23 de mayo de 2008

CUADERNO INFANCIA 3


Vuelvo del colegio Maimónides en el colectivo 172 que para, como siempre, en Aranguren y Emilio Lamarca, a pocos metros de mi casa. Doy unos pasos y me encuentro con aparatos típicos de velorios, apoyados contra la puerta de la casa de la Chiquita, nuestra vecina. Inmediatamente adivino que algo terrible ha sucedido. Junto a los aparatos está Adrián, uno de los grandes amigos de mi infancia, gordo, grandote, macizo, seguro. Adrián lee el horror en mi mirada. Me dice: “se murió, ¿y qué? Se murió. Se murió Carlitos”. Yo no puedo disimular el desasosiego que la noticia me produce. Adrián sigue: “se murió, se murió, y qué”. Todavía no puedo comprender por qué quería vivir la noticia con naturalidad, por qué quería mostrarme que la idea de la muerte a él no lo afectaba. Tampoco puedo comprender cómo se dio cuenta tan rápido que a mí sí me impresionaba, que yo no podía disimular nada de lo que me sucedía al ver esos aparatos. Carlitos era el hijo de la Chiquita y apenas pasaba de los veinte años. Era un muchacho enorme, que cuando yo tenia cuatro o cinco años, no demasiado tiempo atrás, me levantaba de una de mis piernas y me mantenía boca abajo mientras yo me reía a carcajadas.

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