1 de mayo de 2009

CUADERNO INFANCIA 36


Soy muy chiquito, quizá no llego a tener cinco años. La verdulería de al lado tiene un dueño que se llama el Chino, un hombre de contextura grande, quizás un poco gordo, de bigotes y ojos rasgados, peinado hacia atrás con gomina. La mujer del Chino es la Chiquita y siempre me trata bien, muy bien, y yo soy un asiduo visitante de su casa, a la cual se accede por una escalera que está ubicada justo sobre la verdulería. La misma casa también cuenta un pasillo que conduce a un patio muy amplio en el que siempre hay numerosas esculturas en yeso, terminadas o a medio hacer. Carlitos, el hijo de la Chiquita, estudia bellas artes y quiere transformarse en escultor. Una mañana abro la puerta que está justo al lado de la verdulería y en lugar de subir por la escalera sigo unos metros por el pasillo hasta el patio. Allí me encuentro con un espectáculo espantoso: Don Roberto, el inquilino de papá, que vive en la parte trasera de nuestra casa de Emilio Lamarca, se encuentra rodeado de gran cantidad de gente que está pendiente de él. Don Roberto, calvo, bajo, grueso y morocho, tiene agarrado a un conejo blanco por las orejas mientras con la otra mano le descarga en la cabeza un palazo tras otro. Se supone que quiere matar al conejo pero el pobre animal no se termina de morir y prolonga su sufrimiento al infinito. Alguno de los que están grita que me saquen para que  no vea eso pero yo no espero que nadie me obligue a irme. Lo que he visto me parece lo suficientemente horroroso como para volver rápidamente sobre mis pasos y encontrar la salida solo.

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