6 de agosto de 2009

La imagen de hoy: "Molinillo de chocolate nº2", de Duchamp.

Beckett. Estrategias textuales: de las novelas al teatro. Segunda Parte.


El vacío
Si como vimos los personajes de Beckett están arrojados a un mundo que no comprenden, si son conscientes de la ausencia de un Dios que los sostenga y dé sentido a su vida, si viven permanentemente con la conciencia de la finitud y la inexorable degradación de sus cuerpos que progresivamente los conduce a la muerte, si terminan por no saber efectivamente quiénes son y dónde están, si terminan por dudar de la propia existencia, no debería sorprender que esta se les manifieste como una especie de camino vacío que deben transitar sin ninguna esperanza hasta llegar al fin, y que este fin se presente como una liberación. La falta de Dios hace que la vida se presente como una condena, ya que ninguna de las interrogaciones que el hombre se formula encuentra respuesta.
En las novelas de la trilogía todos los personajes expresan por lo menos en algún momento la necesidad de que el fin termine de llegar.
Por ejemplo, Molloy, en la primera página de la novela dice:

“ A mí lo que ahora me gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme, terminar de morirme de una vez. No me dejan.”

Y dice Mahood, en El innombrable:

“... acabar aquí sería maravilloso. Pero ¿es de desear? Sí, es de desear, acabar es de desear, acabar sería maravilloso, quien quiera que yo sea, donde quiera que yo esté.”

Si la vida es una condena, entonces el nacimiento debería evitarse a cualquier precio. Por eso Molloy agradece a su madre haber hecho todo lo posible para evitar su nacimiento, aun cuando no lo logró, ya que el destino le reservaba un lugar distinto . El hecho de procrear, de traer a un hijo al mundo, debería producir remordimientos. La vida del ser humano sobre la tierra es una monstruosidad que debe ser impedida por todos los medios. En este sentido, el aborto, los estertores, todo lo que apunte a la nada es percibido como algo tranquilizador, como una corrección de algo que, siendo, no debió haber sido nunca.
Sin embargo, que el hombre está arrojado significa que está en el mundo involuntariamente y por eso mismo no puede poner fin por propia decisión a ese estado. La aberración que la existencia del hombre significa no encuentra solución en el suicidio. La muerte es algo que libera al hombre de su estado (“Nazco en la muerte, dice Molloy ) pero sin embargo no podría considerarse que es en sí algo deseable. La muerte no es algo de lo que nos podamos formar una representación satisfactoria y por lo tanto no puede considerarse legítimamente como algo bueno.
Dice Molloy:

“..., os confesaré francamente que no excluía la posibilidad de que fuese todavía peor que la vida, en tanto que condición. Me parecía, pues, normal no echarme en sus brazos, y, cuando me descuidaba hasta el punto de iniciar un movimiento en tal sentido, detenerme a tiempo.”

Es decir, la situación del hombre beckettiano es tal que por un lado anhela el fin como una liberación y por otro lado ese fin se le aparece como imposible. El hombre no puede poner a su vida el punto final voluntariamente, tiene que seguir existiendo hasta que el fin se le presente. Tiene que esperar.
La existencia del hombre es para Beckett una tomadura de pelo que permanece y solo acaba con la muerte. La espera del hombre tiene dos significados que se dan simultáneamente: por un lado la espera de algo (un acontecimiento, Alguien) que dé sentido a la existencia, y por otro, en la conciencia de que ese sentido nunca se va a producir, la espera de algo que en última instancia, es como vimos, no deseable, pero se presenta como una liberación: la muerte. La vida, sin nada que le otorgue sentido, se plantea como un vacío que el hombre está obligado a llenar con acontecimientos que lo distraigan de su espera, al tiempo que sabe que esa espera es inútil. Por eso, dice Molloy, cuando uno muere es demasiado tarde, se ha esperado demasiado y no se vive lo suficiente para poder detenerse.
Hay un esencial texto de El innombrable que, desde mi punto de vista, concentra la visión que tiene de la condición humana en relación con la espera:

“Pero ¿qué historia es esa de no poder morir, ni vivir, ni nacer? Algún papel tiene que desempeñar esa historia de permanecer donde uno se encuentra, muriendo, viviendo, naciendo, sin poder avanzar, ni retroceder, ignorando de dónde vinimos, dónde estamos, adónde vamos, y que sea posible estar en otra parte, estar de otro modo, sin suponer nada, sin preguntarse nada, no se puede, se está ahí, no sabemos quién, no sabemos dónde, la cosa sigue ahí, nada cambia en ella, en torno a ella, aparentemente, aparentemente. Es menester aguardar el fin, es menester que el fin llegue, y en el fin será, y en el fin al fin será acaso la misma cosa que antes, que durante el largo tiempo en que era menester ir hacia ella, o alejarse de ella, o aguardarla temblando, o alegremente, avisado.”

Ninguna figura puede expresar el sentido de la espera mejor que la del vagabundo. La elección de Beckett no es de ninguna manera arbitraria o meramente estética: la decisión de que los personajes de las novelas Molloy y Malone muere sean vagabundos (o estén en camino de serlo, como el personaje de Moran) constituye de por sí una estrategia: el vagabundo, apestoso, vestido con harapos, excluido del trato con la sociedad, alejado de cualquier actividad, sin lazos afectivos reales (en todo caso hay el recuerdo de tales lazos) le permite hacer un seguimiento riguroso de su acción (que siempre está vacía de sentido, y en cualquier caso, siempre podría reemplazarse por otra: el concepto de utilidad es algo que los personajes de Beckett no conocen), así como de su corporalidad en proceso de degradación. El vagabundo es la figura que mejor expresa la temporalidad vacía que es necesario llenar con acontecimientos que al menos permiten distraerse de la espera. El vagabundo, como ser del que la sociedad puede prescindir, el vagabundo como deshecho, que no tiene una tarea que realizar, que carece de proyecto, es el tiene una conciencia más dolorosa de la obligación de esperar que constituye su existencia. Y aunque Mahood, en El innombrable, no es propiamente un vagabundo, está profundamente emparentado con Molloy, Moran, Malone del mismo modo que lo estará con todos los personajes teatrales beckettianos que tienen como deber impuesto el llenar de acontecimientos un tiempo vacío que nunca parece llegar a su fin. Para comprender esto basta con imaginar qué difícil sería plantear el mundo de Beckett con personajes que tuvieran una actividad definida y que estuvieran insertos sin dificultad en el entramado de relaciones sociales: todo lo que en Beckett se hace tan patente -y que hemos intentado tematizar- quedaría disimulado o definitivamente oculto.
El vacío sin embargo no es vacío total. Como ya vimos, aún cuando el hombre pueda prescindir del mundo exterior y de su propio cuerpo, siempre le quedará su interioridad que está constituida por palabras. Y las palabras que se suceden indefinidamente son las que constituyen el lenguaje. Este lenguaje del que provienen las palabras de las que se sirve el sujeto es el lenguaje que utilizan todos los humanos por lo cual quien usa el lenguaje se reconoce inmediatamente como parte de la especie. Lo cual quiere decir que el hombre se estructura como sujeto por el lenguaje, en tanto es “hablado” por él, en un proceso que dura desde la infancia hasta la muerte. El hombre tiene necesidad de hablar, de hablarse y el curso de las palabras parece no tener fin. Los personajes de Beckett, narrados en primera persona son fundamentalmente una voz que al mismo tiempo son varias voces. Es a través del torrente de palabras que el yo se construye, desde el momento en que un pronombre se transforma en sujeto:

“Las palabras están en todas partes, en mí, fuera de mí, (...), imposible pararlos, imposible pararse, soy palabras, estoy hecho de palabras, de palabras de los demás, ¿qué demás?”

Las palabras disparadas unas tras otras no se detienen jamás y si lo hacen es para poder seguir, como dice Mahood. En realidad las voces de los ellos son las que mejor expresan esa imposibilidad de callar, puesto aun cuando el sujeto se dispone a callarse, aquellas voces vienen a romper una y otra vez ese silencio anhelado.
Dice Mahood:

“Nada tengo que hacer, es decir, nada de particular. Tengo que hablar, esto es vago. Tengo que hablar, sin tener nada que decir, sino las palabras de los otros. Tengo que hablar, sin saber ni querer hablar. Nadie me obliga a ello, no hay nadie, es un accidente, un hecho. Nada podrá dispensarme nunca de ello.”

Y en otro lugar, ya acercándonos al fin de El innombrable:

“Sí, en mi vida, pues así hay que llamarla, hubo tres cosas: la imposibilidad de hablar, la imposibilidad de callarme, y la soledad, física desde luego, con eso tuve que arreglarme.”

Y de esta necesidad de hablar de la cual los personajes beckettianos no pueden liberarse proviene la necesidad de narrar que es uno de los tópicos de Beckett.
Esta necesidad de hablar se encauza en la necesidad de narrar. Los personajes encuentran en el narrar (o narrarse) historias una posibilidad de alivio. Se inventan relatos para poder hablar, para poder seguir hablando sin cesar, en busca de un calmante que distraiga por un breve momento de la conciencia de la espera, de la ausencia del sentido que nunca va a llegar. Por eso, al inicio de la novela Malone afirma, que hasta que le llegue el momento de morir, se contará historias, en tanto pueda, historias ni buenas ni malas, tan sólo apacibles.
Pero en esta búsqueda de narración de historias como modo de aliviarse, cada uno de los personajes tiene conciencia de la inutilidad del esfuerzo, que está de antemano signado por la frustración. A poco de narrar una historia, se toma conciencia del fracaso, se busca consuelo, luego se descansa hasta comenzar una nueva historia que estará también destinada a fracasar por lo cual luego se comenzará otra y luego otra. Ninguna de esas historias tendrá alguna utilidad, no servirán para hacer pasar el tiempo ya que nada lo hace pasar, no producirán ningún tipo de alivio porque el alivio es imposible en esta tierra.
Porque lo único que verdaderamente puede traer alivio al hombre es ya no estar entre los vivos, la no existencia. La muerte, no deseada, es lo que nos sumerge por fin en un silencio sin murmullos, un silencio que ninguna voz ya viene a quebrar, la muerte es lo que termina por fin con la espera de un sentido que se sabe nunca ha de llegar:

“Y el silencio volverá a descender sobre todos nosotros, se posará, como sobre el circo, después de la matanza, la arena convertida en polvo”.

Este silencio no es sino el silencio de los objetos que ya no tienen las palabras que vienen a designarlos. Estos objetos sin palabras que se refieran a ellos son objetos mudos que no tienen ninguna significación. Este silencio es el que finalmente ha de restablecerse, el silencio de la tierra deshabitada con objetos que nada significan. En la soledad de esta tierra silenciada por fin se carecerá de palabra, de pensamiento, en esta tierra no se sentirá nada, no se oirá nada, no se sabrá nada, no se dirá nada, no se será nada. Y entonces, sin palabras, con objetos mudos, el hombre habrá alcanzado el grado supremo del ser. Porque la nada es para Beckett el grado supremo en la jerarquía ontológica: nada es más real que nada y en la medida en que los hombres permanecen alejados de la nada no tienen sino un destino de sufrimiento y angustia.

Hasta aquí el análisis de la trilogía. Posteriormente a su escritura, Beckett parece haber encontrado una nueva coartada para seguir investigando, desde otro lugar, desde la perspectiva de los cuerpos en el espacio escénico, bajo una luz teatral específica (la misma luz a la que le da tanta importancia en sus narraciones) en el mundo de personajes que también desde Godot en adelante entrarán en un proceso de reducción y despojamiento. También estos personajes teatrales irán en busca del sentido y también a ellos éste les será escamoteado. Porque en última instancia, no hay en este mundo posibilidad alguna de sentido.

BECKETT, S., 1996, Eleutheria, Traducción de José Sanchís Sinisterra, Barcelona, Tusquets.

BECKETT, S., 1990, Esperando a Godot, Traducción de Ana María Moix, Barcelona, Tusquets, 7ma edición.

BECKETT, S., 1986, Fin de partida, Traducción de Ana María Moix, Barcelona, Tusquets.

BECKETT, S., 1995, Molloy, Traducción de Pere Gimferrer, Barcelona, Altaya.

BECKETT, S., 1969, Malone muere, Traducción de Ana María Moix, Barcelona, Lumen.

BECKETT, S., 1995, El Innombrable, Traducción de R. Santos Torroella, Madrid, Alianza.

BECKETT, S., 2001, Detritus, Traducción de Jenaro Talens, Barcelona, Tusquets, 2da edición.

HENSEL, G., 1972, Samuel Beckett, Traducción de Juan José Utrilla, Fondo de Cultura Económica.

KARL, F., 1995, Prólogo a El Innombrable: “Esperando a Beckett. Busca y Rebusca”, Madrid, Alianza.