22 de junio de 2010

El relato del Mariscal. Capitulo 2.

Eran los tiempos de la ardilla. Mi tía Elisa me trajo una de su pueblo, un animalito común, con una cola más grande que su propio cuerpo. Apenas la tuve en mis manos juré no separarme de ella jamás. Para eso tenía que lograr que mi padre no supiera siquiera que la ardilla existía. Nunca pude entender por qué odiaba que yo tuviera contacto con animales. Todas las mascotas que me había regalado la tía Elisa habían muerto o habían desaparecido de manera misteriosa. Una tortuga, una paloma, un sapo y hasta un gato y un perro habían dejado de ser mis mascotas por capricho de mi padre. La tía Elisa, la hermana de mamá, lo odiaba con toda la furia y sabía que no le gustaba que trajera animales. Por lo tanto, no había visita en la que no trajera un animal más o menos raro, difícil de conseguir.
Pero con la ardilla fue diferente. Ya conocía el modo de conducirse de mi padre, y estaba dispuesto a defenderla de él hasta las últimas consecuencias. La mantuve oculta durante más de dos meses. Conseguí una caja de madera y un taladro con el que le hice muchísimos agujeros. La instalé en el segundo piso de la casa, en el desván que estaba junto a la terraza en el que mi padre casi nunca entraba. Cuando la tía Elisa volvió a visitarnos se sorprendió de que todavía estuviera viva. Me las ingeniaba para estar con la ardilla todo el tiempo que papá trabajaba. Muchas veces la llevaba conmigo hasta la puerta secreta del consultorio, y la mantenía en mi mano mientras miraba por la cerradura. Únicamente por mi amor a la ardilla yo me arriesgaba al brutal ataque de furia de mi padre, agravado esta vez por el secreto, y pretendía ignorar que tarde o temprano él iba a descubrir la caja de madera. Una mañana mientras dormía percibí forcejeos en la puerta de mi habitación. Alguien pugnaba por entrar y mamá se lo impedía. Mamá apenas podía contener los gritos. Según pude enterarme después, una de las canillas del baño del consultorio comenzó a perder agua y mi padre subió al desván a buscar una llave. Yo me preocupaba todas las mañanas de levantarme temprano y de colocar la caja con la ardilla debajo de mi cama. Pero precisamente esa mañana me había quedado dormido y ahora que estaba aletargado podía comprender que mi padre había descubierto la ardilla y que seguramente ésta ya estaba muerta. La lucha continuó durante unos segundos más y finalmente mi padre dejó a mi madre tirada en el suelo, entró en mi habitación y descargó sobre mi cuerpo una paliza feroz. Yo no atiné siquiera a gritar o a llorar pero eso no detuvo a mi padre que me dejó los dedos marcados en la cara, las piernas, el tórax y el abdomen. Nunca se me borró el llanto de mi madre, un llanto en el que intercalaba insultos y amenazas. Cuando mi padre decidió quer era suficiente se fue caminando lentamente, con dificultad. Recuerdo que mientras cruzaba la puerta con su cuerpo algo encorvado, su calva y su barba grisácea, yo lo vi viejo y sentí lástima por él y un odio inagotable. El fijó sus ojos en mi madre que con el pelo revuelto y la cara desfigurada por el llanto (el maquillaje se le había corrido por completo) le devolvía desde el suelo la amenaza de su mirada mientras trataba de incorporarse. Mi padre se encerró en su consultorio. Mi madre vino a mi cama, recorrió mi cuerpo con sus manos durante un tiempo prolongado, me puso bajo la ducha, me vistió y me llevó a pasear con la tía Elisa. Mi padre permaneció encerrado los tres días que siguieron. La ardilla no volví a verla nunca más.

La imagen de hoy: "Domingo" de Hopper.

21 de junio de 2010

El relato del Mariscal. Capítulo 1.

Mi padre era médico y mamá no estaba enamorada de él. Ella era algo así como una Madame Bovary que siempre necesitaba pensar en un hombre que no fuera su marido. Cuando a los trece o catorce años leí Madame Bovary, no podía desprenderme de la idea de que Emma era mamá y le adjudicaba al personaje el rostro de ella.
Mi padre tenía el consultorio en la misma casa en la que vivíamos. Aunque estaba aislado, se podía llegar a él si se recorría el pasillo que lo comunicaba con los demás ambientes. El consultorio tenía dos puertas: una que daba a la antesala, por la cual se llegaba al centro de la casa. Y otra que daba al pasillo. La puerta de este acceso era pesada y eso me daba una gran tranquilidad en los momentos en que yo me dedicaba a a espiar. Sabía que mi padre no podía abrir la puerta con gran facilidad y así yo podía escabullirme en la oscuridad del pasillo en dos o tres segundos. Y al mismo tiempo tenía una ventaja adicional: una cerradura gigantesca que precisaba de una llave absurdamente grande. El peso de la puerta y el tamaño de la cerradura fueron dos factores que de algún modo marcaron mi primera infancia.
Sé que papá sospechó siempre de mí pero jamás pudo sorprenderme y nunca me preguntó si yo lo espiaba. Si alguna vez papá me hubiera atrapado, yo jamás lo habría vuelto a intentar y de tal modo me habría privado de una experiencia fundamental.
Yo me dedicaba a espiar a los que llegaban al consultorio casi siempre a la hora de la siesta, y a esa hora el noventa por ciento de los pacientes eran mujeres. Y a través del ojo de la cerradura experimenté por primera vez lo que se siente ante la desnudez de una mujer. No siempre mi papá las hacía desvestir por completo, algunas veces les exigía quitarse la blusa o la pollera y luego las obligaba a acostarse en la cama para la revisación. Pero cuando yo veía que la mujer no se detenía sino que lentamente se iba despojando de todas sus prendas difícilmente podía contener, mientras acompañaba cada una de las acciones de la mujer, mis ruidosas agitaciones. Yo tenía unos nueve o diez años y en materia de sexo estaba bastante adelantado con respecto a mis compañeros de colegio. Por eso, mis músculos se estiraban al límite cuando llegaba el turno de la revisación, es decir, aquellos momentos en que mi padre mantenía un contacto firme y decidido con el cuerpo de sus pacientes. Yo adivinaba que la voluptuosidad latente en los modos correctos de mi padre emergía sin pudores en esos roces y aproximaciones. De ninguna manera podía figurarme que a él esas mujeres le fueran indiferentes y que se lanzara sobre ellas sin la pasión que delataban sus manos. Hasta tal punto presentía su ansiedad que me imaginaba que quien estaba en la camilla no era otra que mamá y yo asistía a una sesión de amor entre ambos.
Un día mamá me descubrió. Sentí que una mano firme se plantaba sobre mi hombro. Me dí vuelta aterrado y me encontré con ella, que sonreía. Me tapó la boca y miró brevemente por el ojo de la cerradura. Una corriente helada me atravesó el pecho, la figura de mi madre se me hizo lejana, turbia. Hubiera querido llorar pero me era imposible. Mi madre me llevó de la mano por el pasillo hasta el comedor. Se sentó en una silla, apoyó uno de los codos en la mesa y me miró seria. Luego, como si no hubiese podido seguir conteniéndose, largó una carcajada, me preguntó si siempre lo hacía. Como yo no contestaba, dejó de reírse y se mantuvo callada por varios minutos. Me miraba con una severidad que su sonrisa imborrable desmentía. Sabía que ella no me iba a dejar hasta que yo no le contestara. Seguía con la intención de llorar pero me era imposible: había algún aspecto en toda esta situación que a mí me excitaba. Hasta tenía ganas de reírme. Cuando no pude más y solté algo parecido a una risa ella rió conmigo, los dos nos reímos intensamente durante un buen rato. Volvió a preguntarme si lo hacía siempre y yo le contesté que sí. Y entonces comenzó un pequeño interrogatorio por el cual ella se enteró que a mi me fascinaba ver a través de la cerradura a mujeres desnudas en manos de mi padre. Seguramente ella sabía en qué momentos yo iba por la oscuridad a espiar, aunque después de ese día nunca más volvió a encontrarme en el pasillo.