22 de julio de 2009
CUADERNO INFANCIA 42
En el cine Gran Rivadavia, ubicado en pleno Floresta, sobre Rivadavia a pocas cuadras de la calle Segurola, el programa siempre es triple, continuado. Termina una película y empieza otra, que cuando termina da lugar a una tercera. Por lo cual una entrada sirve para estar todo el día en el cine ya que cuando termina la tercera se proyecta nuevamente la primera y así uno se puede pasar todo el día frente a la pantalla. Y como soy fanático, le pido a mamá lo justo para una entrada y me paso un sábado entero mirando películas, en total soledad, sin ninguna compañía, con tan sólo ocho o nueve años. Uno de esos sábados, salgo del cine, cruzo la avenida y me interno por las calles de Floresta, rumbo a mi casa. Ya comienza a anochecer y esto me impone cierta urgencia, antes que la noche se cierre sobre mis pasos. Entonces me apuro. La prisa para llegar probablemente hace que me desoriente, que no pueda observar detalles que de día me sirven de referencia. Ya no sé dónde estoy ni para qué lado debo ir ya que las calles me son totalmente ajenas, no cuento con ningún elemento que me permita reconocerlas. Camino una o dos cuadras más antes de sentir que estoy totalmente perdido: me doy cuenta de que cualquier paso que dé en cualquier dirección puede acercarme a mi casa o alejarme todavía más, por lo cual lo mejor que puedo hacer es quedarme en mi lugar. Pero si me quedo en mi lugar se hace de noche y esto me aterra. La sensación de impotencia en la soledad de la calle vacía hace que me ponga a llorar. En ese mismo momento aparecen Cacho Majule, a quien yo conozco de haberlo visto numerosas veces en distintos lugares y su inseparable amigo Fito Suaya, que compartió conmigo el aula de tercer grado hasta que lo echaron del colegio al poco tiempo. Cacho me lleva dos o tres años. Se me acerca con aire bondadoso y me pregunta qué me pasa. Estoy tan desesperado que no tengo vergüenza en decirle que me perdí y que no sé para dónde tengo que ir. Cacho me dice que lo siga y yo lo sigo. Caminamos tres o cuatro cuadras hasta que llegamos a las calles que me son familiares. Le digo que ya está, ya me ubiqué, ya podemos separarnos. Yo sigo mi camino a casa y Cacho y Fito, a quienes durante años veré siempre juntos, siguen el suyo.
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