2 de agosto de 2009
Beckett. Estrategias textuales: de las novelas al teatro. Primera Parte.
Como les sucedió a tantas otras personas, la lectura de Esperando a Godot fue determinante en mi vida. No puedo decir que esta obra decidió mi destino como artista, pero sí estoy seguro que los personajes de Vladimir, Estragón, Lucky, Pozzo, y por qué no también, el camino y el árbol se instalaron en mi imaginario para el resto de mi vida como una revelación, una senda posible y necesaria, un mundo estimulante para la creación de otros mundos. El conocimiento de esta pieza y de las que le siguieron me llevaron a lo largo de los años a una lectura obstinada no sólo de su obra teatral sino también de su narrativa. Y de la indagación en dicha narrativa se deducen estos apuntes, que tienen como objetivo detectar en sus relatos aquellos recursos que serán más tarde utilizados por Beckett en su escritura teatral. La intuición de la que parto es que el teatro de Beckett no es sino la puesta en escena de aquellos resultados obtenidos en sus novelas. En este sentido, la continuidad es fabulosa, la coherencia impresionante. Por tal razón considero que el análisis de las estrategias utilizadas por Beckett en su trilogía Molloy, Malone muere y El innombrable será de utilidad para la comprensión de su teatro. Estas estrategias, que se repiten y al mismo tiempo van variando de una novela a la otra, son, desde mi punto de vista, esenciales al universo dramático beckettiano. Por consiguiente, el recorrido por el universo de la trilogía no es arbitrario: trata de captar el sentido de su obra entera y al mismo tiempo, como esperamos demostrar, nos pone de manifiesto no sólo que ninguno de sus recursos es nunca meramente formal, sino que constituye el mejor medio para manifestar su extraordinaria cosmovisión.
La novela como laboratorio
En el libro de Nietzsche, La ciencia jovial, el personaje del loco dice:
“¿No olemos aún nada de la descomposición divina? -También los dioses se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!”
Muchos señalan que Nietzsche sostiene la muerte de Dios como una posición metafísica, en el sentido de que lo único que se propondría es afirmar la inexistencia de Dios. Sin embargo, hay muchas razones para afirmar que en realidad Nietzsche tan sólo se limita a hacer la comprobación de un acontecimiento que va a marcar con su sello una época entera, una época que todavía no ha concluido y que posiblemente recién acaba de comenzar.
Ya no se trata, en estos tiempos, de afirmar o negar la existencia de Dios, sino de observar que, se afirme o se niegue, Dios se retira ostensiblemente de la vida de los hombres. Esto lo advierte Nietzsche a fines del siglo XIX y el devenir del siglo XX hasta nuestros días parece confirmar esta percepción. Nietzsche anticipa que el hombre estará obligado a vivir sin Dios y por lo tanto deberá buscar un sentido de la existencia que esté directamente vinculado a sus propias potencialidades.
A menudo hemos oído hablar de la relación directa del teatro de Beckett con la crisis de sentido que se derivó a partir del estado desastroso en que quedó el mundo después de la segunda guerra mundial. Y siempre me pareció que el significado de la obra beckettiana excedía con mucho esa vinculación. En el mundo transformado por la modernización que impone el capitalismo tardío, un mundo de medios y fines del cual el hombre se convierte, gracias a su poder tecnológico, en señor omnipotente, la participación de Dios en la vida del hombre comienza a declinar. La fe en Dios es sustituida por la confianza del hombre en su potencia para sostener su dominio sobre el planeta entero. Sin embargo, esta autoconfianza plena contiene al mismo tiempo el germen del desconcierto y el desasosiego: este sujeto poderoso que pone nombres a las cosas, que utiliza el lenguaje para adueñarse del mundo, comprueba con angustia que ese mismo lenguaje no le sirve para dar respuesta a sus interrogaciones sobre el sentido de la existencia, que se tornan tanto más relevantes cuanto más patente se hace la ausencia de Dios. Este lenguaje se va presentando cada vez más como una trampa de la que es imposible escapar y por lo tanto están condenadas de antemano al fracaso las respuestas a las preguntas acerca de la existencia de Dios, el sentido del mundo y de la vida, formuladas por medio de ese mismo lenguaje. Y así, las diversas catástrofes que se han sucedido a lo largo del siglo XX (y que no pareciera que vayan a encontrar un fin en el siglo XXI) bien podrían leerse como expresión de ese desorientación: las dos guerras mundiales, el Holocausto, las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki y todos los desastres subsiguientes, que no hubieran podido producirse sin la modernización tecnológica capitalista, no serían sino manifestaciones de un nuevo espíritu que tiene su base material en dicho proceso. Y Beckett no hace sino reflejar al hombre que vive en ese espíritu, que ya no puede contar con Dios, que solamente se tiene a sí mismo. Podríamos decir sin temor a equivocarnos que Beckett sí huele este proceso de descomposición divina. La existencia del hombre que ya no tiene Dios, que está arrojado a un mundo que no comprende, que no sabe quién es, que sólo tiene su cuerpo, su pensamiento, la conciencia de su propia finitud, se constituirá en el horizonte de sentido de toda la obra beckettiana. Y para avanzar en su reflexión acerca de la posición de este hombre en el mundo es que Beckett escribe su obra, de la que la trilogía Molloy, Malone muere y El innombrable constituyen sólo una parte.
Desde mi punto de vista estas tres novelas de Beckett se nos presentan como una especie de laboratorio. En ellas Beckett, va decantando su visión del hombre en el mundo hasta hacerla cada vez más concentrada. Y nos va conduciendo por un riguroso camino de reducción a través de la cual podemos vislumbrar la condición del hombre que se ha visto obligado a vivir sin Dios.
El procedimiento básico fundamental que Beckett pone en funcionamiento en las novelas que conforman la trilogía es el de la reducción. En su laboratorio establece las condiciones a las que va a someter a sus protagonistas-narradores, para luego observar cuáles son las consecuencias que se siguen de esta experiencia.
Reduce al mínimo las relaciones que sus protagonistas puedan tener con otros personajes. Generalmente si estas relaciones existen, forman ya parte del pasado o están en pleno proceso de descomposición. Del mismo modo reduce la acción en el relato. El mínimo movimiento, el mínimo hecho adquiere una importancia fundamental y así se le otorga un desarrollo que puede parecer desmesurado en una novela convencional pero que en el universo beckettiano se presenta como un procedimiento indispensable. Algo similar sucede con los objetos: objetos de uso cotidiano que jamás convocarían la atención del hombre común se transforman en las narraciones en elementos primordiales: un sombrero, un zapato, un bastón, un orinal, un piloto, una soga, son materia de inagotable investigación dado que generalmente no sólo son todo lo que el protagonista tiene en el mundo sino que de alguna manera constituyen para él el mundo. Y las acciones que se realizan con tales objetos son por lo tanto de una importancia vital ya que son a menudo el medio para comprobar la realidad de la propia existencia. Dice Molloy:
“Me quité el sombrero y lo estuve mirando. Siempre lo he tenido atado con un largo cordón a mi ojal, siempre el mismo ojal, sea cual fuere la época del año. Así que sigo con vida. Siempre es bueno saberlo.”
Esta reducción no deja de constituir en última instancia sino un modo de extrañamiento, pues gracias a ella los objetos, el universo, el hombre se nos presentan con un sentido totalmente nuevo. Quizá esta sea la razón del extraordinario placer que se experimenta al toparse con el universo en el que vivimos pintado de una manera tan sorprendentemente distinta y al mismo tiempo tan cierta.
La reducción. Pensamiento y extensión.
En principio, la reducción elaborada por Beckett nos remite a Descartes y a la operación por medio de la cual trata de obtener un principio que esté más allá de cualquier duda, a poner en cuestión la realidad sensible exterior y luego la realidad inteligible (de las nociones matemáticas) para terminar afirmando existencia del yo como principio indubitable en tanto sujeto de todos los fenómenos de conciencia.
Beckett ejercita una especie de cartesianismo en la medida en que desde Molloy hasta El innombrable también irá poniendo en cuestión la realidad sensible exterior (incluyendo la del propio cuerpo) para recluirse poco a poco en la interioridad del yo del protagonista. Pero como iremos observando, la radicalidad implacable del planteo beckettiano hará que este termine por convertirse en una especie de cartesianismo desbordado que no transigirá con nada, para por fin fagocitar absolutamente todo. Si en el sistema de Descartes Dios era la herramienta fundamental para recuperar lo que la duda metódica había impugnado, la conciencia de la ausencia de Dios en Beckett será precisamente el obstáculo fundamental para que pueda reencontrarse nada de lo que se va desechando en el camino que lleva de Molloy a El innombrable.
a)Reducción de lo exterior
La estrategia que utiliza Beckett de poner en cuestión la realidad exterior no consiste en una operación intelectual , sino que es algo que se presenta a través de la acción minimizada de las novelas. Los protagonistas se recluyen cada vez más profundamente en el interior de sí mismos y dejan de estar pendientes de la realidad exterior, cortan en lo posible sus lazos con ella. Molloy, vagabundo tullido, opta por la inmovilidad y a partir de ese momento lo único que le queda es su propia interioridad, en la cual se refugia. Moran, que sale en busca de Molloy, se va desprendiendo de objetos, relaciones (su propio hijo) y su propio cuerpo entra en un proceso de degradación, de tal modo que finalmente lo único que le queda es su conciencia. Malone comienza la novela inmóvil en una cama, dispuesto a morir después de haber contado dos o tres historias. De Mahood en El innombrable podríamos decir que más allá de las descripciones que hace de sí mismo, es sobre todo, con toda certeza, una voz interior (o varias) que no deja de expresarse a lo largo de toda la narración.
Dice Molloy:
“Pero ahora he dejado de vagar, y ni siquiera me muevo, y sin embargo nada ha cambiado. Y los confines de mi habitación, de mi cama, de mi cuerpo, están tan lejos de mí como los de mi región en mi época de esplendor.”
Y Dice Mahood:
“Pero lo más sencillo, realmente, es considerarme fijo en el centro de este lugar, cualesquiera que sean su forma y su extensión. Esto es también, sin duda, lo más agradable para mí. En suma, nada, aparentemente, ha cambiado desde que estoy aquí; el desorden de las luces puede ser una ilusión; temer de cualquier cambio; actitud incomprensible.”
De Molloy a El Innombrable la preeminencia de la interioridad se va haciendo cada vez más radical. Y consecuentemente, la realidad exterior comienza a convertirse tan solo, como dice Molloy en murmullos “de todo lo que pasa y permanece entre dos soles.”
b) Reducción del cuerpo
Y lo que decimos acerca de la reducción de la realidad exterior se repite y se hace más complejo en todo lo que en Beckett tiene que ver con el cuerpo. La realidad corporal tiene en sus textos una vital importancia. En el proceso por el cual, de Molloy a El innombrable, la persona se va reduciendo progresivamente a mera conciencia, Beckett muestra una percepción extraordinaria de la materialidad del cuerpo que difícilmente pueda encontrarse en otros escritores. En las novelas, y sobre todo en las novelas, lo que tiene que ver con el cuerpo es tratado, la mayoría de las veces, de manera brutal: en Beckett están bien presentes referencias a culos, pedos, masturbación, penes, relaciones carnales, incesto, zoofilia, etc. Dos citas de Molloy, entre muchas que pueden hallarse en la trilogía, son de gran elocuencia:
Sobre las relaciones sexuales (de Molloy con Ruth):
“Una idiotez de juego, creo yo, y además fatigoso a la larga. Pero me prestaba a él de bastante buen talante, sabiendo que aquello era el amor, porque ella me lo había dicho. Se inclinaba por encima del diván, a causa de su reumatismo, y yo le daba por detrás.”
“Quizá a fin de cuentas me introducía en su recto. Como ustedes podrán suponer, me daba exactamente igual. Pero, en el recto ¿puede hablarse de verdadero amor? Esto es lo que me inquieta. ¿Y si después de todo no hubiera conocido nunca el amor?”
“He Aquí Mi Vida. Ella no tenía tiempo que perder, yo no tenía nada que perder, con tal de conocer el amor lo habría hecho con una cabra.”
Y en la página siguiente:
“Creo yo que hubiera preferido un orificio menos seco y menos amplio, me hubiera dado una idea más elevada del amor.”
Y específicamente sobre el orificio anal:
“Pido perdón por insistir acerca de este vergonzoso orificio, así lo quiere mi musa. Quizá deba verse en él no tanto la tara que he nombrado como un símbolo de las que callo, dignidad debida tal vez a su posición central y a sus apariencias de enlace entre la otra mierda y yo. Soy de la opinión de que se tiene un conocimiento defectuoso de este agujero, y preferimos despreciarlo. Pero ¿y si fuese el pórtico del ser, y la nada célebre boca tan sólo la entrada de servicio?”
A diferencia de los filósofos, que tienden a destacar en el hombre la mente, el espíritu, la razón, Beckett atribuye al cuerpo una importancia fundamental. Aunque parezca evidente, el hombre no es sin su cuerpo y este cumple un papel determinante en el proceso de los sufrimientos humanos. La conciencia que Beckett tiene de la materialidad del cuerpo es al mismo tiempo conciencia de su vulnerabilidad, corruptibilidad. Por eso, en Molloy, Moran habla “del horror al cuerpo y sus funciones” Por esa razón el cuerpo tiene tanta importancia: el hombre es con su propio cuerpo en proceso de descomposición rumbo a la muerte. “Descomponerse también es vivir”, dice Molloy. Beckett exhibe su sentido dramático esencial al mostrarnos a los hombres ya deshechos o en proceso de deshacerse. La degradación corporal ya se ha consumado cuando comienzan Molloy, Malone muere y El innombrable. Aunque no del todo, siempre puede el cuerpo degradarse un poco más en su camino hacia la nada.
Pero en la segunda parte de Molloy, Beckett nos permite observar de qué modo el proceso de descomposición se va realizando: el cuerpo de Moran, que tiene la tarea de salir en busca de Molloy, se va descomponiendo inexorablemente y Moran lo acepta con total resignación, a medida que avanza (o mejor dicho no avanza) en su tarea, su cuerpo se va asimilando cada vez más a la de la persona que debe encontrar.
El proceso de degradación del cuerpo no sólo es interno a cada novela sino que se va profundizando de una novela a otra. Molloy es un vagabundo tullido que puede desplazarse, Moran termina por asimilarse a Molloy. Malone ya representa un grado más de descomposición: está prácticamente moribundo en una cama y está a la espera del suspiro final. Y por último, Mahood en El innombrable se describe a sí mismo como un huevo con dos agujeros y un poco después habla de la vasija en la que se encuentra inserto:
“ del gran viajero que fui, de rodillas en los últimos tiempos, y después arrastrándome y rodando, no queda nada más que el tronco (en estado lamentable), coronado por la consabida cabeza, que es la parte de mí cuya descripción mejor he captado y retenido. Metido, a modo de ramo, en una vasija profunda, cuyos bordes me llegan hasta la boca, al lado de una calle poco transitada junto a los mataderos, estoy en reposo, al fin.”
c) Afirmación del yo interior
La progresiva degradación del cuerpo conduce a los protagonistas de la trilogía a una inmovilidad cada vez mayor. Y cuanto mayor es la inmovilidad, más posibilidades tienen los personajes de afirmarse solamente en su propia conciencia.
La inmovilidad, en tanto conduce inexorablemente a la inactividad, es en Beckett condición de la afirmación de la vida interior. Una vez descartados el mundo exterior y también el cuerpo el residuo que queda es cada vez más, desde Molloy hasta El innombrable una cadena de pensamientos continua e incesante . Si consideramos la trilogía como un solo texto podemos observar cómo el mundo exterior poco a poco se va disolviendo y quedamos aislados en la interioridad del personaje. Si en Descartes la demostración de la existencia de Dios por medio del argumento ontológico era el modo de superar el solipsismo, en Beckett la inexistencia de Dios, inversamente, nos conduce inexorablemente al solipsismo ya que no existe otra cosa que la interioridad del yo del narrador. Dice Mahood:
“Todo mentiras. Dios y los hombres, el día y la naturaleza, los impulsos del corazón y los medios de comprender, soy yo quien cobardemente los ha inventado, sin ayuda de nadie, pues no hay nadie, para retrasar el momento de hablar de mí.”
Esta interioridad, con temporalidad propia, de sustancia bien diferente a la de la vida cotidiana es lo que en Beckett se presenta como “yo”. El sujeto protagonista en Beckett no es sino la conciencia como centro que abarca la realidad entera. E inversamente la realidad sólo se presenta como tal si es captada por la conciencia.
El camino parece similar al de Descartes pero sin embargo aquí es donde se produce una radicalización que nos motivó a hablar de cartesianismo desbordado: a diferencia del ego cartesiano, el yo de Beckett se deshace, se desmembra, se deshilacha: ya no puede seguir concibiéndose como una sustancia con sentido unívoco. Precisamente, el yo deja de ser la voz fundamental que otorga sentido y orden a la totalidad de entes que componen el mundo. La conciencia con la que se identifica el yo en la filosofía moderna comienza a dividirse en voces diversas que se mantienen incesantemente en actividad a través de palabras que la misma conciencia no siempre comprende.
Aunque en Molloy todavía uno puede comprobar cierta consistencia del yo del protagonista, ya comienza a insinuarse una cierta disociación interior. El mismo Molloy habla de un rumor que es como una mutación en el silencio al que le presta oídos y que hace que nazca en él como una especie de conciencia que se expresa en la expresión “Yo me digo”. Y Moran dice:
“Ya he hablado de una voz que me decía esto y lo otro. En aquella época comenzaba a actuar de acuerdo con ella, a comprender sus deseos".
Tanto en Molloy como en Malone muere se presentan personajes con cierto grado de consistencia que permiten que el lector pueda seguirlos en sus relatos. Todavía el “hálito lejano” del que cuenta Molloy que le produce temor se transforma en un sonido que empieza a zumbar de pronto en la cabeza, sin explicación. Es decir, aquí todavía hay algo que puede identificarse como cabeza, como manos, pies, cuerpo. Es decir, todo lo que en El innombrable va a desintegrarse definitivamente. Lo que en Molloy y Malone muere sólo se insinúa como una suerte de disociación del yo se convierte en El innombrable en el recurso fundamental y también en el tema de la narración. La voz, que no es el yo y sin embargo le habla al yo y se identifica y al mismo tiempo se distingue de él, por tener una presencia ingobernable. Dice Mahood:
“Que se explique de una vez. No es a mí al que le toca dirigirle preguntas, incluso si supiera dónde encontrarlo. Que me haga saber de una vez por todas lo que quiere de mí, para mí.”
La voz del ello (que al mismo tiempo es el yo) no deja de hablar del yo como si fuera el yo. Y al mismo tiempo como si fuera otro que el yo. Esta simultaneidad de voces que son la misma y otra, que se bifurcan, se multiplican, se separan para volver a encontrarse una y otra vez dejan en claro que la sustancia que se tiene en mente cuando se pronuncia el pronombre yo ha dejado de ser tal. Pero todo se complica todavía más cuando Beckett, ya desde el inicio de la novela, deja bien en claro que en realidad no se trata de la voz del yo y de la voz del otro del yo (que simultáneamente se diferencia y se identifica con él) sino de la voz del yo y de las otras voces de los otros del yo: en lugar de hablar del yo y del ello (como otro y al mismo tiempo sí mismo) deberíamos hablar del yo y los ellos. Estos ellos, que al mismo tiempo son el yo, son las voces que acosan a Mahood desde el principio:
Que se vayan ahora ellos y los demás, los que me sirvieron, los que aguardan, que me devuelvan lo que les infligí y que desaparezcan de mi vida, de mi recuerdo, de mis vergüenzas y mis temores. Bueno, ya estoy solo aquí, nadie gira a mi alrededor, nadie viene hacia mí, ante mí nadie encontró nunca a nadie. Esos no fueron nunca. Nunca fueron más que yo y este vacío opaco.
Y un poco más adelante:
“Me hincharon con su voz, como un globo, y por más que me vacíe sigue siendo a ellos a los que oigo. ¿Quiénes ellos?”
Estos ellos, que se manifiestan como voces que continuamente hostigan al yo narrador y que entonces se diferencian de él, son al mismo tiempo ese mismo yo y por esa razón éste no puede deshacerse nunca de aquellos. El yo desea fervientemente liberarse de esas voces que son los ellos que son él mismo pero no encuentra la manera. El yo considera la posibilidad de callarse, definitivamente, pero esto es todavía menos posible.
Este tratamiento del yo como un conjunto de voces que lo constituyen y al mismo tiempo lo desmembran deja en claro que la idea del yo como sustancia ya no tiene ningún significado. Ya nadie puede saber a qué se refiere uno cuando pronuncia la palabra yo. El yo que era el último reducto que le había quedado a Descartes después de su duda hiperbólica ya no puede ser fundamento del mundo. ¿Cuál de las voces que son y no son el yo debería ser principio indubitable?. La idea de identidad como algo que permanece inalterable más allá de los cambios pierde todo su sentido. La idea del yo no es sino una mera coartada para permanecer en el mundo y mantener la ilusión de que lo que nos sucede podría en última instancia referirse a una unidad sustancial que seríamos cada uno de nosotros:
“¿Se creerán que creo que soy yo el que habla. También esto es de ellos. Para hacerme creer que tengo un yo mío y puedo hablar de él, como ellos del suyo. También es una trampa, para que de pronto crrac, me encuentre entre los vivos”.
El sujeto deja de ser sustancia que precede al mundo y le otorga sentido, una sustancia que cada uno de nosotros somos y que conocemos bien. Si el yo es un compuesto de voces que lo atraviesan ya nadie puede decir verdaderamente quién es y dónde está. Por esa razón, Mahood en El innombrable se dispone numerosas veces a hablar de sí mismo (“Ahora debo hablar de mí, aunque sea con su lenguaje”) pero jamás llega siquiera a intentarlo dado que inmediatamente es acosado nuevamente por las voces de los ellos y no puede determinar ya cuál debería ser la voz del yo:
“¿Cuántos somos, en fin de cuentas? ¿Y quién habla en este instante? ¿Y a quién? ¿Y de qué? Tan dificultosas preguntas no sirven para nada. Que al fin me pongan en la boca algo con qué salvarme, con qué condenarme, y que no se hable más, que no se hable más.”
El principio de identidad referido al yo en Beckett deja de tener significado. El yo no es idéntico a sí mismo sino que se desgrana en una cantidad de voces que se juntan se separan, vuelven a juntarse y a separarse indefinidamente. El yo ya no puede saber quién es y su consistencia se reduce a lo mínimo, solamente algo que divide el mundo en dos, un afuera y un adentro, de una parte el afuera, del otro el adentro, un tabique sin grosor con dos caras, solamente un tímpano que separa al cráneo del mundo, sin que este tímpano sea ni el cráneo ni el mundo. El yo, que es al mismo tiempo el número indeterminado de ellos que lo componen, no sabe quién es ni dónde está, no se encuentra en ninguna parte, se instala en un no lugar.
“No hay más que yo, yo que no estoy, allí donde estoy”.
Ahora bien, si el yo no puede considerarse una sustancia, entonces ¿qué es? Si el yo es un entrecruzamiento permanente de voces que lo constituyen, esas voces que no cesan de hablar no hacen sino utilizar palabras y esos millones, billones de palabras que se suceden indefinidamente son en última instancia las que se entretejen para presentarse con apariencia de yo:
“Soy todas esas palabras, todas esas extrañas palabras, este polvo de verbo, sin suelo en el que posarse, sin cielo en el que disiparse, reuniéndose para decir, huyéndose para decir, que yo las soy todas, las que se unen, las que se separan, las que se ignoran, que soy eso y no otra cosa, sí, cualquier otra cosa, que soy otra cosa cualquiera, una cosa muda, en un lugar duro, vacío, cerrado, seco, limpio, negro, en el que nada se mueve, nada se habla, y que escucho, y que oigo, y que busco, como un animal nacido en una jaula de animales.”
En esta sucesión infinita es difícil determinar con precisión dónde está el yo y qué es en realidad. ¿Es una palabra entre todas? ¿Es un silencio en medio de la cadena ininterrumpida? Esas voces que son el yo y al mismo tiempo no lo son, esas voces que aparentemente hablan de otro, que usan la tercera persona, que usan el “se”, en realidad están hablando del yo, son el yo, y basta que en algún momento se use el pronombre yo para que se decante una apariencia de sustancia. Es culpa de los pronombres, dice Beckett:
“No volveré a decir yo, nunca más lo diré, es demasiado estúpido. Lo sustituiré, cada vez que lo oiga, por la tercera persona, si pienso en ello”.
Si en Descartes, la búsqueda de un principio indubitable dejaba como residuo el cogito como prueba de la existencia (en la medida en que se ejerce algunas de las actividades propias de la conciencia se tiene la certeza de la propia existencia), en Beckett, al final de su cuestionamiento radical del yo como sustancia sólo tenemos la duda sobre la propia existencia. Si el sujeto sólo es un entrecruzamiento de voces entre las cuales difícilmente se puede identificar, la ausencia de sustancia a la cual referir la propia existencia conducen a que las certezas sobre la misma se vayan disolviendo. Con el resultado que Mahood ya no puede estar seguros de si efectivamente existe. Si en las novelas de Beckett el objetivo de los personajes es la búsqueda de su identidad el resultado de esa pesquisa es devastador ya que terminan dudando de su propia existencia.
Así el cuestionamiento radical efectuado por Beckett, a través del cual se pone entre paréntesis la existencia del mundo, para luego desprenderse de la existencia del cuerpo y luego impugnar la concepción del yo como sustancia, deriva inexorablemente en la falta absoluta de certeza sobre la existencia.
Héctor Levy-Daniel
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