3 de abril de 2010

Teatro. Sentido y política.


1.
Aunque sus esencias son evidentemente diversas, hay entre teatro y realidad un vínculo cuya naturaleza debe ser indagada: la obra tiene con su situación espacio-temporal una relación que puede asumir o no. Sin embargo, esa relación existe, necesariamente. La conciencia de este vínculo entre teatro y contexto histórico es la que de alguna manera permite relativizar la autonomía de la ficción: la obra teatral es un artificio construido según sus propias reglas, pero no puede dejar de establecer un diálogo con la realidad histórica de la que forma parte. Una pieza teatral necesariamente es expresión de un determinado momento histórico y esta condición puede ser asumida (formando de manera implícita parte de la obra) o ignorada. En el primer caso, se trataría de preservar en cada obra, en cada espectáculo el diálogo con la realidad temporal en la que el artista se encuentra inmerso. Y este diálogo no significa en modo alguno una concesión al realismo: la obra teatral no es un reflejo de la realidad, no cumple la función de un espejo que detecta y registra los detalles más insignificantes para incluirlos dentro de sí. (Por lo tanto de ningún modo implica la “tentación periodística” que consiste en comentar desde el escenario lo que sucede cotidianamente). Pero que la obra no sea un reflejo inmediato de la realidad no quiere decir de ninguna manera que corte sus lazos con ella.

2.
El espectáculo pleno de significación siempre encuentra un modo de vincularse con lo real. Y en esta relación el teatro termina de completar su sentido ya que a pesar de su autonomía el mundo constituido en la escena nos estimula a reflexionar de diversos modos acerca de la realidad y los vínculos que los hombres establecen con otros hombres.
La relación entre obra y realidad nunca es directa, siempre existe entre ambas algún tipo de mediación, siempre interviene una instancia que enriquece, multiplica y hace más complejos los vínculos. Esta instancia es la dimensión metafórica que la obra debería asumir en cada caso para hacer más profunda su naturaleza de objeto artístico. La obra teatral es una metáfora y como tal es una combinación de imágenes que producen un sentido que cada una de manera aislada nunca aportaría.
Vale aclarar que la dimensión metafórica no debe identificarse con la dimensión alegórica, en la que se pretende una correspondencia término por término entre los componentes de la ficción y los de la realidad y por lo tanto se apunta a obtener solamente un nivel de significación. Por el contrario, la dimensión metafórica implica varios niveles de sentido que son apropiables por receptores diferentes, incluso aquellos alejados en el tiempo y el espacio, por lo cual muchas veces obras que aparentemente son ajenas generan resonancias profundas que piezas mucho más cercanas son incapaces de provocar.

3.
La reivindicación de la autonomía de la ficción no significa convalidar las concepciones posmodernas que muchos artistas exponen, no a través de sus obras, sino en su discursos acerca de las mismas, discursos que tienen suma importancia para nuestro análisis ya que allí tratan de explicitar las bases teóricas sobre las que asientan su labor creativa.
Por lo cual, vale la pena aclararlo, estos análisis no tienen como objeto las propias obras de dichos artistas sino aquellos enunciados destinados a legitimarlas. Desde estas posiciones se trata de despojar al teatro de su contenido y reducirlo a un mero juego para culminar de manera directa en una apología directa del relativismo y la ausencia de contenido.
Creemos que no hay nada que justifique que el teatro deba abandonar la posibilidad de sentido, de profundidad. Por el contrario, esta posibilidad de sentido significa la aptitud para reivindicar temas y probar nuevas formas. Ahora que el posmodernismo ha revelado su verdadera naturaleza, ahora que se ha mostrado por fin como un sistema de valores que en última instancia sirve para convalidar el relativismo que está a la base de aquellas posiciones que hacen innecesario o imposible concebir cualquier modificación o cambio, precisamente ahora es el momento de reivindicar la posibilidad de un teatro con contenido.

4.
A quienes en una prolongación anacrónica de la estrategia posmoderna (típica de los tiempos del auge del neoliberalismo) consideran que la pretensión de profundidad significa intentar darle al teatro una estatura moral que no le corresponde, se les puede responder que el teatro tiene, ha tenido y siempre tendrá una dimensión existencial que la exime de tomar prestado nada. Tiene una estrecha relación con el mundo: es un mundo y no hay nada que le pueda ser ajeno. Lo abarca todo porque comprende la entera experiencia humana y por lo tanto incluye lo moral, lo histórico, lo político, lo social, lo antropológico. Si el teatro no asume su propia condición y su propia esencia, atenta contra su propia naturaleza. Y esto ocurre cuando se produce la banalización del teatro. Un autor argentino afirma: “Lo importante en el teatro se ha desdibujado y antes que lamentar tal cosa habría que festejarla. La determinación a priori de lo importante conlleva naturalmente a una actitud didáctica, verticalista y dictatorial”. Esquilo, Sofocles, Eurípides, Séneca, Marlowe, Shakespeare, Corneille, Racine, Moliere, Ibsen, Strindberg, Brecht, Miller, Williams, Beckett, Genet, Pinter, Müller y otros tantos no mencionados: han tratado verdaderamente acerca de lo importante. Y si esta historia se desdibujara no habría nada que festejar. Y como podemos observar a través de esta lista, no hay determinación a priori de lo importante: hay reflexión desde ángulos muy diversos, sobre un punto coincidente: el hombre y su condición finita, el hombre en su relación con otros hombres. Todos ellos tienen en común su falta total de otra intención que no sea la de escapar precisamente a la frivolidad, a la banalidad, a todo aquello que haga de las obras algo irrelevante, inocuo, olvidable. No hay sino la intención de generar obras que permitan reflexionar sobre la existencia, sean cuales fueren las figuras que esta vaya asumiendo a través de la historia. No hay intención didáctica ni siquiera en Brecht, que no quiere enseñar contenidos, sino obligar al espectador a divertirse pensando. El teatro no puede no obligar al espectador a enfrentarse consigo mismo en un proceso reflexivo . Y esta posición no puede considerarse didactismo sino que es una característica esencial del arte en general. La realidad se presenta tan compleja como siempre y sigue exigiendo un esfuerzo para enfrentarla. Los críticos e investigadores que han adherido a estas estrategias posmodernas de reflexión sobre el teatro deberían tratar de meditar acerca de las razones que los motivó a adherir a una concepción tan estéril del mundo.

5.
La reivindicación de sentido y profundidad en el teatro actual, la reivindicación de la densidad de significado, como actitud general, constituyen la condición de posibilidad de un teatro político con características bien diferentes de lo que hasta ahora se ha venido entendiendo como tal. En otras palabras, la rehabilitación de lo político para el teatro no significa retornar a un teatro de denuncia y agitación. El teatro no tiene que tener necesariamente como objetivo producir un efecto determinado en el espectador (que en general consiste en una toma de posición determinada y en la movilización hacia un determinado objetivo) y por lo tanto debe eximírselo de cualquier actitud didáctica (que consiste en indicar cuáles son las metas legítimas que deben ser perseguidas y cuáles los medios para alcanzarlas).
El teatro así entendido deja de guiarse por sus propias reglas, pierde por lo tanto su autonomía, se convierte en un instrumento para conseguir un fin determinado y, para no perder eficacia con respecto a su objetivo, se ve obligado a resignar aquellos medios que intensifican su densidad metafórica: renuncia a la pluralidad de sentidos posibles en favor de un sentido único, aquel que debe ser transmitido al público para conseguir el efecto buscado de esclarecimiento y movilización. El teatro reduce sus posibilidades al convertirse en una mera herramienta. Y desde nuestro punto de vista, esta concepción se deriva de modo directo de la idea de instrumentalización de la política, según la cual ésta no es sino solamente un medio, ya sea para intentar transformar el estado de las cosas ya sea para conservarlo.
Sin embargo, como expusimos en otra ocasión , al supuesto sentido instrumental de la política se le puede oponer una concepción de la misma que la presente como un campo de tensiones resultante de un permanente conflicto entre partes. Dicho campo se modifica constantemente con el paso del tiempo y la historia se nos aparece como la historia de las alternativas que sufre dicho campo a través del avance y retroceso incesante de los principales actores, de los cambios de posición de los mismos, de la conformación y disolución de las alianzas. Este campo de tensiones no tiene autonomía y su análisis necesariamente requiere la detección de aquellos factores materiales (en sentido amplio, no solamente económico) que permanentemente encuentran su lugar en dicho terreno.

6.
De aquí definitivamente inferimos que lo político en su esencia no se remite a la tarea de los políticos profesionales tal como los conocemos. Lo político tiene que ver con las estructuras básicas de la sociedad, con aquello que le da sustento. Lo político que el teatro debe considerar es lo político esencial y excede por lo tanto, cualquier coyuntura particular (que lamentablemente sí están en manos de los políticos). El ejemplo es Antígona: que siempre fue, es y será una obra política, porque trata de la relación entre el hombre y el Estado y por esa razón adquiere un carácter universal. Porque mientras el hombre viva con otros hombres necesitará organizarse de una manera determinada y eso generará cuestiones que deberán resolverse. Y esas cuestiones van mucho más allá de cualquier coyuntura.

7.
El teatro de recuperación de lo político que proponemos excede cualquier tipo de denuncia, aunque en algunos casos pueda servirle de sostén. Es decir, dicho contenido se nos presenta siempre como mucho más vasto, por lo cual el teatro de denuncia y agitación siempre aparece como un recurso pobre. Sin embargo, este cuestionamiento del teatro de denuncia tiene su contraparte en la impugnación del festejado teatro frívolo (que por ejemplo en Argentina no es sino la expresión de un determinado período histórico-económico-social) y equivale a la reivindicación de un teatro que, superando el mero nivel de denuncia, logre acceder a diversos niveles de profundidad (niveles que tienen su correspondencia con la cantidad de resonancias -lecturas e interpretaciones diversas- que provoca: a mayor cantidad de resonancias posibles, a mayor cantidad de interpretaciones practicables, mayor profundidad. Y esta profundidad está directamente relacionada con la ya mencionada densidad metafórica: cuanto mayor es la densidad metafórica, la cantidad de interpretaciones posibles es también mayor y por lo tanto, se puede afirmar que mayor es la profundidad de la obra). Para que quede claro: la recuperación de lo político no significa la reivindicación de los medios a través de los cuales las obras denominadas políticas han sido elaboradas. Precisamente de lo que se trata es de investigar, concebir, probar formas estéticas nuevas que logren expresar los nuevos contenidos políticos que inexorablemente hacen su aparición. Y esto necesariamente implica despojarse de las formas obsoletas a través de las cuales el teatro político tradicional ha mantenido su vigencia durante décadas.

8.
La cuestión fundamental que se nos presenta es de qué manera las reflexiones sobre teatro, sentido y política son aplicables a nuestro propio país. De qué manera, en la Argentina, reflexionar acerca de un sentido profundo en el teatro puede constituir la base fundamental para pensar en un nuevo sentido político. Y de qué manera aquellas obras importantes que bajo ningún aspecto tratan de lo político (ni tienen la intención de hacerlo) siguen siendo obras con sentido. En otras palabras, no se reivindica el teatro político como tal, pero sí el sentido en el teatro, que aparece como condición de posibilidad de un teatro político.
En el caso específico de la Argentina, que sufrió en los últimos treinta años una dictadura devastadora que aniquiló a decenas de miles de personas y doce años de neoliberalismo (que significaron la continuidad del proyecto económico de la dictadura militar), hay autores que se sienten habilitados para afirmar que “los gobiernos de facto pasaron” por lo cual seguir tratando el tema desde el teatro sería seguir otorgándole a éste una estatura moral. En otras palabras, autores argentinos se mofan de aquellos que no piensan que los temas relacionados con la dictadura militar “ya fueron” y sería una especie de anacronismo seguir insistiendo. A estos autores se les puede responder que aun cuando la dictadura y los años del menemismo efectivamente pasaron, la dictadura sigue sucediendo cada día ya que los efectos se perciben materialmente (las ausencias, las condiciones de miseria a las que fueron arrojados millones de ciudadanos). La dictadura y su continuación por otros medios, el menemismo, han carcomido las estructuras y esto no es un fenómeno efímero o temporario. Contra quienes opinan que “hace tiempo vivimos en democracia y por lo tanto el tema de la dictadura debería dejar lugar a otros temas que tengan que ver con ‘la agenda actual’, con lo que pasa ahora en nuestro país, si se quiere escribir sobre lo argentino”, se puede argumentar que no hay nada que se pueda pensar en estos tiempos sin remitirse a la dictadura, que no es un episodio más de nuestra historia sino la coronación de un largo proceso de restauración expresado en numerosas masacres y sucesivas dictaduras militares a lo largo del siglo XX, las cuales a su vez representan respuestas a las demandas de cambio social que se proponen desde fines del siglo XIX. Tales demandas son las que generan permanentes desequilibrios en los proyectos de conducción del país de las clases dominante. Las diferentes etapas históricas pueden interpretarse como el resultado del conflicto entre los planes de las clase dominantes (muchas veces contradictorios entre sí) y las respuestas de aquellos movimientos sociales que no resignan de ningún modo sus pretensiones. En este sentido, la dictadura de Videla denota la voluntad de recuperar para siempre y a cualquier precio las estructuras de poder de las clases dominantes. Significa el triunfo total del proyecto de esas clases que habían pugnado desde fines del siglo XIX por mantener una hegemonía que la llegada de los inmigrantes había puesto en cuestión. Y en ese sentido es indispensable no soslayar algo que en general nunca se enfatiza demasiado: el exterminio concretado por la dictadura instaurada entre los años 1976 y 1983 es ante todo un proyecto económico (cuyo antecedente más lejano se remonta al general Roca y su conquista del desierto). Y los objetivos constituidos fueron, por una parte, de defensa de las estructuras económicas amenazadas; por otra parte, el afianzamiento de esas mismas estructuras (lo cual implicaba eliminar en lo posible todas las conquistas parciales logradas a lo largo del siglo XX: no sólo la eliminación de los derechos de los trabajadores y degradación del nivel de vida en beneficio de los patrones sino también, y sobre todo, la exacerbación de la dependencia económica argentina, que tuvo su expresión más acabada en la eliminación de las industrias incipientes, la reafirmación del modelo agro-exportador, la instauración de un liberalismo a ultranza, la estatización de la deuda externa privada).
Y en tal sentido la dictadura militar significa una bisagra, ante todo por razones económicas (sin que eso signifique no tener en cuenta la represión). Sin embargo, la concreción más cabal de los ideales del proyecto militar se produjo durante los años del menemismo, que constituyó una continuación de la dictadura por otros medios ya que implicó la profundización del modelo neoliberal. Y dentro del menemismo incluimos por supuesto al gobierno espantoso de la Alianza, que significó un record de ajustes en el término de dos años y condujo al estallido de diciembre de 2001.

9.
Sin embargo, no alcanza con postular la naturaleza económica de la dictadura militar. Esta se apoderó del control del Estado para someter a parte de su población a un exterminio -entendido como una operación destinada a borrar sus propias huellas, a fingir que el otro nunca existió y que por lo tanto esta misma operación nunca tuvo lugar, ya que como el otro no existió nunca fue necesaria (tal es el sentido real de la desaparición como método de aniquilamiento). En este sentido: el olvido del exterminio forma parte del exterminio. El olvido convalida la operación de fingimiento porque le otorga a los exterminadores aquello que precisamente están buscando: la ficción de que lo que se menciona nunca existió. No se puede soslayar que el discurso que la dictadura propuso como autojustificatorio (discurso asumido y propalado actualmente por sectores muy bien definidos de la sociedad) lo que se excusó como “exceso” constituyó en realidad el verdadero objetivo: la desaparición del enemigo, o de aquel a quien le era atribuida tal condición. En ese sentido, el enunciado que operó secretamente como base de la acción de aniquilamiento se puede resumir en esta fórmula: el medio se identifica con el fin, el medio es el fin . Por esa razón, no se puede ignorar la diferencia entre los muertos, víctimas de cualquier dictadura convencional y los desaparecidos víctimas de la dictadura de Videla y sus reemplazantes posteriores.

10.
La cuestión hoy consiste en cómo pensar la realidad actual (política, social, económica, cultural, en fin, histórica) sin tener en cuenta estos datos. No se trata de resentimiento, de no cerrar heridas o slogans por el estilo. Se trata de no convalidar el vacío histórico que la dictadura produjo. Se trata de no seguir fingiendo, se trata de afrontar el trauma secreto del cual hay múltiples manifestaciones. Por otro lado, la deuda externa, la miseria creciente, la precarización de las condiciones de vida son constituyentes de nuestra realidad actual. Por todo esto, nos preguntamos: ¿cómo pensar cuál es la “agenda actual” si hacemos caso omiso de todo esto? ¿Cómo pensar la realidad? O mejor dicho ¿en qué realidad están pensando?
La dictadura militar y su continuación de ideales durante el menemismo y la alianza tienen hoy una relación directa con nuestra existencia, nuestro modo de relacionarnos con los demás, con nuestra escala de valores, nuestros sueños, nuestras condiciones de vida. Es en este sentido que la dictadura sigue sucediendo. Por lo cual cualquier tema que se toque en nuestro país estará contaminado (ya en el artista, ya en los receptores) por estas condiciones. Aun cuando se elijan aparentemente alejados, si las obras tienen la densidad metafórica de que hablamos, el quiebre que significaron la dictadura y el menemismo se harán presentes.
Y aún cuando haya quienes elijan no tratar estos temas, difícilmente estén habilitados para descalificar a quienes sí lo hacen. El teatro se conecta a su modo con la realidad y la realidad argentina ha sido moldeada por la dictadura y otras catástrofes de las últimas tres décadas. No se puede fingir (seguir fingiendo) que la historia no existe. Ningún creador tiene la obligación de utilizar el material que la historia ofrece. Pero de ninguna manera puede impugnarse la tarea de aquellos artistas que decidan (a través de los medios más impensados) sumergirse en el pasado inmediato. Porque hacerse cargo de la realidad (determinada por la dictadura genocida) es pensar en la condición humana sometida a experiencias límite que el teatro, en su naturaleza profunda, no debe descuidar.
Para aquellos teatristas que consideran que el teatro no es en última instancia sino un mero juego (que tiene sus propias reglas y que por lo tanto no tiene ninguna conexión con la realidad) nosotros decimos que efectivamente (como vimos más arriba) el teatro sí se guía por sus propias reglas pero de ningún modo es un mero juego y nunca corta sus lazos con la realidad. Y en todo caso, podemos afirmar, siguiendo a Agamben (Infancia e Historia) que ningún juego es inocente. Todo juego implica la negación de la dimensión sagrada a la cual dicho juego estuvo originariamente unido. Y esto vale también para el teatro, que aun considerado como juego exhibe sus conexiones con lo ritual. Y aquí cabe señalar que si se quiere hablar de las reglas del juego en el teatro no estaría nada mal conocer aquellas formas de rito de la cual este juego no es sino una parte.

Héctor Levy-Daniel


Ponencia leída en I Jornadas de Investigación y Crítica Teatral (AINCRIT) en el marco de la 35ª Feria internacional del libro de Buenos Aires.