30 de septiembre de 2008
CUADERNO BESTIARIO 8: El sexo de los monos
Mientras los demás mamíferos sólo se juntan en la estación de los amores, en épocas aproximadamente fijas, el mono procrea en todo tiempo; la hembra se halla siempre a punto de satisfacer las exigencias del macho y conserva para él un positivo poder de atracción, aunque más débil cuando ha dejado de estar en celo. La vida sexual de estos animales es extraordinariamente activa. Se les ve despiojarse, abrazarse, hacer zalamerías, adoptar posturas adecuadas para suscitar el deseo. Parece que están siempre en estado de excitación. El doctor Zuckerman, que se ha dedicado a observarlos, describe del siguiente modo sus actitudes ordinarias: “Una hembra que se ha sometido en un momento dado a las exigencias sexuales de su dueño, puede, un momento después, montar como un macho otra hembra, un macho impúber u otro macho sumiso, perteneciente a su mismo grupo. Y el animal que ella acaba de montar, puede a su vez y a renglón seguido cubrir a otro aun más sumiso. El dueño que acaba de montar una hembra, un momento después tomará la postura de la hembra bajo otro macho. Una madre que está alimentando a su pequeño, en otra circunstancia lo incitará a que la cubra.” Si a este cuadro, ya bastante cargado de color, se agregan los pequeños entretenimientos eróticos de los individuos jóvenes, la vida sexual de un rebaño de monos da una impresión tal de desorden que se diría que no hay ley que la gobierne. No obstante, si uno se fija, se da cuenta de que dentro de cada grupo, y en resumidas cuentas, todo obedece con bastante exactitud a los intereses superiores de la especie y de su multiplicación. No se sabe gran cosa de las costumbres de los grandes monos, a quienes es demasiado difícil observar en libertad, aunque puede asegurarse que, salvando escasas excepciones, la mayor parte son polígamos, regla común de casi todas las variedades de mamíferos en que los machos son menos numerosos que las hembras. En cada asociación de monos hay unos cuantos machos; las hembras se reparten muy desigualmente entre ellos, de modo que los más fuertes poseen un verdadero harén. El jefe del grupo se queda con la mayoría; los demás, se distribuyen las que quedan. Uno tendrá tres o cuatro; el de más allá solamente una. Para conservarlas tendrán que emplear la amenaza o pelearse con los usurpadores. Los vencidos se quedan sin hembras y los débiles viven en viudez forzosa. A pesar de los gritos y de las riñas, llega a establecerse una suerte de convenio entre los diversos miembros de la comunidad. En caso de agresión el convenio también entra en juego, haciendo las veces de un verdadero pacto de asistencia mutua. Basta que uno de los asociados lance un grito de dolor o de espanto, para que todos los demás acudan a socorrerlo. En cambio, en materia de alimentación, la tiranía del macho se ejerce sin contemplaciones. Únicamente la favorita provisional, en estado de excitación, podrá permitirse el lujo de comer su parte en su presencia. A los demás les quitará de la boca el plátano que están comiendo, y el que ha sido víctima de este robo ni chista siquiera. Por el mismo motivo los casos de infidelidad son bastante raros. Sin embargo, no faltan hembras que, como las ciervas, saben aprovechar un descuido del viejo sultán, cuando curado de su locura no se ocupa de ellas. Es un espectáculo curioso el de verlas sorprendidas in fraganti. Se precipitan inmediatamente hacia su tirano y se le brindan en forma inequívoca, mientras chillan y amenazan al otro, al adúltero, que se escabulle cobardemente, con el solo deseo de evitar una severa lección. Para hacerse perdonar, las hembras echan toda la culpa al seductor que, si por casualidad ha llegado a consumar el acto, no se entretiene junto a su fácil conquista. Esta escena, como muchas otras de la vida sexual de los primates, puede, sin complacencia mayor, proponerse como una especie de imitación groserísima del amor humano. Sobre este punto difieren, tanto como nosotros mismos, de los demás animales. Conviene, sin embargo, notar su ausencia de emociones sentimentales e incluso de un sentido estético capaz de influir en sus elecciones. Joven o vieja, siempre será la hembra que se halle en el período más activo del celo la que se llevará sus preferencias de macho.
De Jean Rostand, Lucien Berland y otros: “Costumbres amorosas de los animales”, Editorial Sudamericana, Colección Indice, 1973.
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