiento acabado de esas condiciones. Este conocimiento sería la base para que los artistas puedan trabajar con esos límites, jugar, experimentar, correr riesgos. Y la primera consecuencia perceptible de esos juegos y experimentos sería que esos ejes, puestos ahora en funcionamiento en un marco bien diferente, producirían efectos bien diversos a los que nos acostumbra el orden del mundo. En ese sentido, el experimento con tales condiciones producirían necesariamente como resultado una desautomatización que inevitablemente enfrente al público con puntos de vista impensados, originales, desconocidos y por eso mismo imprescindibles. En otras palabras, de lo que se trata es de asumir toda la irrealidad del teatro como esencial. Y esta irrealidad debería ser llevada hasta las últimas consecuencias. Si el teatro debiera tener un modelo ya no puede ser el de la vigilia, sino el del sueño, es decir, la realidad onírica, que tiene reglas de constitución muy diversas a las de la realidad cotidiana y en el que las formas de espacio y tiempo y las categorías de sustancia y causalidad se presentan de modo muy diferente.
   
Buscar un mundo que sólo pueda tener lugar en el escenario es asumir de antemano que el teatro es ficción. Esto quiere decir que la materia del teatro es un acontecimiento o una serie de acontecimientos que son tratados de una manera tal que se genera una sustancia nueva, regida por leyes propias, que no intenta parecerse a la realidad de todos los días y que por lo tanto no sólo no trata de reproducir las reglas por las cuales se constituye la ontología de esa realidad cotidiana sino que precisamente impugna esas reglas. A este procedimiento lo llamamos desrealización. Y cada obra accederá a un nivel de desrealización diferente. Es decir, en el combate contra la tentación del realismo, el efecto de desautomatización (o de extrañamiento) adquirirá diferentes niveles de radicalidad.


5.  

   

Algunos experimentos acerca de la supuesta "teatralidad" de lo cotidiano no hacen sino convalidar las estrategias más convencionales del naturalismo. Estas tentativas no son sino un retorno al realismo por otros medios. Para captar dicha teatralidad se opta por llevar lo cotidiano a escena, es decir se decide representar esa cotidianeidad en el escenario. Estos experimentos olvidan precisamente que el teatro es esencialmente ficción, que el dispositivo escénico (sea éste cual fuere), inevitablemente implicará un espacio para el actor y otro para el público (aún cuando actor y público se encuentren uno junto al otro) y resignificará inmediatamente cualquier experiencia, por real o verídica que se pretenda. Esta resignificación no es sino una "ficcionalización". El espacio escénico "ficcionaliza" todo lo que aparece. Aun cuando se ponga en escena al testigo presencial de un hecho para que relate lo que ha visto, en ese mismo momento tanto el testigo como su discurso dejan inmediatamente de ser de tener la entidad "real" que de ellos se espera. Cuando en un espacio escénico el público acude porque va a presentarse un evento cualquiera, por el sólo hecho de darse en el dispositivo del teatro dicho evento se transforma inmediatamente en ficción y el espectador no puede sino tomarlo como tal. Esta es la condición de posibilidad del teatro: se presenta una ficción como fin en sí misma. Los experimentos sobre la teatralidad de lo cotidiano que llevan a presentar lo cotidiano en el escenario intentan impugnar las reglas de funcionamiento por las cuales todo se ficcionaliza en el espacio escénico.  Por tal razón, de lo que se trata no es de objetar esas reglas sino de asumirlas y, en grados diferentes de radicalidad, llevarlas hasta las últimas consecuencias.
   
En una posición inversa y simétrica, se ha convertido en actitud frecuente la de detectar la teatralidad en las actitudes cotidianas: la que se podría observar en las relaciones familiares, sociales, políticas, etc. Cuando en estos casos se habla de "teatralidad" no se es demasiado riguroso: en este caso dicha "teatralidad" no es sino una manera de hablar, una exageración: por burda y evidente que sean las actitudes "teatrales" que se efectúen, por ficcionales que parezcan, siempre se darán en el contexto de la realidad y tendrán por lo tanto efectos directos sobre quienes estén involucrados en la acción: aquellos que la realizan, aquellos que son sus destinatarios. A diferencia de la teatralidad del espacio escénico, que tiene su fin en sí misma, esta supuesta "teatralidad" siempre está guiada por un objetivo externo que debe cumplir: tiene que servir para un determinado tipo de engaño, conciente o no tanto.  Pero en este caso, más que teatralidad tenemos pura y simplemente simulación. Y el teatro y la simulación tienen una naturaleza diferente y hasta opuesta.
   
Las estrategias fundamentales para que la desrealización teatral efectivamente se produzca tienen que ver con una intervención sostenida sobre los ejes de tiempo, sustancia, causalidad, espacio. Una manipulación de estas categorías no significa sino una elaboración nueva de aquellas condiciones por medio de las cuales el lenguaje (y nosotros, en tanto portadores de ese lenguaje y determinados por él) se conecta con la realidad. La desrealización es por lo tanto una intervención sobre las categorías que hacen posible la vinculación entre el lenguaje y la realidad, entre las palabras y las cosas.
   
Y llegados a este punto podríamos postular que para la revolución permanente del teatro, que obligue a las diversas expresiones escénicas a estar en continua búsqueda y efervescencia, lo que hay que defender cada vez, para usar una expresión de Todorov, es el eterno suicidio del lenguaje que desafíe la ontología habitual según la cual las palabras y las cosas están en una relación determinada y estable. Dice Todorov: "Ahora bien, la literatura existe por las palabras; pero su vocación dialéctica consiste en decir más de lo que dice el lenguaje, en superar las divisiones verbales. Es, dentro del lenguaje, lo que destruye la metafísica inherente a todo lenguaje. Lo propio del discurso literario es ir más allá (si no, no tendría razón de ser); la literatura es como un arma mortífera mediante la cual el lenguaje lleva a cabo su suicidio". Y esta cita que tiene por objeto a la literatura, adquiere su plena vigencia no solamente para la escritura dramática, sino también para la escritura escénica ya que también en el espacio del teatro es factible establecer entre las palabras y las cosas relaciones que no tengan ni las determinaciones ni la estabilidad que encontramos en la vida real. La escritura escénica hace posible provocar relaciones entre cuerpos, voces y objetos que no sean las del orden habitual del mundo regido por el lenguaje.

6.  

   
El criterio de verdad como correspondencia no tiene sentido en el arte en general y en el teatro en particular. No se trata de captar cuánto se parece una figura escénica a una figura que existe en la realidad, sino cuán bien dispuestos están los elementos que constituyen esa figura escénica con el fin de lograr la mayor coherencia posible de dichos elementos en el marco del espectáculo teatral. El criterio de correspondencia con la realidad es de este modo reemplazado por el criterio de coherencia interna de los elementos que constituyen el espectáculo (texto, luz, actores, objetos, escenografía, espacio, etc.) Así, la obra "verdadera" no es la que imita mejor la realidad sino aquella en la que todos los elementos mantienen entre sí un nivel de coherencia que hacen que el espectáculo   aparezca como una totalidad y cada uno de ellos no pueda concebirse sino en relación con todos los demás.
   
De lo dicho hasta aquí, en el sentido de que el teatro generado a partir de convenciones como ficción con finalidad en sí misma tiene su propio criterio de "verdad", se deduce que el arte es un artificio, un objeto constituido mediante técnicas varias cada una de las cuales hace que la obra sea tal y como la conocemos y no de otra manera. Su carácter de construcción, de artificio debe ser reivindicado y defendido.
   
En tanto artificio, cada obra constituye un orden bien diferente del mundo que habitamos. Inexorablemente el artista debería, para construir este cosmos con reglas propias, utilizar aquellas herramientas que sean necesarias. Y como seguramente estas herramientas no estarán al alcance de la mano del artista, este debería fabricarlas. El arte es así al mismo tiempo construcción de un objeto y de las herramientas que nos permiten construirlo. Y no sólo construcción de esas herramientas sino también aprendizaje de uso de las mismas. Tenemos así:


a) producción de herramientas.
b) aprendizaje de su uso a través del uso.
c) ejecución de la obra por medio de las herramientas creadas.

Y cada obra debe generar nuevos mundos y también nuevas herramientas y nuevos usos. Las herramientas creadas para la constitución de una obra han servido para esa obra pero no necesariamente para las otras. Cada obra como artificio requiere de una búsqueda permanente de nuevas formas que no son otra cosa que nuevas herramientas de construcción.
   
El teatro supone la existencia del público. No afirmamos nada nuevo cuando decimos que el acontecimiento que sucede en el escenario sólo puede llamarse propiamente teatral cuando es presenciado por los espectadores. Como vimos en otro parágrafo, el gran desafío consiste en buscar estas nuevas formas sin resignar la atención, la emoción, la reflexión, la seducción de quienes han acudido al teatro para presenciar el espectáculo. Muchas veces se puede incomodar, movilizar al espectador. Lo que nunca el teatro puede hacer es rechazarlo. Aunque este fenómeno de rechazo se ha convertido en estos tiempos en algo muy común, podemos afirmar también que el teatro que trata de funcionar sin público atenta contra su propia esencia. Por esa razón debe descartarse de plano el hermetismo como modo de producción artística. Muchas veces los espectáculos que se presentan como juegos cerrados que desprecian abiertamente o no tienen en cuenta la presencia del espectador no son en última instancia sino torpes estrategias de aquellos que, inhábiles para construir un mundo sugestivo, ignorantes acerca de qué o cómo escribir, deciden refugiarse en formas presuntamente nuevas, "vanguardistas", que no sólo carecen de atractivo sino que son productos presuntamente artísticos cuyo único valor consiste en hacer pensar a sus autores (dramaturgos o directores) que efectivamente han terminado una "obra". El teatro no debe resignarse a rechazar al público y de la misma manera no debe rechazar la profundidad y la pluralidad de sentidos.
   
Ahora bien, ¿de todo esto debemos deducir que, en tanto ficción autónoma, en tanto artificio constituido según sus propias reglas que nada tienen que ver con las que rigen el orden de lo real, el teatro no tiene con este orden ningún contacto? En modo alguno podemos sostener semejante afirmación. Aunque se constituyen de modos bien diferentes, aunque sus esencias son diversas, entre teatro y realidad hay un vínculo cuya naturaleza debe ser indagada. En primer lugar, el teatro se da en un tiempo y un espacio dados, en un momento histórico específico y en una geografía determinada. Y es en este marco espacio-temporal que el fenómeno teatral se produce y por eso mismo ninguna obra teatral (como ningún otra manifestación artística) podrá "saltar" por encima de su contexto histórico. Aunque muchas veces pretende negarse, la obra teatral tiene con su situación espacio-temporal una relación que puede asumir o no; sin embargo esa relación existe necesariamente. Y la conciencia de esta relación entre teatro y contexto histórico es lo que de alguna manera relativiza la autonomía de la ficción. La obra teatral es un artificio construido según sus propias reglas, pero sin embargo inevitablemente establece un diálogo con la realidad histórica de la que necesariamente forma parte. Por tal razón, contra quienes afirman que la esencia del teatro es la de ser solamente un juego y que quienes intentan ir más allá caen en una estrategia moralizante pues imponen al teatro tareas para las que no fue creado (tesis, que por lo demás la propia historia del teatro refuta de manera estridente) nosotros resaltamos la condición histórica de todas las manifestaciones artísticas, entre las cuales obviamente se encuentra el teatro. Este no puede dejar de ser expresión de su momento histórico y en lugar de negar esta condición lo que se debe hacer es asumirla. Y esto significa tratar de preservar en cada obra, en cada espectáculo, el diálogo con la realidad temporal en la que el artista se encuentra inmerso. Y este diálogo no significa en modo alguno un retorno al realismo, o una nueva concesión. El realismo, tal como lo hemos entendido hasta aquí, establece entre la obra y la realidad una relación que podríamos caracterizar como inmediata. El intento de imitación o copia implica forzosamente una operación según la cual el orden del mundo o un segmento de él se plasman en el escenario de manera directa, inocente. Sin embargo, la obra teatral no es un reflejo de la realidad: no cumple el papel de un espejo que se ocupa de detectar y registrar los detalles más insignificantes para incluirlos dentro de sí.  Pero que la obra no sea reflejo de la realidad de ninguna manera quiere decir que corte sus lazos con ella. El espectáculo pleno de significación siempre encuentra un modo de vincularse con lo real. Y en este vínculo, en esta relación, el teatro termina por completar su sentido ya que a pesar de su autonomía el mundo constituido mediante convenciones en el teatro nos estimula a reflexionar de diferentes modos sobre lo real. Aunque ya no consideramos necesario pensar que la obra debe realizarse por medio del procedimiento de la mímesis, esto no significa que neguemos todo tipo de relación entre la obra y la realidad.
   
El modo en que nosotros concebimos un vínculo entre la obra y la realidad inexorablemente conduce al concepto de mediación. La relación entre una y otra nunca es directa sino que siempre interviene una instancia que enriquece y complejiza el vínculo. Y esa instancia no es sino la dimensión metafórica que la obra debería asumir en cada caso para hacer más profunda su naturaleza de objeto artístico. En otras palabras, la obra de teatro, el espectáculo teatral, además de ser un artificio, además de constituirse según sus propias reglas, es una metáfora. Y como tal es una combinación de imágenes que producen un sentido que las imágenes aisladas nunca aportarían.
   
Para considerar el concepto de metáfora nos remitimos al tratamiento que le da Max Black1 quien la define como filtro que suprime algunos detalles de la realidad y acentúa otros: de tal modo permite que se preste atención exclusivamente a aquello que la metáfora quiere mostrar e impide que el interés se disperse en otros matices que para el caso son irrelevantes.
   
La metáfora así entendida organiza de otro modo nuestra visión de la realidad. (Como podemos advertir, en esta visión del teatro como metáfora, la idea de estilización - sostenida por Meyerhold- adquiere todo su sentido). Por lo tanto, si teatro es metáfora, entonces también se puede afirmar que el teatro selecciona y organiza nuestra visión de la realidad de acuerdo con sus propios cánones. La experimentación con las condiciones de espacio, sustancia, tiempo, causalidad no son sino medios para la fabricación de metáforas cuyo fin es ordenar nuestra visión del mundo de un modo determinado. Estas consideraciones acerca de la metáfora-filtro y el teatro como metáfora permiten pensar el sentido político del teatro en una dirección nueva según la cual ya no hablamos de teatro político en el sentido frecuente según el cual existe de parte del artista una toma de partido consciente, explícita y deliberada que en muchos casos lo llevan a proponer posicionamientos políticos definidos para los personajes (recursos típicos del llamado teatro de agitación o de las obras del realismo socialista). Ya no hay tesis a demostrar. A partir de ahora el teatro deja de ser pensado como un mundo de sueño anodino que no tiene relación con lo real. El teatro puede convertirse en un poderoso instrumento de reflexión sobre la realidad y de sus posibilidades de transformación a partir de las resonancias que la dimensión metafórica del espectáculo produce en el público.
   
Muchas veces el artista produce metáforas poderosas y sin embargo no tiene acerca del sentido de su propia obra una sino una conciencia difusa, no específica. Aunque puede comprender las diversas interpretaciones que esta produce, no admite una intencionalidad expresa de producir esos sentidos que los receptores le atribuyen. Muchas veces el artista se sorprende de la cantidad de lecturas que su obra genera y esto sucede porque ha logrado precisamente una metáfora que mantiene su potencia más allá del contexto socio-histórico y geográfico en que se presente: cuanto más poderosa sea una metáfora, tantos más niveles de lectura admitirá. Y por eso mismo, no es la intención del artista sino la recepción de los diferentes públicos a lo largo del tiempo la que decidirá cuál es el alcance que tendrá una obra. Por lo cual una obra entendida como metáfora excede el marco temporal en el cual ha sido producida y su poder se extiende hacia otros lugares y otros momentos históricos, que el artista no puede prever. Por esa razón,  el sentido político que tiene una metáfora en el lugar y el tiempo donde se originan mantiene todo su vigor en otros espacios y otros momentos, pero sin embargo, la mayoría de las veces sus implicancias son otras. En este sentido, el esfuerzo del artista debería estar consagrado a este tipo de metáforas que, producidas en determinadas condiciones logran extender su potencia más allá de ellas para brillar en otros momentos y otros lugares.



Notas

1 En su libro Modelos y Metáforas.
* Texto íntegro de la conferencia Teatro-Ficción-Metáfora dictada en el marco del "Tercer Congreso de Historia del Teatro Universal", dirigido por Jorge Dubatti en el Centro Cultural de la Cooperación, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina) del 22 al 26 de agosto de 2006.

14 de octubre de 2014

Nuestras derrotas no demuestran nada, por Bertolt Brecht.




Cuando los que luchan contra la injusticia
muestran sus caras ensangrentadas
la incomodidad de los que están a salvo es grande.

¿Por qué se quejan ustedes?, les preguntan.
¿No han combatido la injusticia? Ahora
ella los derrotó.
No protesten.

El que lucha debe saber perder
El que busca pelea se expone al peligro.
El que enseña la violencia no debe culpar a la violencia.

Ay, amigos.
Ustedes que están asegurados,
¿por qué tanta hostilidad? ¿Acaso somos
vuestros enemigos los que somos enemigos de la injusticia?
Cuando los que luchan contra la injusticia están vencidos.
no por eso tiene razón la injusticia.

Nuestras derrotas lo único que demuestran
es que somos pocos
los que luchan contra la infamia.
Y de los espectadores, esperamos
que al menos se sientan avergonzados.