28 de diciembre de 2008

CUADERNO INFANCIA 31


La loca Mercedes. Uno de los grandes personaje del barrio. De baja estatura, rubia teñida bien claro, la cara avejentada, con mucho maquillaje, siempre vestida de negro. Camina por la calle hablando sola con su voz áspera. El hecho de que hable sola se me aparece como algo imposible, algo que no debería ocurrir nunca, algo totalmente fuera de la lógica. Me causa gracia, hasta me hace reír a carcajadas. Pero también me impresiona. De chiquito creo que hablar solo es como la prueba irrefutable de la locura. Que Mercedes hable sola justifica por sí mismo que la llamen “la loca”. Muchas veces Mercedes se planta en la vereda de casa junto a la ventana que da a la cocina. A través de la ventana habla con mamá, que siempre conversa amablemente con ella. Mercedes saca un cigarrillo, fuma. O quizá es mamá la que le consigue el cigarrillo, de un paquete de mi papá, o de mis hermanos. En esas charlas con mamá, Mercedes se transforma, deja de ser la “loca” que pega algunos gritos por la calle para convertirse en una persona centrada capaz de sostener el hilo de un diálogo. A mí de verdad me asombra que mamá hable con Mercedes. Todo el tiempo me pregunto de qué estarán hablando. Sé que mamá es buena con ella, no sólo le da conversación, también le da comida y hasta ropa. Mercedes le habla a mamá con cariño y respeto y a mis ojos eso engrandece a mamá. Por lo que logro entender, es como si ella hubiese logrado domar la locura de Mercedes. Muchos años después le recuerdo estas conversaciones y mamá me dice que Mercedes era judía, no tenía a quién acudir y por eso ella trataba de ayudarla. Como el viejo Zacarías, otro personaje conspicuo del barrio, también Mercedes desapareció un día, también de ella se contó que había sido arrollada por un colectivo.

27 de diciembre de 2008

La imagen de hoy: "El cumpleaños", de Chagall

Harold Pinter. Dramaturgia de la amenaza 3


El montaplatos es la tercera obra de Pinter. Según Russell Taylor, El montaplatos es propiamente una comedia de amenaza, porque mientras La fiesta de cumpleaños sólo es graciosa en las primeras escenas, en El montaplatos lo cómico está presente durante todo su desarrollo. La obra trata de dos hombres, Ben y Gus, que pasan la mañana de un viernes en un dormitorio ubicado en un sótano, leyendo diarios, hablando de fútbol, discutiendo sobre cuál es la manera de decir una frase. Poco a poco se nos van presentando los elementos que nos conducen a suponer que en realidad son asesinos contratados, que esperan órdenes. De pronto comienza a funcionar el montaplatos ubicado en la parte trasera. Nos enteramos de que ese sótano ha sido en otro tiempo la cocina de un restaurante. Ben y Gus se preocupan de cumplir con lo que se les pide, envían todo lo que tienen. Sin embargo los pedidos que encuentran en el montaplatos son cada vez más extravagantes.
La técnica que utiliza Pinter para construir El montaplatos es la misma que observamos en las dos obras consideradas anteriormente: el bombardeo de preguntas al espectador. ¿Quiénes son estos dos sujetos? ¿Qué esperan? ¿Dónde están? ¿Qué tipo de trabajo realizan? Pero, a diferencia de las otras dos obras, las preguntas que el espectador se formula en esta pieza están muchas veces en boca de uno de los personajes, Gus. Éste se plantea como el gran interrogador de la obra y ante todo el gran impugnador. Hay un contraste notorio entre ambos personajes: mientras Gus se plantea como un personaje inquisitivo, que razona y se preocupa por hablar correctamente, Ben en cambio es un personaje casi brutal, que apenas tolera las preguntas de Gus y mucho menos sus comentarios, los cuales se parecen demasiado a críticas. Ben, en oposición a Gus, no se cuestiona nada. Es Gus quien hace la primera pregunta de la obra: ¿A qué hora tienen que llamar? (Ante lo cual inevitablemente el espectador se preguntará: ¿quién tiene que llamar?) Es Gus quien se queja de que nunca tiene ocasión de mirar por la ventana, pues él debe entrar en un sitio que nunca había visto, dormir todo el día, hacer lo que tiene que hacer y marcharse de nuevo por la noche. Es decir, Gus describe cuál es la rutina de su trabajo, sin especificar en qué consiste dicho trabajo. Se queja de que es necesario permanecer todo el tiempo, sin salir, por si llaman. Gus pregunta si tiene alguna idea de lo que va a pasar esa noche. Gus afirma que la casa en la que están es de Wilson. “Yo sé que lo es” enfatiza Gus. Y luego sigue planteando preguntas al espectador:

“Recuerda los otros lugares. Vas a esta dirección y encuentras una llave, encuentras una tetera, nunca ves a nadie... (Pausa.) ¡Ah! Nadie oye nada. ¿Lo has pensado alguna vez? Jamás ves un alma, ¿no es así?, salvo el tipo que viene.”

Posteriormente nos enteramos por él que la mitad de las veces, el tal Wilson ni siquiera se molesta en venir. Gus pregunta:

¿Quién limpia después que nos vamos? Tengo curiosidad por saberlo. ¿Quién hace la limpieza? A lo mejor no limpian nada. Tal vez dejan las cosas como están, ¿no? ¿Qué te parece? ¿Cuántos trabajos hemos hecho? ¡Oh! No puedo contarlos. ¿Y si nunca limpian después que salimos?

Pero Ben responde y genera todavía más preguntas:

¡Ganso! ¿Pero te has creído que somos los únicos en esta organización?

Esto implica que Wilson, de quien no se dan mayores precisiones y que hasta ese momento parecía ser el jefe, también puede ser meramente un engranaje más en toda una maquinaria mucho más vasta. Cuando el montaplatos comienza a funcionar, Ben arriesga la hipótesis de que anteriormente ha funcionado un bar en ese mismo lugar. Pero Gus ataca con una nueva pregunta:

MUY BIEN, PERO ¿QUIÉN ES EL DUEÑO AHORA? ¿Quién maneja el negocio? Si alguien se fue, ¿quién vino?

El mensaje del montaplatos les exige comida y bebida. Ben y Gus le ofrecen todo lo que Gus lleva en su valija. Gus sigue interrogándose sobre los mecanismos que gobiernan todo lo que lo rodea: pregunta cómo puede funcionar allí un café si la cocina tiene tan sólo tres quemadores. Le envían todo lo que tienen y Gus anuncia a gritos todo lo que les están mandando. Ben lo increpa por gritar de esa manera. Gus hace comentarios que hacen sentir que no se siente del todo cómodo en ese lugar:

Cuanto antes salgamos de esta casa, mejor. Parece como si hiciera años que estoy aquí.

O bien

Nunca le hemos fallado. ¿Sabes, Ben? Estaba pensando en ello justamente el otro día. Somos cumplidores, ¿verdad? Sin embargo, me alegraré cuando todo esto haya terminado.

Gus parece harto de su trabajo. El montaplatos sigue trayendo pedidos. Ben y Gus se muestran perplejos porque “no saben por dónde empezar”
Gus encuentra el tubo acústico por medio del cual Ben se comunicará con quienes manejan el montaplatos (con él puede hablar y oír). A través del tubo se entera de que todos los alimentos que han enviado no estaban en buenas condiciones. Casualmente todos eran de Gus. Luego Ben recibe la orden de “encender la pava” para hacer té. Gus se impacienta porque no tienen gas con qué encender las hornallas para el té.
Ben afirma que la hora se aproxima y da las instrucciones a Gus, el cual las repite diligentemente. Aunque durante todo el tiempo transcurrido hemos podido intuir cuál era la verdadera naturaleza del trabajo de estos dos hombres, recién ahora podemos confirmar que se trata de dos asesinos a sueldo cuya tarea habitual consiste en emboscar gente en ambientes cerrados. Gus se pregunta para qué se les mandó fósforos si no tienen gas. Y muy nervioso, pregunta quién es el que está arriba. Y se pregunta también para qué hace todos esos juegos. En medio de toda esta sucesión de quejas el montaplatos trae otro pedido: “Scampi”. Gus grita a través del tubo acústico que no les queda nada de nada. Ben le quita el tubo y lo insulta. Luego de una pausa, en la que Ben se tira en la cama y lee alguna noticia del diario, Gus sale a beber un vaso de agua. Ben oye el silbato a través del tubo acústico y a través del mismo oye las órdenes que se le imparten. Ben responde que las cumplirá inmediatamente. El agua acude al tanque del baño afuera a la izquierda. Luego entra Gus, trastabillando. Se mira con Ben. El telón cae.
Russell Taylor afirma que en El montaplatos “el hecho de que las personas que aquí son amenazadas sean precisamente aquellas cuya ocupación consiste, por lo general, en amenazar a otros, asesinos de alquiler, ofrece un elemento más de ironía pero no introduce una diferencia esencial en su situación”(1968, 285). Sin embargo, a mi entender sí hay una diferencia fundamental. Aquí Pinter da un paso más respecto de La fiesta de cumpleaños. Mientras que en esta obra no sabemos exactamente cómo funciona la organización a la que pertenecen Goldberg y McCann, en El montaplatos estamos en presencia de una organización que es capaz de autodepurarse para quitarse de encima a cualquier elemento que pueda significar problemas en el futuro. No es casual que Gus sea la persona que durante toda la obra no cesa de hacer preguntas, muchas de las cuales significan un directo cuestionamiento del sistema al cual debe servir. Se vuelve difícil imaginar que Gus se haya interrogado del mismo modo en todas las tareas que ha tenido que realizar. Más bien puede conjeturarse que su propio progreso en lo que se refiere a la conciencia sobre su trabajo es lo que lo condena. En otras palabras, puede suponerse que el destino de Gus está signado por esta toma de conciencia que lo lleva a plantearse semejante cantidad de preguntas. Y en este sentido la obra se construye sobre la base de este inventario de interrogaciones que Gus se siente obligado a hacer. La toma de conciencia sobre la naturaleza de la labor que debe realizar lo hace inepto para cumplir cabalmente con la misma. Cuando el montaplatos comienza a funcionar Ben y Gus miran adentro, pero Ben se cuida muy bien de dirigir su mirada hacia arriba y se alarma cuando advierte que Gus asoma su cabeza y observa despreocupadamente.
Aunque en el transcurso de la obra tanto Ben como Gus sienten la amenaza en carne propia, bien puede pensarse que el verdadero destinatario de la misma es Gus, precisamente el personaje que es portador de todas las preguntas, críticas y cuestionamientos. “La organización” a la que Pinter se refiere en esta tercera obra es muy sofisticada, al punto que es capaz de purgarse a sí misma.
El montaplatos está regida por un principio de irrealidad profunda que constituye la médula de la obra. El montaplatos es una gran metáfora. A mi entender esta es la obra donde la experimentalidad de Pinter alcanza mayor vuelo y brinda sus mejores resultados: Pinter crea un universo que tiene absoluto sentido dentro del espacio escénico y que sólo puede ser concebido dentro de este espacio. El montaplatos, los mensajes que llegan a través del montaplatos, a los que ellos se sienten inexorablemente obligados (a pesar de suponer anteriormente que el lugar se encontraba totalmente inhabitado), el tubo acústico a través del cual ambos se comunican con un sujeto que no aparece, el tanque de agua que nunca funciona, salvo al final, el sobre con los fósforos que llega al principio y que se presenta como algo sin sentido en sí pero que cobrará sentido más adelante (un sentido paradojal: fósforos que no tienen qué encender) constituyen los pocos elementos con los que Pinter construye un universo extraordinariamente atractivo y perturbador. Esslin observa que en El montaplatos “el espectáculo de los poderes celestiales asediando a dos infelices pistoleros con peticiones de ‘macaroni pastitsio, ormitha macarounada, cha siu y judías verdes’ es francamente divertido y disparatado” (1966, 217). Así como al hablar de La fiesta de cumpleaños, me negué a considerar a McCann y Goldberg como seres de otro mundo, de la misma manera creo que El montaplatos las fuerzas invisibles que amenazan a Gus y a Ben están bien lejos de ser poderes celestiales. Más bien significan un poder bien terrenal, tan inasible como arbitrario, acechando para victimizar a quien se ponga en su camino a través de preguntas, cuestionamientos, críticas. Por ello creo que El montaplatos, en el mismo sentido que La fiesta de cumpleaños tiene una significación política directa y esencial.
A propósito, llegados a este punto, creo que vale la pena debatir la cuestión de la politicidad del teatro de Pinter.
Mireia Aragay(1994, 76) niega que pueda considerarse como teatro político la producción pinteriana anterior a los ochenta. Sostiene su punto de vista en primer lugar en la imposibilidad de descubrir posicionamientos políticos por parte de sus personajes. También en la ausencia de toma de partido consciente, explícita y deliberada por parte del autor. Y por último en que Pinter se limitaría a formular un diagnóstico en lugar de pasar al terreno de la denuncia.
Aragay toma posición contra lo que ella llama “materialismo cultural” al que describe como un sistema de pensamiento que afirma que todo producto cultural es ineludiblemente político, puesto que “constituye una intervención más dentro del conjunto de mecanismos mediante los cuales una sociedad determinada articula sus debates y controversias” (1994, 74). Aunque adscribo a esta posición en todos su términos, no considero necesario introducir esta sentencia como premisa de mi argumentación. Es decir, también yo creo que todo teatro tiene significación política, pero no creo, sin embargo, que esto indique un camino para pensar la politicidad del teatro de Pinter.
Lo primero que me pregunto es qué clase de teatro tiene en mente Aragay cuando postula semejantes parámetros para identificarlo como teatro político. Los límites que impone son tan estrechos que difícilmente quede lugar en su clasificación para otras piezas que no sean aquellas creaciones conocidas como obras de agitación o las piezas típicas del realismo socialista, ambos tipos dominados generalmente por esquemas que las vuelven pobres, previsibles y de poco vuelo. No comprendo por qué razón los personajes deberían asumir un posicionamiento político claro y expresarlo abiertamente. Por el contrario, creo que la ideología jamás debe estar en boca de alguno de los personajes sino más bien desprenderse de la lectura final de la obra. Esto queda muy en claro a través del examen de Brecht, quizás uno de los paradigmas del teatro político del siglo (cuya grandeza excede de todas maneras la función meramente política de sus textos): para dar solamente dos casos, ¿en qué momento expresan Puntila o Matti su posición política en la obra Herr Puntila y su sirviente Matti? ¿Cuándo muestra abiertamente su posición Shen Te en El alma buena de Se-Chuan? Sin embargo, la imposibilidad de la alianza de clases queda muy claramente planteada en la primera así como la imposibilidad del accionar moral en la sociedad capitalista queda evidenciada en la segunda. Pero tales “ideas” se desprenden de la lectura final y sería inútil tratar de buscarlas en boca de alguno de los personajes.
Con respecto al segundo punto, que tiene que ver con la ausencia en Pinter de toma de partido conciente, explícita y deliberada, habría que mencionar que el propio Pinter considera sus piezas primeras como “metáforas políticas”, lo cual evidentemente nos habla de la conciencia que el autor tiene del significado de sus propias obras. Sin embargo, más allá de cual fuera la opinión de Pinter, creo que la base de este segundo argumento reside en un vicio de análisis según el cual la obra es un mero discurso cerrado en el que importa solamente la intención del autor y no tiene conexión alguna con la realidad histórica y socio-política en la cual la obra tiene lugar. Creo que las obras La fiesta de cumpleaños y El montaplatos son políticas pues la resonancia que producen muchos de sus elementos en determinados contextos socio-históricos (por ejemplo, el nuestro en particular y el latinoamericano en general) las convierten en obras eminentemente políticas más allá de cual hayan sido las expresas intenciones del autor. En otras palabras, aunque la intención de Pinter no haya sido explícita y deliberadamente política, su significación en el contexto en que la obra tiene lugar - por medio de la mera lectura o la puesta en escena- es política, pues los ecos que despierta en el lector o espectador le sirven al mismo para reflexionar sobre la realidad socio-política en la que se halla inmerso y para lograr un conocimiento mayor de la misma. El saber logrado a través de estos medios constituye siempre la condición de posibilidad de una praxis que tenga por objetivo la transformación de la realidad, la cual depende no sólo de la existencia de las condiciones subjetivas (entre las cuales está precisamente la toma de conciencia) sino de las condiciones objetivas (que constituyen el marco espacial-temporal con el que el hombre necesariamente deberá enfrentarse).
Y es precisamente con este mismo criterio que impugno la oposición establecida por Aragay, entre diagnóstico y denuncia. El diagnóstico es una aproximación a la realidad que nos habilita para reflexionar sobre la misma, reconocer los mecanismos –muchas veces ocultos- que la constituyen de una u otra manera y sacar conclusiones sobre su verdadera “naturaleza” y, por lo tanto, sobre sus posibilidades –o no- de transformación. Si tomamos el concepto de diagnóstico en este sentido observamos que tiene una significación política pues posibilita la toma de conciencia sobre una determinada cuestión y en este sentido el efecto que se obtiene no difiere del efecto conseguido por la denuncia. Es decir,
aunque varíen probablemente las intenciones del autor que se propone hacer una “denuncia” o un “diagnóstico” en uno u otro caso los efectos conseguidos en el receptor son idénticos. Por ello, creo que carece de sentido negarle a las obras primeras obras de Pinter la categoría de teatro político por no pasar abiertamente al terreno de la denuncia y limitarse solamente un diagnóstico. Por el contrario, creo que el diagnóstico pinteriano que se presenta en las “comedias de amenaza” tiene una significación política tanto o más efectiva que la más enérgica de las denuncias.
Llegados a este punto vale la pena aclarar que, aunque detectamos aquellos elementos que hacen que las obras de Pinter tengan a significación política en determinados contextos, no por ello nos confundimos y consideramos toda su obra como política. Si bien, como indica Aragay, en las obras que van de principio de los ochenta hasta las obras de los noventa que conocemos hay una intención política definida, creemos que toda su obra excede con mucho esta categorización. Desde La habitación hasta Ashes to Ashes, pasando por piezas sencillamente extraordinarias como El amante, Viejos tiempos, o Traición, creo que Pinter nos habla del hombre en su proceso existencial fundamental de adaptación a la realidad, con todas las dificultades que eso implica, y por ello los temas de sus piezas son siempre universales: el matrimonio, la soledad, el envejecimiento, el misterio del universo, la muerte.

Héctor Levy-Daniel

(El texto entero, en sus tres partes, forma parte del libro "Estudios críticos sobre Harold Pinter", compilado por Jorge Dubatti y editado por Nueva Generación).


BIBLIOGRAFÍA


ARAGAY, M., 1994, El teatro político de Harold Pinter: de Precisely (1983) a Party Time (1991), en AAVV., TEATRO SIGLO XX, Universidad Complutense de Madrid, pp 74-81.

CONFESIONES DE ESCRITORES: TEATRO, 1966, Buenos Aires, El Ateneo.

DUBATTI, J., 19.., Harold Pinter. Del absurdo al realismo.

ESSLIN, M., 1966, El teatro del absurdo, Barcelona, Seix Barral.

FUENTES, C., 1994, El barroco y los espacios en blanco. Meditación sobre Harold Pinter y América, Página/12, Suplemento Primer Plano, 19 de junio, p. 8.

PINTER, H., 1970, Retorno al hogar, Barcelona, Aymá S.A.

---------------, 1971, Old Times, New York, Grove Press.

---------------, 1978, Betrayal, New York, Grove Press.


---------------, 1991, The Birthday Party, London, Faber and Faber.

---------------, , El cuidador. El amante. El montaplatos.

---------------, 1976, La habitación. Un ligero malestar. Noche de juerga. Los enanos. Solicitante. Paisaje. Silencio. Noche. Madrid, Edicusa.

---------------, 1991, The Hothouse, London, Faber and Faber.

---------------, 1994, Tres obras (Luz de luna. Tiempo de fiesta. La lengua de la montaña), México, UNAM.

---------------, 1996, Ashes to Ashes, New York, Grove Press.

---------------, 1991, Other Places, London, Faber and Faber.

RUSSELL TAYLOR, J., 1968, El teatro de la ira, Buenos Aires, Paidós.

WELLWARTH, G., 1974, Teatro de protesta y paradoja, Madrid, Alianza.

26 de diciembre de 2008

CUADERNO INFANCIA 30


Es de tarde, hay un acto en el colegio por alguna fecha patria. Mamá me prometió que va a venir, pero el acto comenzó y mamá todavía no está. No es lo mismo volver solo a casa que de la mano de ella y además me gusta que esté en el acto, siento su compañía aunque se mantenga a distancia. Tocan el himno y mamá todavía no ha llegado. Empieza en el escenario alguna representación que los chicos tienen preparada y entonces sucede. Llega por fin, su silueta se recorta a través de los rectángulos de vidrio esmerilado que conforman la puerta. Espero que la puerta se abra para verla aparecer pero aunque mamá empuja la puerta no se abre. Veo que recorre con sus manos el marco tratando de encontrar la forma de abrir pero no hay manera. Alguien la ha dejado cerrada y en este momento, nadie advierte, en todo el colegio, que detrás de la puerta hay una persona que intenta abrir. O quizás sí lo advierten y la castigan por haber llegado tarde. Yo sigo viendo los esfuerzos que hace la silueta de mamá, me contengo para no gritar que alguien le abra. Nadie la ve. A través de los rectángulos de vidrio esmerilado veo cómo la silueta se da por vencida, deja de empujar, baja los brazos, da media vuelta, se aleja, desaparece. Me quedo durante el resto del acto embargado por una angustiosa impotencia.

Harold Pinter. Dramaturgia de la amenaza 2.


En su obra siguiente, La fiesta de cumpleaños, tenemos nuevamente una obra vertebrada sobre la amenaza. La acción se desarrolla en una pensión de una ciudad costera cuyo inquilino es Stanley Weber, un hombre que parece haber sido pianista en otros tiempos, aunque ahora no hace absolutamente nada. Meg, la dueña de la pensión mantiene con él una relación maternal asfixiante de la que él inevitablemente saca algún provecho, aunque es ostensible cuánto ella lo irrita. Nos internamos en el núcleo de la acción con la llegada de dos hombres que se supone buscan un lugar donde hospedarse por algunos días. Uno de ellos es un irlandés de apellido McCann, callado y siniestro, y el otro es Goldberg, un judío verborrágico. Si bien no tenemos oportunidad de verificarlo, ambos parecen ser asesinos a sueldo o algo por el estilo. Aunque es evidente que han ido en busca de Stanley, no podemos descubrir por qué razón.
Como en La habitación tenemos al matrimonio de Meg y Petey en una situación absolutamente cotidiana: también en este caso la mujer le sirve el desayuno a su esposo. Petey lee el diario y menciona entre otras cosas que el día anterior dos hombres vinieron a verlo mientras trabajaba en la playa y le preguntaron si tenía habitaciones disponibles. Meg se preocupa porque no tiene una habitación lista. Luego despierta a Stanley y éste aparece en escena. Inevitablemente comenzamos a plantearnos los primeros interrogantes. Aún no sabemos que Stanley es solamente un inquilino y por lo tanto ignoramos qué tipo de relación une a Meg con Stanley, qué papel juega Stanley en esa casa, por qué Meg es con Stanley tan insoportablemente pegajosa y éste puede llegar a ser tan desagradable. En otras palabras, jamás podremos descubrir los motivos que han llevado a ambos a constituir una relación que está bien lejos de parecerse a lo que uno imagina es el vínculo entre una casera y su inquilino. Más bien podemos sospechar por parte de ella un cierto enamoramiento y una cierta incondicionalidad de los que evidentemente Stanley se ha acostumbrado a sacar el mayor provecho. Luego que Petey se ha ido - mientras sirve un desayuno que Stanley desprecia- Meg le cuenta que dos hombres van a hospedarse. Stanley se sobresalta y hace una predicción que será significativa: anuncia que los dos hombres vendrán en una camioneta con una carretilla. Afirma que están buscando a alguien y él sabe a quién. La predicción de Stanley nos sumerge de una vez en un abismo pleno de interrogantes: ¿por qué sabe Stanley que van a venir? ¿Por qué en una camioneta? ¿Qué significa la carretilla? ¿Es a él a quien están buscando? ¿Por qué? Y todos estos interrogantes sirven de base a la amenaza, la cual se instala a partir de ahora en el curso de la acción. Las preguntas se nos multiplican cuando los dos hombres ingresan en la casa, sin que nadie los advierta. McCann, que parece bastante nervioso, le pregunta a Goldberg cómo sabe que están en la casa que buscan. Goldberg se limita a tranquilizarlo. McCann le pregunta a Goldberg si ese trabajo será como los anteriores. Nos preguntamos que tipo de trabajo hacen. Aunque podemos intuirlo jamás tendremos una certeza de cuál es la verdadera actividad de ambos. Mantenerse en el terreno de lo inespecífico es otra de las estrategias dramatúrgicas de Pinter. De este modo nos obliga a imaginar diferentes alternativas pero no nos da los suficientes motivos para inclinarnos definitivamente por ninguna. Involuntariamente asociamos el trabajo cuya naturaleza desconocemos con la predicción de Stanley. La amenaza ahora comienza a adoptar contornos definidos. Por lo demás, lo que sí nos queda en claro es la jerarquía: McCann está respecto de Goldberg en una relación de subordinación. Goldberg se nos presenta como más refinado y sutil mientras que McCann se muestra más huraño y obtuso. Cuando aparece Meg esto se hace evidente: mientras McCann se mantiene callado en un segundo plano, Goldberg se muestra capaz de ser con la casera absolutamente encantador, lo cual seduce a Meg de una vez y para siempre. El contraste entre la fascinación que provoca y lo que él espectador intuye como su naturaleza real profundiza en gran medida el carácter siniestro de Goldberg. Cuando Meg les cuenta a ambos que ese mismo día es el cumpleaños de Stanley, Goldberg propone afablemente hacer una fiesta de cumpleaños. En la escena siguiente Stanley le pregunta a Meg quiénes son los dos hombres y cuando luego de un esfuerzo ella logra recordar que el nombre de uno de ellos es Goldberg, Stanley permanece callado. Meg interpreta su silencio como fastidio y le promete a su inquilino que todo seguirá como hasta entonces, que nadie lo molestará y que no debe estar triste porque ese día es el de su cumpleaños. Stanley lo niega, Meg insiste y le regala un tambor. Tenemos pues más preguntas: ¿conoce Stanley el nombre de Goldberg? Stanley no reacciona para informar al espectador. ¿Por qué hay dos versiones contradictorias sobre el día del cumpleaños? ¿Por qué Meg le regala un tambor para niños? La estrategia de Pinter funciona a pleno: muchos más interrogantes que información.
En el comienzo del segundo acto, McCann tiene un diálogo con Stanley en el que aquél se muestra bastante amenazador, aunque Stanley adopta una actitud desafiante. McCann le informa que está todo preparado para la fiesta pero Stanley se muestra poco dispuesto a participar. Stanley le dice que le parece conocerlo de antes, McCann niega que eso sea posible. Stanley le pregunta directamente por qué han elegido la casa y posteriormente niega que ese día sea el de su cumpleaños. Cuando Goldberg aparece en escena y se presenta ante Stanley, éste no pierde el tiempo y directamente les sugiere la conveniencia de que los dos se marchen pues la habitación que Meg les ha reservado está ocupada y ambos tendrán que abandonarla. Goldberg no se inmuta y no intenta convencer a Stanley de lo contrario. Se limita a felicitarlo por su cumpleaños y en hablar sobre los cumpleaños (Goldberg es capaz de hablar sobre cualquier cosa). Entra McCann con las botellas y entonces Stanley les advierte a los dos hombres que no dejará que saquen ventaja de Meg y de Petey, pues aunque los dos caseros han sido incapaces de distinguir quiénes son, él no ha perdido su olfato. Goldberg y McCann tratan de lograr que Stanley se siente, lo cual éste evita por todos los medios. Finalmente Goldberg y McCann lo reducen y lo someten a un extenso interrogatorio (en el que hacen las preguntas más absurdas) a través del cual Stanley se va derrumbando. Cuando Meg vuelve a aparecer en escena preparada para festejar el cumpleaños de Stanley, éste ya está vencido y toda la fiesta de cumpleaños es en realidad el festejo de la victoria de Goldberg y McCann sobre Stanley.
Por eso en el tercer y último acto no les cuesta nada sacar a Stanley de la casa. Tan sólo se limitan a informar a Petey del estado de Stanley, anuncian un colapso nervioso, por lo cual le anuncian la necesidad de llevarlo a otro lugar. Petey, que se ha dado cuenta de lo que sucede, intenta oponer una leve resistencia, pero no insiste porque advierte que la amenaza se cierne ahora también sobre él. Es por eso que admite que se vayan con Stanley. Aquí tenemos un pequeño fragmento que me parece revelador:

PETEY. ¡Déjenlo solo!

Se detienen. GOLDBERG lo observa.

GOLDBERG (insidiosamente). ¿Por qué no viene con nosotros, señor Boles?
MCCANN. Sí, ¿por qué no viene con nosotros?
GOLDBERG. Venga con nosotros a Monty. Hay mucho lugar en el auto.

Petey no se mueve. Ellos pasan junto a él y alcanzan la puerta. MCCANN abre la puerta y levanta las valijas.

PETEY (quebrado). Stan, no dejes que te digan lo que tienes que hacer!

¿Quiénes son entonces Goldberg y McCann? ¿De dónde conocen a Stanley? ¿Qué es lo que Stanley ha hecho? ¿Adónde lo llevan? Todas estas y otras innumerables preguntas permanecen sin respuesta. Podemos decir que hay aquí algo absolutamente ininteligible, incoherente, no lógico. Pero también podemos concebir la existencia de una lógica y una racionalidad a la que no tenemos prácticamente ningún acceso, que nos resulta absolutamente incognoscible pues carecemos de los datos que nos permitirían tomar contacto con ella.
Martin Esslin considera diversas interpretaciones sobre La fiesta de cumpleaños: como una alegoría de las presiones del conformismo, en la que Stanley representa el papel del artista forzado a la respetabilidad, pantalones a rayas, del mundo burgués. O bien como una alegoría de la muerte –el hombre arrebatado del hogar que se ha construido él mismo, del amoroso calor personificado por las atenciones, a un tiempo maternas y sexuales, de Meg, por los ángeles negros de la nada que le preguntan qué fue primero, el huevo o la gallina (1966, p. 219).
Desde mi punto de vista, aunque no niego la posibilidad de lecturas que –como la de Esslin- ubiquen a la obra en el campo de lo simbólico, creo que La fiesta de cumpleaños admite una lectura menos sofisticada y más efectiva que se vincula a la amenaza que acecha al ciudadano común en la sociedad contemporánea. En ese sentido creo que tiene una significación política directa y fundamental que nosotros, a quienes nos toca vivir en la Argentina, podemos captar más profundamente que los propios europeos o norteamericanos, que necesitan imaginar un significado ulterior. Por ejemplo, Russell Taylor afirma que “En La fiesta de cumpleaños los asesinos alquilados parecen todopoderosos e inescrutables. En tanto que Stanley es el amenazado, ellos son la amenaza personificada, seres invulnerables, podría suponerse, de otro mundo, emisarios de la muerte”.(1968, 284) Nuestra experiencia argentina nos habilita para afirmar que cuando dos personas se acercan a una tercera para secuestrarla o asesinarla no son ni seres de otro mundo ni emisarios de una muerte abstracta. Por el contrario, son la evidencia palmaria de un poder que con diferentes rostros y métodos se mantiene activo tanto bajo regímenes militares como bajo gobiernos democráticos. Las resonancias que esta obra despierta entre los habitantes de la Argentina, que tuvo que sufrir bajo la dictadura militar una represión sin precedentes y la desaparición de treinta mil personas, que tuvo que sobrellevar bajo la democracia los asesinatos de los periodistas Mario Bonino y José Luis Cabezas, el asesinato de los jóvenes Walter Bulacio y Sebastián Bordón a manos de la policía –entre muchísimos otros- la desaparición del joven Miguel Bru, el atentado contra la embajada de Israel y la AMIA, los incontables hechos de violencia perpetrados por la policía federal y las policías provinciales (en especial, la bonaerense)- hacen que estemos muy lejos de suponer que en la obra de Pinter quienes nos amenazan son seres de otro mundo. Por el contrario, para nosotros son seres humanos bien reales, con objetivos claros, que nos acechan al amparo de la impunidad que en nuestro país se ha convertido en regla. Desde hace ya muchos años la Argentina se ha transformado en un país regido por la amenaza. Y como en las obras de Pinter, los verdaderos motivos se nos diluyen, la lógica que da su base a los hechos nos resulta incognoscible.

Héctor Levy-Daniel

La imagen de hoy: "Circe", de Grosz

25 de diciembre de 2008

Harold Pinter. Dramaturgia de la amenaza 1.


Cuando consideramos la creación de Harold Pinter inevitablemente pensamos en una obra que en la gran mayoría de los casos nos atrae con una fuerza magnética. Ya en las primeras líneas adquirimos la certeza de que en modo alguno podremos sustraernos a la potencia de la acción que comienza a desarrollarse. Y a partir de esos instantes será muy poco probable que la vitalidad de esa acción se debilite o se diluya. Difícilmente se puede sentir que el interés decae en una obra de Pinter: con él la intensidad de la experiencia dramática está garantizada. Sin embargo, además de este atractivo, que nos mantiene siempre en estado de expectación, sus piezas ejercen sobre nosotros otro efecto no menos fundamental: toda su dramaturgia es eminentemente perturbadora. Cada una de sus obras nos moviliza, o nos aterra, o nos oprime o nos obliga a la reflexión sobre nuestra propia naturaleza. Nadie que tenga una mediana sensibilidad puede dejar de sentirse atravesado por la potencia conmocionante de las creaciones de Pinter. Su efectividad está directamente asociada con la simplicidad de sus procedimientos: no necesita demasiados elementos para cumplir con sus objetivos. Es el maestro de la economía de los recursos. Generalmente con pocos personajes bucea en situaciones tan simples como fundamentales hasta alcanzar el máximo de profundidad. Sin embargo, lo logra, incluso en sus obras más “realistas”, por medio de estrategias de articulación del texto dramático que lo distinguen claramente de la mayoría de los dramaturgos contemporáneos: los personajes se definen, se dan a conocer, muestran su cualidades fundamentales a través de lo que no dicen, a través de lo que evitan comunicar, a través de los mecanismos que ponen en funcionamiento, por los cuales “cada uno de los personajes está decidido a averiguar mucho más de lo que él mismo revela” (Russell Taylor, 1968, 290). Aunque su obra a esta altura es más bien vasta, el propósito de estas notas reside en considerar la producción temprana de Pinter, con el fin de detectar cuáles son las estrategias de que se ha valido este autor para componer las obras que constituyen a mi modo de ver un modelo de experimentalidad dramatúrgica. Estas mismas estrategias, detectadas y analizadas con precisión, bien pueden ser incorporadas a las poéticas de los dramaturgos que se preocupan de desafiar el modelo del realismo psicológico en busca de nuevos instrumentos expresivos. Tal es mi caso. Pero además, un objetivo paralelo, aunque no menos importante de este trabajo consiste en analizar la significación política que tienen las piezas consideradas en sí mismas y sobre todo en el contexto específicamente argentino. Las piezas a las que me referiré son: The Room (La habitación, 1957), The Birthday Party (La fiesta de cumpleaños, 1958) y The Dumb Waiter (El montaplatos, 1960). Estas tres obras, junto con A Slight Ache (Un ligero dolor, 1961), son conocidas como las “comedias de amenaza”. Efectivamente en estas tres piezas la amenaza llega a convertirse en un recurso dramatúrgico fundamental (también en Un ligero dolor, aunque a mi entender, en menor medida). Russell Taylor observa que todas las llamadas “comedias de amenaza” se desarrollan en ambientes estrechos, en realidad en una habitación, que representa, para los protagonistas, un refugio temporario respecto de los demás. La amenaza funciona en este marco. “La amenaza proviene de afuera, del intruso cuya llegada desquicia el mundo cómodo y cálido, limitado por cuatro paredes, y toda intrusión puede ser amenazadora porque el elemento de incertidumbre e impredictibilidad que el intruso trae consigo es en sí mismo amenazador”. (1968, 282) Y la presencia del peligro se hace cada vez más efectiva cuanto menos concreta y específica es su figura: Pinter evita sistemáticamente la representación de violencia física abierta o directa, es decir, prescinde de particularizar la presencia de la amenaza. De esta manera logra que la casi totalidad de los espectadores de sus piezas se sientan aludidos con el peligro que se sugiere, pues cuanto más concreto y particularizado es el peligro menos probable es que rija en nuestro propio caso, y menos posible será que proyectemos nuestros propios temores. Es decir, cuanto más particularizada está la amenaza, menores son las chances de que nos identifiquemos con la situación. Para Russell Taylor, “la ambigüedad no sólo crea un ambiente enervante de duda e incertidumbre, sino que también ayuda a generalizar y universalizar los temores y tensiones a que están sometidos los personajes de Pinter. Cuantas más dudas existen acerca de la naturaleza exacta de la amenaza, de la provocación precisa que la engendró, menos posibilidades hay de que ninguno de los integrantes del público sienta que, sea como fuere, no podría sucederle a él” (1968, 284).
La amenaza es la columna vertebral de la primera obra de Pinter, La habitación. Sin embargo, cuando la obra comienza tenemos la típica situación cotidiana de una mujer, Rose, que le prepara el desayuno a su esposo antes de que éste salga a trabajar. La mujer dice un largo monólogo y no es interrumpida por su marido, de nombre Bert, ni tan sólo una vez: el marido no pronunciará palabra, ni siquiera en el momento de marcharse. Cuando el marido se dispone a salir llega el señor Kidd, quien parece ser el encargado en la casa de la que Bert y Rose ocupan solamente una habitación. El visitante mantiene diálogos con Rose de una manera que vale la pena destacar. El señor Kidd muchas veces no responde las preguntas de ella, ni directa ni indirectamente. Ante una interrogación cualquiera de la mujer sólo se limita a asociar lo que ella menciona con algo que posiblemente tiene en ese momento en su mente (aunque no tenemos la certeza de que sea exactamente así). La respuesta del señor Kidd será entonces absolutamente imprevisible. Y acá arribamos a una de las cualidades específicas de los diálogos pinterianos que caracterizan toda su obra: la imprevisibilidad. Jamás podrá predecirse qué es lo que el personaje va a replicar ante la afirmación o la interrogación de otro personaje. Por ejemplo:

Rose.- Entonces, ¿cuándo murió ella, su hermana?
Sr. Kidd.- Sí, en verdad, fue después de su muerte cuando debí dejar de contar. (...) Yo era su hermano mayor. Sí, era su hermano mayor. Tenía un “boudoir” precioso. Un maravilloso “boudoir”.
Rose.- ¿De qué murió?
Sr. Kidd.- ¿Quién?
Rose.- Su hermana. (Pausa).
Sr. Kidd.- Me arreglaba con lo que tenía.

El señor Kidd le ha estado hablando a Rose de su hermana y de su madre. Sin embargo, apenas el señor Kidd se va, Rose le dice a Bert: “No creo que tuviera una hermana, ni hablar.” Este es un ejemplo de la técnica utilizada por Pinter, que consiste, según Russell Taylor, en “arrojar dudas sobre todas las cosas, mediante el recurso de unir a cada información en apariencia clara e inequívoca una afirmación igualmente clara en sentido contrario.” (1968, 281). A través de este recurso logra Pinter diálogos que evidentemente pueden llegar a ser disparatados y cómicos. Sin embargo, esta misma articulación de los diálogos conforma la base necesaria para generar un clima de misterio e incertidumbre. De esta manera Pinter logra que sus diálogos sean atravesados por las tensiones internas de las que habla Russell Taylor: “lo cómico contra lo horrible, lo ligero o conocido contra lo oscuro o desconocido” (1968, 306). Rose abriga a su marido y lo prepara para la jornada de trabajo. Bert sale y Rose queda absolutamente sola. Ya están dadas las condiciones para la irrupción de la amenaza, que irá tomando cuerpo progresivamente a través del desarrollo de la pieza. Desde ese momento, observa Esslin, es la puerta la que se convierte en una amenaza, la puerta se nos presenta como “una abertura hacia lo desconocido, la casa con un incierto número de pisos, la noche y el invierno en el exterior”(1966, 215). Y cuando Rose abre esta puerta (supuestamente para sacar la basura) se encuentra con que hay allí dos personas de pie, el señor y la señora Sands. Rose se sobresalta y grita. La señora Sands le pide disculpas afirmando que no fue su intención asustarla. Ambos afirman que sólo estaban subiendo las escaleras, en busca del casero. Inexplicablemente Rose los hace entrar. Si este momento de la obra se examina rigurosamente no se entiende el motivo que tiene Rose para introducir en su casa a dos desconocidos. Aunque Pinter, como veremos, trabajará siempre en estas obras tempranas con la incognoscibilidad de las motivaciones que mueven a los personajes a conducirse de una u otra manera, cuando se analiza en detalle el ingreso del señor y la señora Sands nos queda la sensación de que es el propio autor quien los hace entrar –y no Rose- para facilitar el desarrollo de la obra. La ausencia de motivos, que en las obras posteriores se presenta como absolutamente justificada, parece en este caso un recurso arbitrario. Nos queda la sensación no de que no podemos conocer los motivos de Rose sino de que el propio Pinter nos impide conocerlos.
Ahora bien, la acción prosigue, el señor y la señora Sands ya se encuentran instalados en la habitación de Rose, protegidos del frío exterior. Cuentan que hace treinta y cinco minutos que están dentro de la casa, buscando al casero. Este es un dato que mencionan con toda naturalidad pero que no deja de parecer inquietante, pues si se piensa bien treinta y cinco minutos dentro de una casa en busca de su casero es una enormidad. Y luego, en abierta contradicción con la información anterior, afirman que fue cuando se disponían a bajar que Rose abrió la puerta y los encontró. Aquí tenemos otro ejemplo de una información en apariencia clara e inequívoca seguida poco después de una afirmación igualmente clara en sentido contrario. Rose les recuerda que el señor Sands había dicho que estaban subiendo pero el señor Sands insiste en que estaban bajando, pues se dirigían de arriba hacia abajo. Inmediatamente relatan que han estado en el sótano y que han encontrado un hombre que les informó sobre una habitación libre: la número 7, que es precisamente la habitación que ocupan Rose y su marido. La amenaza, que desde el momento en que Rose queda sola se insinúa solamente como una atmósfera, adquiere ahora contornos precisos: Rose les indica que la habitación número 7 es la que ella ocupa con su esposo, e insiste sobre esto. En lugar de responder a la afirmación de Rose, el matrimonio Sands opta por marcharse. De esta manera la amenaza se refuerza: la falta de respuesta del matrimonio Sands genera suspenso - no le dan la posibilidad a Rose de seguir investigando- y la salida del matrimonio Sands la deja a Rose sola y desprotegida con su propia incertidumbre. Rose siente amenazado el lugar cálido en el que habita cotidianamente junto a su marido. Y el espectador comparte plenamente ese sentimiento. Pero cuando el señor Kidd aparece por segunda vez, la amenaza se hace presente de manera mucho más decisiva: cuenta que hay un hombre que hace dos días que quiere verla y que solamente estaba esperando que su esposo se fuera. Hay un contraste evidente entre la forma de hablar del señor Kidd en esta segunda entrada y la primera. Ahora el señor Kidd ya no se distrae con sus propias asociaciones. Va directamente al punto que quiere tratar, es directo con sus preguntas y con sus respuestas. Y acá también detectamos una estrategia del autor: ahora ya no hay lugar para el malentendido que además de generar incertidumbre nos ubica en el campo del humor. Ya ha pasado el momento de lo cómico y ahora nos toca sumergirnos en el tiempo del espanto. El modo de hablar del señor Kidd en la primera y en la segunda entradas están en sintonía directa con estos respectivos momentos. Rose niega conocer al hombre que supuestamente espera hablar con ella y se niega a recibirlo. El señor Kidd le advierte que si no lo recibe en ese mismo momento seguramente subirá cuando su marido esté con ella. Rose, aterrada, le indica al señor Kidd que vaya a buscarlo inmediatamente. Tras unos segundos entra un negro ciego, que dice traer un mensaje del padre de Rose. El negro la llama con el nombre de Sal y le pide que vuelva a casa. Rose le pide que no la llame Sal. El negro insiste en que vuelva a casa. Rose le dice que no puede. Bert vuelve en ese momento, habla distraídamente de su viaje (por primera vez pronuncia palabra) y cuando ve al negro lo golpea hasta derribarlo. Cuando el negro cae sigue pegándole hasta que yace inmóvil. Rose queda ciega en el momento en que cae el telón.
Aunque muchos críticos han descalificado esta pieza pues consideran que se desintegra con este desenlace dominado por el simbolismo, creo, a pesar de todo, sin importar el valor de este final, que el cuerpo entero de la pieza muestra la potencia típica de la obra de Pinter y (aunque de alguna manera es mirada por esos mismos críticos como una característica “primera obra” con todos sus defectos) constituye un modelo de construcción en la que se pretende movilizar la emoción del espectador. La habitación se estructura como una espiral ascendente a través de la cual la presencia de la amenaza se hace cada vez más real. Como en el resto de sus obras, Pinter construye su pieza de tal modo que el espectador tiene muchos más interrogantes ante sí que información. Y de todos esos interrogantes sólo serán resueltos aquellos que sean necesarios para hacer avanzar la acción. Todos los demás permanecerán en el terreno de las hipótesis. ¿Quién es Rose? ¿Quién fue antes de casarse con Bert? ¿En qué momento se separó de su padre? ¿Por qué? ¿Quién es el negro ciego? ¿Por qué Rose antes tenía otro nombre? ¿Por qué su padre todavía la espera? Tales son solamente algunos de los interrogantes entre los incontables que pueden formularse. Y aquí detectamos otra estrategia dramatúrgica: el bombardeo de interrogantes como técnica de escritura. Como criterio de construcción de una obra teatral es un recurso que necesariamente deberíamos tener en cuenta los dramaturgos al momento de escribir nuestras piezas. Pinter se preocupa mucho de la solidez de la estructura y coherencia de sus obras: “No puedo escribir nada que me parezca flojo y no acabado. Me agrada un sentimiento de orden en lo que escribo”. (citado por Russell Taylor, 1968, 306).
Sin embargo sus piezas significan un desafío a la obra de base aristotélica, asentada sobre los conceptos de exposición-nudo-desenlace. En las piezas que estamos considerando poco sabemos sobre los antagonismos anteriores que dan origen al conflicto que trata la obra. Tampoco contamos con las resoluciones y revelaciones en el último acto, pues en última instancia no alcanzamos a saber si algo verdaderamente se resuelve y desconocemos las verdaderas motivaciones. En este sentido, Pinter constituye un modelo a ser analizado minuciosamente, pues muchas de las estrategias usadas por él representan instrumentos más que aptos para lograr una dramaturgia eficaz. Pinter es el maestro del manejo de la información, o mejor dicho, del manejo del enigma y la incertidumbre. No hay obra en la que el espectador no se encuentre ante la obligación de cuestionarse todo el tiempo sobre aquello que está presenciando. Pero al mismo tiempo siempre conserva el interés, nunca se siente abrumado por todos estos interrogantes. Por el contrario, de algún modo persiste en la esperanza de que por lo menos algunas de esas cuestiones van a ser resueltas y él podrá enterarse por fin qué era aquello que se le ocultaba.
Sin embargo, este manejo de la información no tiene que ver solamente con la técnica dramatúrgica. También tiene relación con la manera en que el autor percibe la realidad. Esslin sostiene que Pinter se concibe a sí mismo como un realista mucho más intransigente que cualquiera de sus contemporáneos del realismo social, pues estos nos dan un cuadro del mundo con problemas y soluciones que probablemente no se verifiquen nunca. Pinter impugna la hipersimplificación que suprime factores esenciales de la realidad para expurgarla, estilizarla, y de ese modo, presentar soluciones claras que produzcan la impresión de que todo tiene un sentido cognoscible. Y así la obra típicamente “realista” inevitablemente deja de serlo pues termina por enfocar su atención hacia lo no esencial. Interpretando el pensamiento pinteriano, Esslin sostiene que en la vida real constantemente tenemos trato con personas de las que ignoramos absolutamente su vida anterior, sus relaciones familiares, o sus motivaciones psicológicas. Y en el rechazo de Pinter del conocimiento de las motivaciones hay un deseo de mayor realismo, en el sentido en que él lo entiende: ser realista es asumir la imposibilidad de conocer jamás la motivación real tras las complejas acciones humanas, cuya naturaleza es siempre contradictoria e inverificable. Ser realista significa entonces (contrariamente a lo que generalmente conocemos por “realismo”) asumir la complejidad e incognoscibilidad de muchos de los aspectos del universo con los cuales estamos tratando. En la vida real cualquier situación generalmente está más allá de nuestra posibilidad de captarla. Y si uno está verdaderamente decidido a ser realista, lo mismo tiene que suceder en el teatro. Dice Pinter: “Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa, puede ser ambas cosas a la vez. La suposición de que comprobar lo que ha ocurrido o está ocurriendo es sencillo, la considero imprecisa. Un personaje que en escena no pueda presentar argumento o información alguna convincente sobre su pasado y cuyo comportamiento presente tampoco da un análisis comprensible de sus motivos, es tan legítimo y tan digno de atención, como uno que de modo alarmante pudiese hacerlo. Cuanto más aguda es la experiencia, tanto menos articulada es su expresión”. (citado por Esslin, 1968, 221). Y su manejo en los diálogos de repeticiones, incoherencias, errores lógicos y fallas de sintaxis está en relación directa con este objetivo de reproducir la relación que se establece entre la realidad y un lenguaje que tiene grandes dificultades para expresarla.

Héctor Levy-Daniel

19 de diciembre de 2008

La imagen de hoy: "Ensimismamiento", de Klee.

Alejo Carpentier: El adjetivo y sus arrugas



Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.
El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.
Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.
Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.

12 de diciembre de 2008

La imagen de hoy: "El sol de París", de Chagall.

Un monólogo de Iván, de Héctor Levy-Daniel.

IVÁN: Apenas habíamos entrado en la casa abandonada nos encontramos con un chico de unos dos o tres años más que nosotros, que por esa época andábamos por los once o doce. Rafael me lleva un año, nací justo un año después de él. El chico no nos vio cuando entramos y Rafael me tironeó del brazo y me obligó a que me escondiera atrás de un tanque de cemento que habían dejado en el patio y que nosotros conocíamos de memoria, porque no era la primera vez que entrábamos en esa casa. No me había terminado de arrodillar que él ya estaba parado a pocos metros de la sala donde el chico preparaba algo que yo no terminaba de entender. Tenía la respiración bastante agitada y Rafael trataba de contenerme haciéndome señas con la mano para que me callara. Atrás del chico se veían como unos bultos alargados que colgaban y se bamboleaban contra la luz del sol que entraba por la ventana. De pronto pude ver que el chico hacía ciertos movimientos con las manos y simultáneamente oí como un llanto de bebé estirado, escalofriante. Dejé escapar un suspiro que más bien fue un grito porque había podido darme cuenta de que el chico estaba ahorcando a un gato y por lo tanto los otros dos bultos eran dos gatos colgados que se meneaban como hamacas. El chico oyó mi grito e inmediatamente salió al patio para escaparse. Pero no pudo dejar de verme mientras cruzaba el patio y se acercaba al tanque. Era medio rubión, muy robusto, mucho más grande que yo y en los ojos verdes tenía un brillo asesino. Cuando se plantó enfrente de mí tuve la seguridad de que me iba a matar. Jamás hasta entonces había sentido tanto miedo y creo que jamás volví a sentirlo. Se abalanzó sobre mí, me tomó del pecho de la camisa y me levantó como si yo fuera una especie de almohada. Me preguntaba qué hacía ahí y me amenazaba con matarme si yo llegaba a contar algo de lo que había visto. Yo gritaba que no había visto nada, que no sabía nada y él me contestaba que yo estaba mintiendo. Yo le pedía por favor que me soltara, que me dejara ir. El chico se enfurecía cada vez más a medida que yo hablaba y como yo no podía parar, comenzó a golpearme. En pocos segundos yo tuve la cara y la camisa ensangrentadas. Yo escupía sangre mientras gritaba y también me salía a chorros de la nariz. Tan aterrorizado estaba que me había olvidado por completo de que Rafael había entrado en la casa conmigo. Me acordé cuando escuché que el chico exhalaba una especie de quejido, caía al suelo y dejaba ver el gesto de mi hermano. Rafael tenía un fierro en la mano y lo descargaba sin piedad sobre la espalda del chico. Tenía bien en claro que después de lo que acababa de hacer el chico no iba a dudar en matarnos a él y a mí, por lo cual lo mejor era darle una paliza de la cual no se pudiera reponer. Mientras el chico tuvo fuerzas para quejarse Rafael le descargó sobre el tórax por lo menos unos veinte golpes. Dejó de pegarle cuando vio que el chico ya no podía contestar. Yo calculo que le habrá roto las costillas en varios pedazos. Rafael casi acababa de cometer un asesinato para defenderme. Yo quería salir corriendo pero él me lo impidió. Sin preocuparse en lo más mínimo por el chico que estaba tirado al lado del tanque quiso entrar en la sala para ver los gatos ahorcados. Los tres gatos nos miraban con ojos muy abiertos y la lengua afuera. Los tres tenían las extremidades crispadas en un gesto demasiado humano, como si estuvieran rogando. La sangre que no dejaba de fluirme y el aspecto terrible de esos pobres animales me produjeron unas arcadas tan potentes que sin darme cuenta caí de rodillas en el suelo. Vomité con toda la energía de que era capaz, una masa verdosa amarronada surcada por islotes alargados de color rojo. Inmediatamente mi hermano me obligó a levantarme y sosteniéndome del brazo me ayudó a cruzar el patio con paso rápido.
A veces, cuando las pesadillas invaden mi noche, puedo ver el gesto asombrado y burlón de los tres gatos.

Monólogo de Iván: parte de este monólogo forma parte de la obra "Poker", de Héctor Levy-Daniel, obra ganadora del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes 2006, del Segundo Premio Municipal de Dramaturgia (bienio 2006-2007) y de una Mención en el Concurso Internacional Casa de Teatro 2007, de República Dominicana .

8 de diciembre de 2008

La imagen de hoy: "Impotencia y Seducción", de Balthus

CUADERNO INFANCIA 29


El hombre que me ha preparado para mi Bar Mitzvah, que me ha enseñado las oraciones que tuve que decir en el templo, que me ha pedido que las memorice para evitar problemas (aun cuando yo podía leerlas), que me ha regañado después de la ceremonia porque mi lectura fue bastante pobre y no obedecí su orden de memorizar las palabras en hebreo, ese hombre, por un descuido, porque nadie se acordó de él luego de mi Bar Mitzvah, no ha recibido el pago por su trabajo. La única que advierte la falta es la Abuelita Zequíe, la madre de mi mamá, que no se sabe por qué está al tanto de lo que pasa y le pide a mamá la plata para ir hasta donde vive, en la calle Canalejas entre Emilio Lamarca y Concordia, y saldar la deuda de una buena vez. A Abuelita no le da vergüenza ir hasta ahí, encontrarse con este hombre religioso, de pelo abundante, canoso y corto, de cejas pobladas, tez mate y anteojos gruesos y darle la plata, aunque haya pasado mucho tiempo. Entonces Abuelita, siempre preocupada por el equilibrio y por la justicia, llega hasta su casa, le explica que hubo un atraso, un olvido, le da el dinero y restablece el orden interrumpido. Tiempo después (quizás uno o dos años después) durante una de las fiestas, tal vez Rosh Hashaná, mientras camino por Emilio Lamarca hacia Avellaneda, me encuentro con el hombre, que me recrimina que no esté vestido de traje para la fiesta, que no vaya al templo, que no siga lo que la tradición religiosa ordena. Como si yo hubiese traicionado el mandato para el cual me preparó. Yo me avergüenzo, pero no demasiado. Lo único que quiero es que deje de hablarme y así seguir mi camino, tranquilo.

27 de noviembre de 2008

La imagen de hoy: "El amor de una romana por su padre", de Rubens

CUADERNO INFANCIA 28


Después de cuatro años en el Maimónides, colegio privado, después de haber desarrollado una conciencia judía que me va a acompañar durante el resto de mi vida, estoy en séptimo grado en el Alfredo Colmo, colegio estatal. Es la tarde de un día feriado, luminoso, algo en el aire transparente ya comienza a anunciar el verano. Voy con mis compañeros caminando por las calles del barrio, exactamente estamos en Emilio Lamarca llegando a Avellaneda. Transcurre el año 1973, ya ha empezado la guerra de Iom Kippur. Va con nosotros Torino, un chico que se me presenta como un peligro desde que entré a primer grado en el mismo colegio. En ese momento, Torino estaba en segundo y ahora, cuando ya estoy en séptimo, él todavía está en sexto. Es decir, durante esos años ha repetido dos veces. Torino es agresivo, tiene malos modos y un gesto despectivo que nunca se le borra de la boca. Tiene dos mejillas regordetas, ojos algo achinados y un mechón de pelo negro que permanentemente le cae sobre la ceja derecha. Cuando estamos ya en la esquina, de pronto se pone a saltar y a cantar: “Yo tengo fe que Arabia va a ganar, yo tengo fe que Arabia va a ganar, yo tengo fe que Arabia va a ganar, que va a romper el culo a los judíos militar”. Como va a ocurrirme tantas veces en mi vida, no sé qué hacer. No dejo de darme cuenta de que en realidad ese canto está dedicado a mí. Pero de todas maneras no sé si decirle que se calle la boca, si romperle la cara, o discutirle. Lo que se me viene a la cabeza es que Israel está en guerra con los árabes (con Arabia, según Torino) y que cada uno puede desear que gane quien se le dé la gana. No tiene sentido que yo intente reproducir el conflicto de Medio Oriente en una esquina de Floresta. Y no puedo obligarlo a callar porque me pondría en ridículo. Este último argumento termina de convencerme de que tengo que aguantar el cantito. Sin embargo, se acumula en mí una cantidad de odio tal contra Torino que no puedo recordar esta anécdota sin una sensación de profundo fastidio.

18 de noviembre de 2008

Acerca de Estados Unidos como guardián de los valores de la democracia

La última frase de la reseña intempestiva sobre El cardenal, de Preminger dice:
"se supone que Estados Unidos es el guardián de los valores de la democracia y la libertad". Hay que analizar en detalle esta supuesta condición de guardián de Estados Unidos, presunción que ante todo sirve de coartada.
El nazismo le ha sido funcional a Estados Unidos en varios sentidos:
1) Le ha permitido aparecer, en tanto gran ganador de la Segunda Guerra Mundial, como el país salvador del mundo: cuanto más terribles son los horrores cometidos por el nazismo, tanto más valor tiene su victoria, de la que las todas las poblaciones del mundo son tributarias.
2) En tanto la Alemania nazi es una sociedad totalitaria, donde la democracia no tiene cabida, Estados Unidos, como nación victoriosa, es el país donde los valores democráticos hallan su lugar natural (para confirmar esto están la serie ininterrumpida de gobiernos que se han sucedido de 1776 en adelante). Cuanto más en evidencia quedan los valores totalitarios del nazismo, tanto más deseables son los valores que Estados Unidos estima, protege y defiende. Estados Unidos es el garante de la democracia en el mundo, como lo demuestran su propia historia y sus victorias en la primera y las segunda guerras mundiales.
3) En tanto garante de la democracia, Estados Unidos se permite pensarse a sí mismo como el país al cual se le debe la instauración de la democracia en otros países que presuntamente no son naturalmente democráticos. Por lo cual no debe escandalizar ninguna de las invasiones o conspiraciones que realiza para que los demás países adopten la democracia como sistema legítimo. En este sentido, la democracia se presenta como la gran coartada de los norteamericanos a lo largo del siglo XX y también en estos primeros años del siglo XXI. Y si la democracia es la gran coartada, las películas que denuncian al nazismo han sido y son espectacularmente funcionales a dicha coartada, ya que le permite presentar un planteo maniqueo en el que si el nazismo es el mal, la democracia estadounidense con todos sus valores, constituyen el bien absoluto al cual debe tender toda la política de los demás países, aún cuando para alcanzar esos valores deban someterse a su órbita. En este sentido, las películas contra el nazismo se presentaron como una gran estrategia contra el comunismo: si los valores democráticos constituyen el bien absoluto, cualquier sistema que no comparta esos valores no es sino una manifestación del mal: ya no necesariamente el nazismo, sino también el comunismo, el islamismo, y cualquier otro sistema de ideas que implique una resistencia a sus mandatos.
4) Esta ideología de la democracia no es sino una abstracción que no tiene en cuenta los graves conflictos que Estados Unidos ha debido minimizar, banalizar, omitir para constituirse: el problema racial que se deriva de una herencia esclavista; la cuestión religiosa, en tanto la religión constituye una parte importante de la vida de los norteamericanos en muchísimos de los estados; la cuestiòn de la moral sexual, entre otros.
5) La ideología de los valores democráticos como bien absoluto tienen como uno de los principales canales al cine de Hollywood. Hay que generar un instrumento que sea capaz de detectar esa ideología, para comenzar un proceso de desactivación.

Cine. Reseña intempestiva. El cardenal, de Otto Preminger


La película se inicia con la escena de promoción como cardenal del protagonista (Tom Tryon), que con rostro pensativo nos anuncia que va a recordar los momentos principales de su historia con lo cual nos queda claro desde el inicio que toda la película, salvo dos o tres tomas va a tener la estructura de un flash back. Y este flash back estará cronológicamente ordenado, con algunas lagunas temporales entre fecha y fecha, pero sin saltos hacia delante o hacia atrás, que traicionen la estructura cronológica.
La película es bien larga, dura tres horas y está dividida en dos partes bien diferenciadas.
En la primera, en el principio nos cuenta del encuentro de Stephen con el cardenal italiano amigo, que lo ha formado como sacerdote y que se le presenta como sostén en su futura carrera hacia el cardenalato. Este encuentro tiene lugar inmediatamente antes de la partida del protagonista hacia Boston, su ciudad natal, en Estados Unidos, donde encuentra a su familia, atravesada por un conflicto grave, ya que su hermana menor mantiene un noviazgo con un judío y hasta piensa casarse con él. La intransigencia del sacerdote respecto de la relación (exige que el novio se convierta al catolicismo, cosa que luego de algunos vaivenes aquél decide no aceptar) llevan a la hermana menor a fugarse de la casa y convertirse en una bailarina de cabarets y teatros. Y aquí está la primera debilidad del film: el rechazo de la religión impuesta por su hermano religioso la lleva a hundirse en una corrupción de la que ya no podrá salir. Simultáneamente Stephen lidiará con sus propios problemas: un cardenal norteamericano (interpretado por John Huston en una composición impresionante) lo acusa de tener una vanidad y ambición desmedidas y lo envía a un pequeño pueblo (de Canadá?) para que aprenda humildad junto a un cura de apellido Halley. Este cura está enfermo de muerte y el protagonista se mantiene a su lado incondicionalmente y hasta vende sus propias pertenencias para ayudarlo, entre ellas el anillo que el cardenal italiano le regaló en Roma. Este anillo llega a manos de Huston, quien luego de acusarlo, se entera de la situación desesperada del cura Halley. Huston viaja al pequeño pueblo de Canadá, le da la extremaunción a Halley y convierte al protagonista en su secretario. Simultáneamente, nos enteramos de que la hermana de Stephen está embarazada, a punto de parir y el nacimiento del niño significará para ella un riesgo de muerte, por lo cual, Stephen está ante dos alternativas: o da la autorización para un aborto que salvará a su hermana, o decide salvar al niño, aun a riesgo de una muerte segura de aquella. El cura, ya convertido en monseñor, opta por la vida del niño, con la consiguiente muerte de la madre (cosa que no se confirma sino por una serie de datos sutiles, logro de Preminger).
Hasta aquí vemos la película dividida en dos planos que no terminan de ensamblarse, de constituir una unidad. Por un lado, el plano personal: la hermana perdida, su fuga, su transformación, su muerte, que adquiere inevitablemente un carácter moral: su desvío de la buena senda es castigado con su propia muerte. Por otro lado, su carrera política, dentro de la Iglesia, que se interrumpe de pronto cuando, ante la posibilidad de ser obispo en Roma, impulsado por el cardenal que interpreta Huston, decide tomarse un par de años para pensar si quiere seguir siendo sacerdote, ya que lo acontecido con su hermana, de lo cual él se considera único responsable, le ha provocado una crisis de conciencia.
Durante este impasse, como profesor de inglés en Viena, se enamora de una alumna, protagonizada por Romy Schneider, que en realidad le sirve como catalizador para una toma de conciencia acerca de su propia vocación: ante la alternativa de casarse con Schneider o continuar su carrera en la Iglesia, decide optar por esta última. Esto se expresa a través de una cita que no llega a tener lugar: Stephen espera a Schneider en un bar, vestido de cura. Ella lo ve a través de la ventana, se produce un intercambio de miradas y Schneider, sin siquiera atravesar la puerta para despedirse de él, da media vuelta y se va.
A partir de este momento, la película se dedica exclusivamente a la carrera política de Stephen: vuelve de Roma a Georgia, Estados Unidos, para ayudar a un cura negro al que el Ku Klux Klan le ha quemado la iglesia. De esta manera se presenta como un cura muy progresista en el contexto de una Iglesia dominada por Pío XII. El mismo Stephen sufre los embates del Ku Klux Klan y la publicidad que logra por este hecho termina por catapultarlo hasta el obispado. Ya obispo, es enviado por el Vaticano a Viena para presionar a un cardenal que no ha disimulado su gran simpatía por Hitler, en el momento del Anschluss.
Toda esta última parte deriva hacia una zona imprevisible y por demás inverosímil: vuelve a encontrar a Schneider, convertida en la mujer de un banquero antinazi, que decide suicidarse en el mismo momento en que los tres tienen un almuerzo en la casa: la llegada de la Gestapo, es determinante para esta decisión, que transforma a su viuda, de simpatizante del nazismo en una resistente cabal.
Por otro lado, la presión sobre el cardenal pro nazi, no tiene demasiado éxito ya que el cardenal intenta extorsionarlo con una foto de Stephen y Schneider, sacada en el cementerio, en el momento del entierro del banquero. Los hechos se precipitan: a pesar de que Stephen le ha ofrecido su protección a Schneider, esta decide entregarse como una manera de expiar su culpa por haber apoyado al nazismo (en esta película los errores se pagan caro); el cura pro nazi acude a una reunión con Hitler que le grita sin piedad (esto no se ve, sólo se oyen los gritos de Hitler, como si fuera esto lo que caracteriza al jefe nazi: su capacidad para gritar) y sale de dicha reunión transformado en un cura antinazi que lidera un movimiento de resistencia católico que culminará con el ataque de las hordas nazis sobre el edificio en el que se concentra la jerarquía eclesiástica. No hay contradicciones, se pasa de un estado al otro, sin solución de continuidad. Y, por supuesto, el movimiento católico aparece como progresista, como cualquier otro .
Sobre el final, Stephen, que ya ha recordado todo lo necesario para que el film tenga su desarrollo, que ya se ha convertido en cardenal, da un discurso antinazi, en el que reivindica los valores de la democracia y la libertad, valores de los cuales se supone que Estados Unidos es el guardián incondicional.

17 de noviembre de 2008

CUADERNO INFANCIA 27


En una de las estaciones del Ferrocarril Sarmiento, posiblemente Ramos Mejía, donde mi papá tiene su negocio, me han comprado un patito. En algún lugar de paso de la gente, quizá cerca de alguna escalera, un hombre ha improvisado un puesto que consiste en un enorme cuadrado de papel sobre el cual tiene ubicadas varias cajas en las que están amontonados una cantidad de patitos, amarillos, recién nacidos. Mi mamá, supongo, o quizá papá, me compran uno y yo soy uno de los chicos más felices del mundo. Tanto, que no quiero despegarme de él ni un instante. Cuando mi amigo Adrián me invita a la casa a jugar, llevo a mi patito conmigo. En el baño de Adrián hay una pequeña bañadera de plástico en la que seguramente lo bañaban cuando era muy chico. No sé si es a él a quien se le ocurre llenar esa bañadera para ver nadar a mi patito. O quizás es una idea mía. Colocamos la bañadera en el piso, debajo de un grifo abierto para que comience a llenarse. Y es tanta la ansiedad por verlo en acción que apenas hay un centímetro de agua ponemos al patito en la pequeña bañadera, que comienza a llenarse tan rápida como inexorablemente. Nos distraemos por algunos segundos en otras cosas y no advertimos que el nivel de agua ya llega a la mitad. Y entonces, lo peor: el patito, que todavía no ha aprendido a nadar, flota muerto. Mientras nosotros nos distrajimos con otra cosa, mientras dejé de mirarlo por un instante, el patito aprovechó para ahogarse y dejarme la idea de la muerte grabada en el alma. Salgo de lo de Adrián con el patito muerto y empapado en una de mis manos, llorando desesperadamente, contando que “se me murió el patito”, frase que mi familia va a repetir durante décadas.

La imagen de hoy: "El origen del mundo", de Courbet.

2 de noviembre de 2008

Monólogo del personaje de la madre. Material de investigación para una pieza teatral


La mujer: fotos de mis hijos, mis cuatro hijos. Todos son fuertes y eso se les nota en la mirada, en las fotos. Todos tienen la misma manera de mirar. Yo estoy orgullosa de ellos, o al menos lo estuve. Miren esta foto, de Dante. Aquí tiene quince años. Todavía no se adivina en él esa pasión por el peligro que lo iba a llevar de un lado para otro, a través de todo el mundo. Mírenle la cara, los ojos bien claros, como los pude ver la primera vez, recién salido de la panza. Me acuerdo que apenas me lo pusieron en los brazos, alcancé a verle los ojos y dije “uy, tiene ojos claros, a quién sale con ojos claros” y alguien me dijo, “no, todavía no se puede saber” pero yo no le hice caso porque sabía que Dante (habíamos hablado con Alberto que si era varón se iba a llamar Dante) iba a tener ojos celestes, tan segura como que lo estaba viendo. Y bueno, en esta foto tiene estos mismos ojos. Y las cejas bien pobladas, y todavía tiene algunas pecas, con el tiempo se le fueron borrando. Y esa nariz perfecta, recta, ni grande ni chica, que le dan un aire como serio, a pesar de que por los ojos parece que siempre se está riendo. Lo que pasa es que creo que no es solamente por los ojos, Dante tenía un gesto en la boca que lo hacía parecer siempre contento, siempre a punto de reírse. Vean, los labios gruesos, aquí también tiene ese gesto, no se ríe de verdad pero parece que en cualquier momento se va a reír, o peor, parece que se está burlando de alguien. Esta cámara que le cuelga se la regaló Alberto. Dante había insistido durante años para que le regalen la cámara y al final mi esposo consiguió una oportunidad de comprársela usada, a un amigo que la iba a cambiar. Dante era muy agradecido. Una mañana Alberto lo despertó y lo hizo levantarse con una voz medio seria. Dante se puso los pantalones como pudo y se apareció descalzo en el comedor. Preguntó qué pasaba y Alberto no le contestó. Dante me miró a mí, que apenas podía contener la risa. A Alberto le encantan este tipo de chistes. Dante se sentó sin quitarle la vista de encima y Alberto le puso una caja de zapatos enfrente. Dante volvió a mirar a Alberto y abrió la caja. Cuando vio la cámara, dio como un grito. La sacó de la caja, la miró, la volvió a mirar, la disparó una, dos, tres, diez veces, se la colgó y después corrió a abrazar al padre. La cámara se interpuso entre los dos, como se iba a interponer tantas veces entre Dante y el padre, entre Dante y yo. Pero en ese momento se la puso a un costado y los dos se abrazaron con toda sus fuerzas. A mí me pareció que Dante iba a llorar. Cuando se separó de Alberto me abrazó también a mí. Esa misma tarde Dante la empezó a usar. Aunque tuvo otras, nunca quiso vender esta. La guardaba más que como un recuerdo, la guardaba como un tesoro raro, que solamente a él le era permitido tener. Tengo el recuerdo de entrar en la habitación y encontrarlo a Dante, la música bien alta, limpiando con una franela la cámara una y otra vez hasta dejarla refulgente, a pesar de que era una Canon negra. Es, en realidad, porque aunque Dante hace mucho que no duerme en su habitación, la cámara todavía está ahí, en su funda, adentro del armario.
La última vez que lo vi a Dante fue un veinticuatro de noviembre. Había pasado un mes aquí, en la ciudad, aunque en el departamento que compartía con su amiga, Betiana. Pero durante ese mes, me vino a visitar prácticamente todos los días. Antes había estado ausente por más de dos años, en los que no había tenido noticias de él. Había pasado por Africa, por Colombia, por Pakistán. Pero por fin había vuelto. Muchas veces había venido con Betiana y los dos se habían quedado a almorzar, o a cenar. Yo le hacía preguntas sobre el viaje y Dante no hablaba mucho, contestaba lo necesario y nada más. Supongo que no quería asustarme contándome lo que había tenido que vivir en los lugares del mundo donde estuvo. Más tarde, por una coincidencia, me enteré de que en Africa había tenido malaria y se había salvado de morir por pura casualidad. Desde que se fue la primera vez como corresponsal siempre me pregunté, cada vez que me despedía de él (o mejor dicho, él se despedía de mí) si no sería la última vez que lo iba a ver. Nunca traté de disuadirlo de este trabajo porque sabía que era algo que corría por sus venas y era imposible pedirle que tratara con otra cosa. Pero nunca pude vivir sin miedo, nunca pude pasar un solo día sin preguntarme dónde estaría, qué estaría comiendo, si tendría demasiado frío o demasiado calor, si estaría corriendo algún peligro, si estaría vivo o ya habría muerto. El tiro en la pierna que recibió en Somalía lo mantuvo en secreto. Fui yo la que lo arrinconé una vez que estuvimos en una quinta y pude verle la pierna cuando se puso la malla para ir a la pileta. Caminaba con naturalidad y era obvio que se había olvidado de la cicatriz. Pero cuando la vi, inmediatamente le pregunté: me acuerdo que hizo un gesto como de resignación y recién entonces me contó que una bala perdida le había atravesado el muslo. La bala había entrado y había salido, él había perdido mucha sangre aunque nunca llegó a estar en peligro de morir. Esto no me lo dijo él nunca sino que me lo contó Polo muchos años después. Y ahora mismo, cuando todo hace pensar que Dante está muerto, que ya no hay ninguna esperanza, ahora que incluso hay testigos que dicen haberlo visto morir, no hay día en que no me pregunte dónde estará, cómo se estará alimentando, quién lo estará cuidando del frío o del calor, si se habrá metido en alguna situación de peligro. No puedo hacerme la idea de que Dante no va a volver. No puedo pensar que su cuerpito quedó tirado en el barro, en medio de una guerra. Por eso cada dos o tres días abro los armarios de la habitación de Polo, reviso su ropa, sus zapatos, todo aquello que todavía le pueda servir. Incluso soy yo la que ahora saca la cámara Canon negra, la primera y soy yo la que le pasa la franela para que quede refulgente, mientras pienso en Dante, en el momento en que me lo pusieron en brazos y le vi por primera vez los ojos azules, en las mañanas frías en que lo llevaba al jardín, en el primer día de clases cuando entró a primer grado, en el día en que terminó la secundaria, que estaba tan contento, en el día que Alberto le regaló esa cámara, en los momentos en que Dante volvía a la ciudad y me tocaba la puerta de sorpresa y me abrazaba y me aseguraba que había vuelto, que era él en persona. Con mi mente recorro todas las imágenes de Dante, recuerdo sus manos suaves, como de mujer, las siento sobre mis mejillas, revivo su mirada en la mía. Quién puede asegurarme que Dante no va a volver a golpear en mi puerta para darme la sorpresa que estoy esperando, la sorpresa que es mi vida entera.

La imagen de hoy: "Chop Suey" de Hopper"

Agamben: hombre y lenguaje





“Nunca encontramos al hombre separado del lenguaje y nunca lo vemos en el acto de inventarlo... Encontramos en el mundo a un hombre hablante, un hombre que le habla a otro hombre, y el lenguaje suministra la definición misma de hombre. Por lo tanto, el hombre tal como lo conocemos se constituye como hombre a través del lenguaje, y la lingüística, por más que se remonte hacia atrás en el tiempo, nunca llega a un comienzo cronológico del lenguaje, un ‘antes del lenguaje’.

Giorgio Agamben. Infancia e Historia, Editorial Adriana Hidalgo, p.67.

13 de octubre de 2008

La imagen de hoy: "Brother and Sister", de Balthus

CUADERNO INFANCIA 26


Una noche papá recibe la visita de “La de Noble” y su marido. Una mujer morocha, de cierta energía, y su marido, un hombre de pelo cano, tez rosada y ojos claros. Son proveedores de papá y se ha formado una especie de hábito. Cada vez que vienen papá los recibe como una visita y se toman un café. Esa noche, el taxista que vive enfrente, cada vez más molesto por la proliferación de autos de la familia (cosa que molestaba a todo el barrio: Don Roberto, el inquilino de papá, con una sonrisa irónica: “Y Héctor? ¿A vos no te compran un auto?”) cruza la calle, toca el timbre y se queja de que el auto de no sé quién le impide estacionar su taxi. Papá sale, pregunta qué pasa. El taxista, un hombre de pelo corto, alto, más bien grandote aunque de espaldas estrechas, que parece siempre mal afeitado, insiste con su reclamo. Lo que quiere es que muevan el auto para que su taxi quede justo enfrente de la puerta de su casa. Papá le explica que en ese momento está con visitas y que lo están interrumpiendo. Papá sigue, se queja de tener que vivir una situación como aquella y pregunta “¿Pero dónde vivimos, dónde estamos, en Argentina o dónde?” La discusión se va apagando y papá vuelve al comedor principal donde lo esperan “La de Noble” y su marido cano. Pasan unos minutos y empieza a escucharse de pronto una voz grave empapada en alcohol. Es la del otro hombre que vive en la casa del taxista de enfrente, un gordo de panza monstruosa y cara muy rosada, casi calvo, de pelo blanco y también siempre mal afeitado. El gordo está en una especie de trance y sentado a la entrada de la puerta de su casa, en medio de la oscuridad, le dedica a papá un discurso. Enseguida entendemos que el gordo nos habla a nosotros y lo espiamos a través de las rendijas de la persiana del living. En medio de una corriente de palabras sin sentido hilvana una frase que vamos a recordar para siempre: “Qué tienen que decir de los argentinos”. Lo cual significa que interpretó la pregunta de papá sobre en qué país vivimos como un ataque directo contra la Argentina y sus habitantes, los argentinos. El gordo, que no ignora que somos judíos, en su borrachera resentida nos trata como si fuéramos extranjeros y se da el lujo de salir a la calle para increparnos.

Apuntes para una crítica de la crítica.

Algunos críticos de cine: obsesión por el paradigma.
Todas las películas que se analizan, son ubicadas sin excepción en un paradigma en el que se las compara con otros films que forman parte de ese paradigma (el cual está generalmente constituido ad hoc por quien escribe la nota, de manera absolutamente arbitraria). Resultado: nos hablan de películas que quizás no conocemos, nos damos cuenta de que los críticos han visto mucho, pero acerca de la película que debería ser objeto de análisis no obtenemos demasiadas reflexiones. El contexto creado arbitrariamente por el propio crítico se presenta como mucho más importante que el objeto a analizar. Esta es una clave de lectura de las críticas. Permanentemente se recrean tradiciones de lectura. Y lo que el film puede tener de interesante, profundo o efectivo queda opacado en beneficio de los elementos(generalmente defectos)que salen a relucir cuando se ubica al film contra el fondo del contexto creado por el crítico.
Por otro lado, se utilizan permanentemente nociones cuyo sentido se supone unánimemente comprendido y compartido por todos. Tales nociones nunca se definen y se dan por supuestas: comedia, drama, thriller, etc.